Aleix Vidal-Quadras
Senador y diputado en el Parlament de Catalunya.
Aleix Vidal-Quadras
El consenso totalitario
Pretender que una lengua sea un elemento característico de un país, como el clima o la geología del suelo, es un disparate sólo defendible desde la estulticia, la mala fe o el ciego doctrinarismo
La ponencia conjunta del Parlament de Catalunya llamada a elaborar, mediante acuerdo de todos los grupos, el proyecto de Ley sobre el Uso de las Lenguas Oficiales tiene ante sí una tarea no ya ardua sino inviable. En efecto, los criterios que el Consell Executiu ha adelantado como líneas directrices de la nueva normativa se apoyan en dos principios básicos: el carácter territorial de la lengua y la primacía de los derechos colectivos. Ambos son, además de moral y conceptualmente inadmisibles en una sociedad abierta, incompatibles con la doctrina más sustantiva del PP y con su compromiso electoral irrenunciable de defender los derechos individuales, el equilibrio lingüístico y la plena y total igualdad de las dos lenguas que hablan los catalanes.
Las lenguas no son atributos de los territorios. Los árboles, las piedras y los ríos no hablan. Pretender que una lengua sea un elemento característico de un país como lo son el clima o la composición geológica del suelo es un disparate sólo defendible desde la estulticia, la mala fe o el ciego doctrinarismo. Si mañana todos los catalanes emigrásemos en masa y fuésemos sustituidos por tribus bantús de Zanzíbar y de la costa de Tanzania, es bastante improbable que los recién llegados por el solo hecho de ponerse a vivir en Manresa, Granollers y Olot quedasen súbitamente normalizados en catalán. El director general de Política Lingüística de la Generalitat podría proclamar desde el exilio que la lengua propia de Catalunya es el catalán, pero en Catalunya únicamente se oiría el suahili. De la misma forma, el hecho de que un porcentaje elevadísimo de vecinos de Bellvitge no se hayan enterado de que sus casas están edificadas sobre una planicie catalanohablante y se empeñen en seguir intercambiando opiniones, discutiendo, comerciando o declarándose a su pareja en castellano, adquiriría a la luz del principio de territorialidad connotaciones altamente reprobables.
Si se admite el principio de territorialidad, se sigue con inapelable lógica que la denominación de lengua propia que el Estatut otorga al catalán tiene un contenido jurídico que permite que su supremacía y hegemonía sobre el castellano se constituya en objetivo legítimo. Si no se acepta tal hipótesis de partida, como es el caso del PP, de sus votantes, simpatizantes y militantes, y de otros muchos centenares de miles de ciudadanos de Catalunya, que sin militar o votar al PP, tienen la cabeza en su sitio, el apelativo de lengua propia es un referente histórico o cultural sin consecuencias normativas que le adjudiquen preeminencia en la práctica.
Las lenguas son instrumentos de comunicación y de estructuración del pensamiento de las personas --incluidas aquéllas a las que la visión caritativa de Jordi Pujol percibe como algo desestructuradas-- y no de los territorios. Un astronauta solitario en su plataforma espacial orbitando alrededor de Marte puede recitar el monólogo de Segismundo o la Oda a Espanya sin que ese entretenimiento rapsódico dote al armazón metálico que le alberga de lengua propia. Estoy tan seguro de que próceres refinados e ilustrados como Lluís Jou o Joan Maria Pujals son capaces de entender esta transparente obviedad que no puedo dejar de admirar sus extraordinarias dotes dramáticas simulando que su magín no la asimila. El nacionalismo exige sacrificios notables, pero uno de los más dolorosos es sin duda el de la inteligencia.
En cuanto a los derechos colectivos, suponiendo que tales derechos existan, y que un ente abstracto llamado Catalunya fuese sujeto y receptor de actos moralmente valorables, presupuesto más que discutible, en ningún caso, de acuerdo con el sustrato ético más profundo del PP y de la mayoría de los ciudadanos de nuestra comunidad, estos hipotéticos y brumosos derechos nacionales deberían prevalecer sobre los derechos tangibles y concretos que cada individuo posee en lo referente a su identidad lingüística y cultural, identidad personal e intransferible que los poderes públicos han de reconocer, respetar, garantizar y proteger, en vez de ignorar, orillar o vulnerar, como viene haciendo pertinazmente el nacionalismo pujolista.
Es imposible sentarse a hablar sobre la normativa del uso de las lenguas oficiales en Catalunya si los dos principios mencionados, el de territorialidad y el de primacía de los derechos colectivos, no son abandonados como datos previos por el Govern de CiU y se empieza a hablar desde cero, es decir, se vuelve a poner sobre el tapete la inmersión lingüística generalizada y obligatoria en el sistema educativo con su secuela vejatoria de la atención individualizada, las publicaciones de la Generalitat, la información al ciudadano por parte de las administraciones, las subvenciones a actividades culturales o sociales, y todos aquellos ámbitos en los que la cooficialidad de castellano y catalán ha de ser una realidad natural y sin cortapisas.
Si en la primera reunión de la ponencia conjunta, el grupo de la mayoría se empecina en imponer sus fundamentos doctrinales básicos sobre la cuestión lingüística, este encuentro inaugural ha de ser, por lo menos en lo que afecta al PP, el último, porque tal como afirmara lúcidamente Friedrich en el fragor de la Segunda Guerra Mundial, cuando nos demandan un acuerdo sobre lo fundamental nos invitan a dar un primer paso hacia el totalitarismo.
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