Citas extraídas de este libro:
"La práctica política española en las postrimerías de la Década
Moderada guarda grandes similitudes con la francesa previa a la
revolución de 1848. La falta de distinción clara entre negocios y
política había encontrado un terreno abonado en un régimen político
y en un modelo de desarrollo económico cerrado y focalizado en el
Estado, que coadyuvaba a la creciente división interna de los grupos
con acceso al poder. En un mercado estrecho, fuertemente determinado
por la acción estatal tanto en lo político como en lo económico, la
constricción de la libre concurrencia tuvo como resultado la
atomización creciente de los intereses y la consiguiente disolución
interna de cualquier formación política amplia. Un proceso que
afectó especialmente al Partido Moderado que, en sus orígenes, era
ya una formación política muy heterogénea y escasamente cohesionada.
El encogimiento del juego político, crecientemente agudizado,
alcanzó en esos años el extremo de que ninguna" (desde "Isabel II:
Una biografía (1830-1904)" de Isabel Burdiel)
"No hay duda, en primer lugar, de la gran autoridad moral de María
Cristina sobre su hija. El propio Bravo Murillo, escribió sobre su
experiencia en el trato con ambas reinas: «El gran talento, la suma
perspicacia y la larga experiencia de la reina Cristina, la sugerían
medios suaves e indirectos para, sin suscitar en su excelsa hija
celos de autoridad y poder, antes bien, haciendo nacer en ella los
pensamientos que deseaba hacer prevalecer, conseguir que
efectivamente prevaleciesen»[19]. Más allá de las críticas, a menudo
sangrientas, de que fue objeto por su vida privada y política, la
generalidad de los comentaristas de la época, incluidos sus
enemigos, reconocían en María Cristina un talento superior y una
experiencia y sagacidad política considerables, cegados tan sólo por
una avaricia prácticamente sin límites. Aquel talento, y sus amplias
conexiones políticas, la convertían en un punto de referencia
inestimable (o inexcusable) para la totalidad de la familia real y
muy especialmente para la reina Isabel que, por su juventud y
relativa inexperiencia, carecía aún de un círculo personal tan
sólido y bien informado como el de su madre." (desde "Isabel II: Una
biografía (1830-1904)" de Isabel Burdiel)
"no puede subestimarse la ambición personal de la reina. Es cierto
que Isabel II, que contaba por entonces con poco más de veinte años,
parecía estar dedicada casi exclusivamente a sus propios placeres,
mostraba un escasísimo sentido del deber y una nula preparación y
afición por las obligaciones políticas. Sin embargo, desde muy
pronto demostró ser adicta al poder. Un poder concebido, sobre todo,
en términos de representación constante de una situación de
privilegio e irresponsabilidad, de imposición de su voluntad en
detalles frecuentemente nimios que podían oscilar entre una
generosidad cercana al despilfarro y una absoluta falta de
consideración por la situación de las personas que la rodeaban.
Socarrona, extremadamente indolente, ingeniosa y prepotente a la
hora de ridiculizar a sus más allegados, podía hacer esperar horas a
los ministros para despachar con ellos, a la nobleza para comenzar
un baile o una representación musical, a las tropas para revisar una
parada." (desde "Isabel II: Una biografía (1830-1904)" de Isabel
Burdiel)
"Al final de su vida, reconoció ante Benito Pérez Galdós que su
conocimiento de lo que ella llamaba «el arte de gobierno
constitucional y todas esas cosas» había sido siempre muy somero y
continuamente oscurecido por los intereses contrapuestos de las
personas de su entorno. De su conversación con ella, el novelista
concluyó que jamás penetró en su mente, y en su forma de concebir su
poder, la idea de Estado: «Entró, sí, la realeza, idea fácilmente
adquirida en la propia cuna; pero el Estado, el invisible ser
político de la nación [...] rondaba el entendimiento de su majestad
sin decidirse a entrar en él»[21]." (desde "Isabel II: Una biografía
(1830-1904)" de Isabel Burdiel)
"Frente a la regia frialdad y contención de su madre —conocida por
su capacidad para permanecer impasible ante los sucesos más graves—,
Isabel II se quejaba y lloraba públicamente como una adolescente o
una dama ofendida ante las menores contrariedades, y a lo largo de
los años convirtió en costumbre despedir a sus ministros envuelta en
lágrimas tras haberlos engañado con falsas protestas de afecto y
perenne lealtad. Su narcisismo extremado, probablemente más
determinante que su carácter escasamente rencoroso, le hizo pensar
siempre que todo sería, por todos, finalmente olvidado y perdonado.
De la misma forma, y en lo relativo a su conocida vida amorosa
extramatrimonial, la conciencia de su poder (y la amplia tolerancia
de su entorno) explica su desdén por el fingimiento, clásicamente
definido como el homenaje que el vicio paga a la virtud." (desde
"Isabel II: Una biografía (1830-1904)" de Isabel Burdiel)
"la defensa de la Iglesia católica y la dignidad de la Corona. A
estas dos ideas —sustentadas por la tradicional representación de la
nación española como esencialmente católica y monárquica— subordinó
toda su actuación." (desde "Isabel II: Una biografía (1830-1904)" de
Isabel Burdiel)
"Con las Cortes cerradas y la prensa sujeta a una censura creciente,
sin medios para fiscalizar la actuación del Gobierno, la oposición
de moderados, progresistas y demócratas encontró un terreno común de
crítica en el agio rampante y consentido, en las concesiones
estatales realizadas sin ninguna garantía de transparencia, o en
leyes tan arbitrarias como la de Cajas de Ahorros y Montes de
Piedad, pensada exclusivamente para allegar fondos a las extintas
arcas del Estado a costa de la seguridad de los depósitos. La
implicación de la familia real y de su entorno, así como de miembros
del Gobierno en muchos de esos oscuros negocios, se convirtió en
materia de discusión abierta. Entre ellos, destacaron los relativos
al arreglo de la deuda pública, que, en condiciones de acceso
privilegiado a la información, favorecieron a quienes especulaban
desde hacía tiempo con ella, como por ejemplo Nazario Carriquiri y
el marqués de Gaviria, miembros de la camarilla de María Cristina,
cuyo marido y el hermano de éste, el conde Retamoso, eran
importantes acreedores del Estado. En el mismo sentido, causó
escándalo que el Estado comprara el ferrocarril de Langreo a una
empresa deficitaria propiedad de Juan Grimaldi, muy ligado también a
María Cristina y Muñoz. El duque de Parma, por su parte, recibió
importantes sumas de dinero en concepto de «atrasos»; las obras del
puerto de Barcelona fueron otorgadas sin subasta a conocidos amigos
de la familia política de la reina madre; su cuñado Retamoso, junto
con Grimaldi y Riánsares, participaron privilegiadamente en las
obras de canalización del Ebro; y la propia María Cristina, junto
con Carriquiri, hizo lo propio en la construcción del puerto de
Valencia, entre otros casos[40]." (desde "Isabel II: Una biografía
(1830-1904)" de Isabel Burdiel)
"Sin embargo, el abuso de poder, como escribe Fernández de los Ríos,
había producido «en la camarilla palaciega, instrumento de la
reacción teocrático-absolutista, un verdadero vértigo, nada la
contenía, a riesgo de desacreditar al trono»[44]. En un sentido
similar se pronunciaba The Times: Todos los hombres de importancia
en política están en contra de la extraordinaria y destructora
política de la Corte [...] El Palacio es la escena de intrigas entre
Cristina, Muñoz y sus criaturas; lo que sólo puede compararse a los
escandalosos excesos de Godoy. La misma Reina ha estado más de una
vez a punto de destruir la Carta Constitucional que es su mejor
título para el trono, y la casa de Borbón parece tan sólo prolongar
su existencia en España para mostrar al mundo la degradación de una
raza de reyes[45]. Más allá de la retórica clásica de los escritores
demócratas y progresistas de la época, y de los intereses británicos
en la política española, no hay duda de que las soluciones pensadas
desde el ministerio Lersundi para poner fin al aluvión de críticas
que le acosaban a él y a la Corona demuestran un empecinamiento
cercano al vértigo. Más aún cuando, como escribió Turgot, las cosas
podrían haberse reconducido sin grandes problemas porque «la gente
respetable [sólo] quiere un gobierno moderado [...] que le asegure
contra un golpe de Estado y un ciego favoritismo»[46]." (desde
"Isabel II: Una biografía (1830-1904)" de Isabel Burdiel).
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