[Erving Goffman]
Selección natural entre bastidores
ENRIQUE GIL CALVO
Este fin de curso hay dos obsesiones masivas que alteran los nervios a nuestros hijos. Por un lado, los exámenes, donde se juegan su futuro, como la selectividad: el rito de paso que les promete ocupar plazas de clase media. Y por otro, el programa Gran Hermano, que ha trastocado el vigente ranking de distribución de audencias entre las grandes cadenas. Los consumidores preferentes de este nuevo concurso audiovisial son los estudiantes, las chicas especialmente, que han de votar en plebiscito su candidato predilecto al papel de hermanito mayor ideal. De ahí que las concursantes descartadas tiendan a ser las mujeres, y que el ganador parezca predestinado a ser un chico, como ha ocurrido en Alemania, reforzándose así una definición de la realidad basada en el complejo de supremacía masculina. Pero esto no es nuevo, como tampoco lo es la estructura formal del concurso, cuya lógica se basa en el viejo juego infantil de las sillas, que han de ser asaltadas por más jugadores que puestos vacíos. El paralelo con la selectividad resulta transparente, aunque aquí la destreza se demuestra no asaltando plazas, sino exhibiendo mayor simpatía natural espontánea. Y esto parece revelar la verdadera naturaleza de nuestra cultura pública.
Los comentaristas se suelen fijar en dos rasgos del programa que se toman como sus ingredientes más obvios. Por una parte se subraya la búsqueda de verdadero realismo, cansados los espectadores de tanta ficción de pacotilla. Y por la otra se denuncia el dispositivo panóptico de transparencia y control, tan caro a Foucault, que permite a los espectadores vigilar y castigar a los concursantes. Bien, todo esto es verdad, pero hay algo más. En mi opinión, su éxito se debe a que explota la ambivalente doblez que es inherente al trato humano. Al relacionarnos con los demás, todos tenemos dos caras: la que ponemos en público y la que ocultamos en la intimidad. Pues bien, si la mayor parte de la televisión muestra la cara presentable en sociedad, este tipo de programas busca revelar la cara que nunca presentaríamos al público, jugando con la contradicción entre ambas. Y para comprenderlo, nada mejor que recurrir al modelo dramatúrgico que propuso Erving Goffman, el último maestro de la escuela de sociología de Chicago. Para este autor (según expuso en su obra La presentación de la persona en la vida cotidiana, 1969), todo espacio de interacción se divide en dos regiones distintas. De un lado, la fachada, proscenio (front) o región anterior del escenario, donde representamos papeles ante los demás. Y al otro lado del telón, el trasfondo (backstage), retaguardia o trastienda, que es la región posterior situada entre bastidores y tras las bambalinas, donde nos resguardamos para sentirnos seguros y ocultos, a salvo de la vista de los demás. En la boca del escenario estamos en guardia y hacemos teatro, interpretando personajes convencionales o sobreactuados. En cambio, tras el telón, somos nosotros mismos, dejando de actuar y comportándonos con espontánea naturalidad.
Pues bien, como han señalado diversos teóricos del medio audiovisual (véase John B. Thompson, Los 'media' y la modernidad, Paidós, 1998), nada mejor que la pantalla de la televisión para mostrar esa frontera de Goffman que separa las dos regiones del escenario: los bustos parlantes y sus invitados actúan dando la cara en el front, a este lado de la pantalla que mira al espectador, mientras los guionistas, productores, tramoyistas y demás personal técnico permanecen invisibles en el backstage. Sin embargo, muy pronto los profesionales del medio advirtieron lo forzado de esa rígida separación y, aprendiendo sobre la marcha de la propia experiencia, comenzaron a improvisar procedimientos para cruzar la frontera, invitando a los espectadores a mirar dentro del backstage. Así fue como en los telediarios, por ejemplo, el forillo neutro del fondo fue sustituido por un cristal transparente que dejaba percibir todo el barullo y el bullicio de la redacción. Y en este sentido, el mayor avance hasta la fecha ha sido precisamente el Big Brother: invento donde los actores del espectáculo interpretan su papel no en el front del escenario, sino justo en su backstage, tratando de comportarse ante las cámaras como si éstas no existieran a fin de que el espectador crea sorprender en directo el fluir mismo de la libre espontaneidad natural, no adulterada por ningún teatro artificial.
Ahora bien, la microsociología de Goffman demuestra que tan ficticio y desnaturalizado es el comportamiento de fachada que se exhibe en el escenario como el aparentemente espontáneo que se improvisa en la intimidad, cuando se cree estar a salvo de todas las miradas, pues también aquí se comporta uno con rituales interiorizados, que implican la representación de la propia identidad. Y esto es, en definitiva, lo que se descubre y se revela contemplando programas como Gran Hermano: que tan falsa y falaz es la premeditada puesta en escena de un yo artificial como la presuntamente natural y espontánea representación del auténtico yo personal.
Sin embargo, los espectadores pican el anzuelo, tomando la tramoya por auténtica pese a su evidente artificiosidad. ¿A qué se debe este efecto de ficticia verdad? Probablemente, a la división del escenario en dos regiones contradictorias entre sí: es la técnica del encierro la que, al separar a los concursantes de la vida pública exterior (el front), crea la apariencia de que allí debería de haber verdadera vida íntima interior (el backstage).
Eso hace al Big Brother una metáfora del buen salvaje de Rosseau, pues, al estar aislados de la artificiosa sociedad, sus habitantes semejan ser especímenes de la naturaleza: ingenuos e inocentes, en tanto que silvestres y no domesticados. De ahí la malsana curiosidad con que los espectadores los observan, mirándoles como si fuesen cobayas humanos, orangutanes de zoológico o chimpancés de laboratorio, a los que se investiga a través de los barrotes registrando su historia natural.
En suma, los estudiantes españoles estudian el Gran Hermano para aprender etología humana como si se tratase de un manual de autoayuda o de un documental (algo más interesante que el COU, en todo caso), a fin de experimentar en cabeza ajena el callejón sin salida (doble vínculo) que implica tener que fingir en escena una auténtica espontaneidad natural.
Pero esta obsesión por las aparencias es algo atávico, pues la cultura pública española está predispuesta desde hace siglos a interpretar la realidad según la metáfora del teatro (hoy, la televisión), que divide a la gente en sus dos papeles contrapuestos de actor y de personaje.
Aquí conviene recordar que Goffman fue un judío de origen humilde que logró introducirse en la alta sociedad de los gentiles: de ahí su obsesión por investigar la escisión entre apariencia social e identidad personal. Pues bien, si creemos a Américo Castro, toda la cultura española se fundó en este juego de espejos que ponía en escena el dualismo de la doble identidad entre el ser y el parecer. De ahí la obsesión del gran inquisidor por vigilar la limpieza de sangre de los cristianos nuevos descendientes de judíos o moriscos, lo que obligaba a confesar en público hasta los rituales corporales más íntimos, como hacen hoy los consursantes del Gran Hermano.
Por eso, después la España cortesana del Barroco se erigió como una sociedad del espectáculo según la lógica del Theatrum mundi, tal como ha recordado J. M. González García en su libro Metáforas del poder (Alianza, 1998). Luego, tras la caída del Antiguo Régimen, tanto el siglo XIX, liberal-conservador, como el XX, dictatorial, se edificaron según la contraposición, denunciada por Ortega, entre la España oficial, de solemne fachada jurídica, y la España real, de corrupta arbitrariedad clientelar.
Se trata, pues, de la misma dualidad goffmaniana que contrapone el escenario público frente a la trastienda clandestina, oculta en la penumbra. De ahí la obsesión popular por introducirse entre los bastidores del poder, espiando los arreglos bajo el tapete y los pasteleos que se cuecen en la oscuridad: así se hizo la transición a la democracia y así se ha desenvuelto ésta, con flagrantes contradicciones entre una fachada impecable y una trastienda de patrimonialización y abusos de poder. ¿Y qué decir, por ejemplo, del próximo congreso socialista, que también se anuncia como una suerte de concurso televisivo donde habrán de ganar los candidatos que mejor se desenvuelvan en una sorda lucha por el poder entre bastidores? Esta doblez de la realidad social es el filón que explota el Gran Hermano, como trasparente metáfora de nuestra sociedad civil.
El País (Madrid), Viernes 23 junio 2000 - Nº 1512
¡ OCVLUM TERTIVM ! (El tercer ojo... LA CÁMARA)
Hace 4 años
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