BELEN/TESTIGO DIRECTO La piadosa Navidad del «zar»
El ex presidente ruso, contento y aparentemente rebosante de salud, asistió a la misa de la Navidad ortodoxa en la ciudad santa junto a su mujer y su hija
RAMY WURGAFT
Los ojos caucásicos de Boris Yeltsin contemplan el paisaje invernal de Belén con serena satisfacción. El ex presidente ruso padece múltiples achaques, pero en su visita a la ciudad natal de Jesús, se le ve contento y rebosante de salud. Mientras que los demás peregrinos estornudan, Yeltsin se detiene en la explanada de la basílica de la Natividad y pide al guía que le explique algo acerca de la estructura del templo. Una lluvia finísima moja el pavimento, en el que se reflejan las camionetas de la policía palestina, los árboles de Navidad y la rotunda figura del ex presidente con su sempiterna sonrisa. Su anfitrión, el presidente palestino, Yasir Arafat, se suena disimuladamente la nariz.
¡Bonita hora ha elegido Boris Nicolayevich para interesarse por la arquitectura de Tierra Santa! Satisfecha la curiosidad del huésped, la comitiva vuelve a ponerse en marcha.
Acompañan a Yeltsin en este peregrinaje el patriarca de todas las iglesias ortodoxas, Alexis II, y una procesión de acólitos con hábitos negros o blancos, dependiendo de su rango. También ha venido el encargado de sus libaciones: el enigmático individuo que recoge las copas que escancia Boris Nicolayevich cada vez que brinda por algo. Y ocasiones para brindar han sobrado en la visita que hace a Tierra Santa, con motivo de la Navidad ortodoxa. «!Nasdarovia [salud]!» brama su voz, indiferente al desconcierto de sus anfitriones, los circunspectos gobernantes de Israel y Palestina.
Volvamos a Belén, donde los monaguillos balancean el pebetero o hacen repicar las campanillas mientras Teodoro, archidiácono de Jerusalén, levanta una imponente cruz con engastes de perlas. Naina, la esposa de Yeltsin, y Tatiana, su hija, se inclinan con humildad, gesto que han repetido miles de veces desde que llegaron.
El cielo encapotado hace juego con el retablo de iconografía eslava que atraviesa, ceremonioso, la explanada de la Natividad. Los mercaderes de Belén se asoman frotándose las manos o portando unas humeantes tacitas de café. ¡Qué no darían los reporteros y el centenar de agentes palestinos que resguardan la comitiva por un buen cafelito con cardamomo!
Boris Yeltsin se mantiene hermético dentro del adusto chaquetón, igual a los chaquetones que vestían los jerarcas soviéticos para asistir a los desfiles en la Plaza Roja. Los niños betlenitas le observan con un toque de respeto por su estatura, que aventaja a la mayoría de sus guardaespaldas y por esa rubicundez que le asemeja a un robusto Papá Noel de las estepa siberiana. Vaya a saberse en qué piensa el ex gobernante cuando traspone el umbral centenario de la Iglesia de la Natividad.
Los monjes se persignan y se ponen de hinojos ante el habitáculo donde la tradición sitúa el pesebre del niño Jesús.
A Boris Yeltsin se le atragantan las lágrimas, él también quiere arrodillarse, palpar la venerable losa... Pero todos los achaques se le vienen encima justo en ese momento. Qué bochorno. Por fin, uno de los guardaespaldas le presta el brazo al anciano prematuro que no es capaz de voltear la cabeza sin hacer girar todo el torso.
Comienza la misa. Los popes entonan un himno con esas voces abovedadas a las que unen sus voces temperadas las devotas esposa e hija de Yeltsin.
Es imposible quitar los ojos de estas dos mujeres con el pelo recogido en sendos pañuelos, las manos amarradas al rosario. Tan representativas de la fisonomía y del espíritu rusos que se extiende por la basílica como un raro perfume en que se mezclan el incienso y el olor a bosque.
Escena de Tolstoi
A veces no hay mejor descripción que la de lugar común: la escena que se presencia en el templo parece arrancada de las novelas de Tolstoi. Hasta la silueta de Boris Yeltsin se transfigura durante la misa, que se prolonga hasta el mediodía.
El archidiácono vuelve a alzar la cruz. Callan las voces del coro. Los responsables de la agenda de Yeltsin hacen gestos de impaciencia. Se acerca la hora de almuerzo y el jefe se irrita cuando la comida no se le sirve con puntualidad.«El señor presidente es temperamental como todo los rusos», dice Vasili, uno de asesores de prensa. «Un devoto de la religión y un devoto de la buena mesa».
EL MUNDO --------------------------------------------------------------------------ULTIMA Sábado, 8 de enero de 2000
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