Jean-François Revel y Matthieu Ricard .
"El Monje y el Filósofo".
Ediciones Urano.
Barcelona, 1998.
info@edicionesurano.com
Pp. 326.
{pag. 56 a 61}
(...)
J.F. - Sí, pero ¿esta conciencia clara tiene un objeto?
M. - No, es un estado de pura lucidez sin objeto. Por lo general, esta conciencia pura se halla asociada a la percepción de un objeto, y por eso no la reconocemos. Está próxima a nosotros, pero no la vemos. Sólo aprehendemos la conciencia calificada por su objeto. No obstante, es posible experimentar de manera directa esta pura presencia lúcida dejando que los conceptos, los recuerdos y las expectativas se desvanezcan en la vacuidad luminosa de la mente a medida que se van formando. Al principio, y a fin de calmar la mente, uno se entrena con la concentración llamada «en un solo punto», que toma como apoyo un objeto exterior, una imagen de Buda por ejemplo, o un objeto interior, una idea como la compasión o una imagen visualizada. Pero a continuación se llega a un estado de ecuanimidad a la vez transparente, claro y lúcido, en el que la dicotomía del sujeto y del objeto ya no existe. Cuando de rato en rato surge algún pensamiento en el seno de esta presencia lúcida, se deshace por sí mismo sin dejar huellas, como el pájaro que no deja surco alguno en el cielo. Pero no basta con intentar detener unos instantes la corriente de los pensamientos, como lo había hecho William James. Eso exige un entrenamiento personal que puede durar años.
Entre los numerosos sabios que han consagrado su vida a la contemplación, como mi maestro espiritual Khyentsé Rimpoché, que se pasó diecisiete años retirado en las grutas y ermitas de las montañas, hay algunos que han logrado un dominio excepcional de la mente. ¿Cómo dar fe a sus testimonios? Indirectamente. juzgando todos los aspectos de su persona. No hay humo sin fuego. Me pasé veinte años viviendo cerca de algunos de estos maestros que afirman que existe una conciencia inmaterial y que es concebible percibir la corriente de la conciencia de otro ser. Son personas a las que nunca he oído mentir, que jamás han engañado a nadie y en las que nunca he descubierto la menor palabra, acción o pensamiento perjudicial para el prójimo. Creerles resulta, pues, más razonable que llegar a la conclusión de que están bromeando. Del mismo modo, cuando Buda dice que la muerte no es sino una etapa de la vida y que la conciencia continúa después de la muerte, nosotros mismos no tenemos la facultad de percibir esta conciencia, pero dado que todos los discursos verificables y las enseñanzas de Buda parecen verídicos y razonables, es más probable que esté diciendo la verdad que lo contrario. El objetivo de Buda era iluminar a los seres, no hacer que se extravíen; ayudarlos a salir de sus tormentos, no sumirlos en ellos.
J.F. - Digas lo que digas, es una cuestión de confianza más que una prueba.
M. - Según el budismo, hay tres criterios que permiten considerar válida una afirmación: la verificación por la experiencia directa, la deducción irrefutable y el testimonio digno de confianza. En este caso se trata, pues, de la tercera categoría. Pero volvamos a esos maestros tibetanos que identifican la corriente de la conciencia de un sabio difunto como Khyentsé Rimpoché. Esta identificación, que proviene de experiencias meditativas, les permite decir en qué ser se ha prolongado la conciencia del maestro difunto, tal Y como podría decirse -si en el cristianismo existiera algo parecido- que la influencia espiritual de san Francisco de Asís se ha prolongado en tal o cual niño.
J.F. - Sí, pero yo conozco a sacerdotes, o laicos, que tienen todas las cualidades morales que acabas de describir y creen en los milagros de Lourdes o en las apariciones de Nuestra Señora de Fátima en Portugal, que yo mismo considero simples fantasmagorías. Alguien puede muy bien ser perfectamente sincero o no haber in~entado engañar nunca a nadie, y hacerse él mismo ilusiones.
M. - En el caso del que te estoy hablando no se trata de acontecimientos milagrosos, sino de experiencias interiores vividas por numerosos maestros al hilo de los siglos; es diferente.
J.F. - ¡Ah, no! ¡Alguien que pretende haber sido testigo de un milagro en Lourdes no está planteando una cuestión de interpretación! Está persuadido de hallarse en presencia de un hecho. Y además puede actuar con la mayor sinceridad del mundo, unida a las más grandes cualidades morales, y no querer engañarte en absoluto.
M. - Pero volvamos al caso concreto de Khyentsé Rimpoché. Uno de sus discípulos y compañeros más próximos, un maestro espiritual que vive en las montañas, a doscientos kilómetros de Katmandú, nos envió una carta contándonos que en el curso de unos sueños y visiones que surgieron claramente en su mente había recibido indicaciones precisas sobre los nombres del padre y la madre de la encarnación de Khyentsé Rimpoché, y sobre el lugar donde deberíamos buscarlo.
J.F. - ¿Y se tienen pruebas de que él no podía saber los nombres de los padres del recién nacido pese a haberlos transmitido con total exactitud?
M. - No tenía ninguna razón para conocer los nombres personales del padre y de la madre. De hecho, el padre del niño es un lama conocido sólo por su título. Nadie, en la sociedad tibetana, se dirige a él o a su esposa utilizando sus apellidos. En cuanto a la exactitud de los nombres, yo estaba presente cuando entregaron esa carta al abad de nuestro monasterio y participé en su primera lectura. En fin, es preciso comprender que el maestro en cuestión buscaba la reencarnación de su propio maestro, es decir, a la persona que él respeta más que nada en el mundo. El objetivo no era encontrar a un sustituto cualquiera para ocupar el trono del mo nasterio, sino identificar la continuación espiritual de un sabio esperando que adquiera cualidades que le permitan ayudar a otros seres, como su predecesor.
J.F. - Pues bien, para concluir este diálogo centrado en la cuestión de saber si el budismo es una religión o una filosofía, diré que hay un poco de las dos. Es verdad que hay un elemento de fe. Pues aunque se suscriban las explicaciones que acabas de dar -y debo decir que a mí, personalmente, no me convencen-, lo cierto es que existe un elemento de fe, de confianza, en ciertos individuos y en sus testimonios, lo cual, tendrás que admitirlo, no pertenece al ámbito de la demostración racional.
M. - Sin duda, pero no se trata de una fe ciega, y encuentro mucho más difícil aceptar afirmaciones dogmáticas que testimonios basados en la experiencia y en la realización espirituales.
J.F. - ¡Ah, eso por descontado!
M. - De hecho, en la vida cotidiana estamos continuamente impregnados de ideas y creencias que consideramos verdaderas porque reconocemos la competencia de quienes nos las transmiten. ellos saben de qué hablan, la cosa funciona, de modo que ha de ser cierto. De ahí la confianza. Sin embargo, la mayoría de nosotros seríamos absolutamente incapaces de demostrar las verdades científicas por nosotros mismos. Muy a menudo, además, estas creencias, como la del átomo concebido como una pequeña partícula sólida que gira alrededor de un núcleo, siguen impregnando la mentalidad de la gente mucho después de que los mismos científicos las hayan abandonado. Estamos dispuestos a creer lo que nos dicen siempre que se corresponda con una visión del mundo aceptada, y se considera sospechoso todo cuanto no se corresponda con ella. En el caso de la aproximación contemplativa, la duda que muchos de nuestros contemporáneos tienen con respecto a ciertas verdades espirituales se debe a que no las han puesto en práctica. Muchas cosas son calificadas así de sobrenaturales hasta el día en que se comprende cómo se producen, o hasta el día en que se experirnentan. Como decía Cicerón: «Lo que no puede producirse no se ha producido nunca, y lo que puede producirse no es un milagro».
J.F. - Pero vuelvo al hecho de que en los acontecimientos de los que hablabas hay un elemento de fe irracional.
M. - Sería más justo hablar de un elemento de confianza fundada en todo un haz de elementos observables. Tras haber vivido numerosos años en companía de esos maestros, una de las enseñanzas más valiosas que me han quedado es la de que ellos mismos están en perfecta armonía con lo que enseñan. Me has citado la experiencia mística de algunos sacerdotes. Sin duda ha habido sabios muy grandes en el cristianismo, tales como San Francisco de Asís, pero no creo que cada sacerdote o cada monje, aunque sea un practicante íntegro y sincero, alcance la perfección espiritual. En el Tíbet, el veinte por ciento de la población ha recibido las órdenes, y se dice que entre todos esos practicantes sólo una treintena de sabios han alcanzado esta perfección espiritual en el curso del presente siglo. Es, pues, juzgando globalmente su modo de ser como se llega a la conclusión de que esos sabios saben de qué hablan cuando transmiten indicaciones que permiten reconocer a un sucesor espiritual. ¿Por qué habrían de engañar? La mayoría viven como ermitaños, no intentan convencer a nadie ni ponerse en evidencia. Además, para mostrar hasta qué punto el budismo condena la impostura, añadiré que una de las cuatro grandes faltas contra la regla monástica consiste en pretender haber alcanzado un nivel espiritual elevado, cualquiera que éste sea. Ahora bien, resulta que el sabio que reconoció a Khyentsé Rimpoché en el recién nacido es uno de los exponentes más ejemplares del linaje monástico. Ha ordenado a miles de monjes y no se permitiría otorgar esas órdenes si él mismo hubiera quebrantado sus votos. Puede muy bien pensarse, por lo tanto, que ha comunicado sus visiones con plena sinceridad y conocimiento de causa, a fin de reencontrarse con su propio maestro espiritual.
J. F. - ¡No pongo en duda su sinceridad! Sólo intento sacar a la luz el fenómeno de la autoconvicción. Es un fenómeno muy conocido que se da en otros ámbitos. Mucha gente se ha autoconvenci do de la validez del comunismo o del nazismo, y muchas veces de manera totalmente desinteresada. ¡Si los grandes sistemas totalitarios -con los que no comparo en absoluto al budismo, que es exactamente lo contrario estoy hablando únicamente desde la perspectiva de la autoconvicción- sólo hubieran sido defendidos por imbéciles y crápulas, no habrían durado ni cinco minutos! El drama es que ha habido gente de inteligencia superior, grandes sabios como Frédéric Joliot-Curie o incluso Albert Einstein, que despues de la segunda guerra mundial se hicieron comunistas o compañeros de viaje del comunismo. Otros se entregaron a él, le sacrificaron su vida y renunciaron a su fortuna y a su afectividad personal. Vemos, pues, que el problema de la sinceridad absoluta de la persona que cree en algo no ha constituido jamás una prueba. Esta comprobación mantiene intacto un componente del budismo que para mí -representante de una tradición racionalista occidental- sigue perteneciendo al ámbito de la creencia religiosa no verificable rnás que al de la filosofía, al de la sabiduría racional.
M. - Creo que en nuestro próximo diálogo, cuando hablemos de las relaciones entre el cuerpo y la mente, aparecerán una serie de puntos que llevarán -al menos eso espero- el agua a mi molino.
J. F. - Es todo lo que deseo.
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