Enviado: martes, 10 de enero de 2006 22:55
EN EL NOMBRE DEL OTRO
Finkielkraut: el nuevo antisemitismo y la muerte de Europa
Por Lucrecio
Nada está más presente en la prensa francesa de los últimos años. Nada, más esencialmente eludido. Al reafirmar, una y otra vez, la irrenunciable lucha contra el antisemitismo, la prensa como el sistema institucional franceses hacen trampa: hablan del antisemitismo pasado, para mejor invisibilizar la peculiaridad del presente. El brevísimo libro de Alain Fienkielkraut es un portazo en la apacible buena conciencia del pensamiento francés contemporáneo.
Y un intento de apuntar lo verdaderamente serio. Que el nuevo antisemitismo tiene componentes que lo diferencian por completo de sus predecesores, del nazi-fascista en particular. Y que este "antisemitismo que viene" está monstruosamente identificado con aquello que Europa exhibe como sus más mitificados valores: el humanitarismo, el antirracismo, el pacifismo, el progresismo de salón en el cual han venido a morir los entusiasmos revolucionarios de hace cuarenta años.
Para que semejante delirio pueda funcionar se precisa una coartada en dos etapas. El desplazamiento semántico, primero, de las viejas fobias sobre un nuevo nombre: sionismo; la asimilación, de inmediato, de ese nombre con una forma universal y particularmente horrenda del racismo: es el paradigma fijado en Durban por la asamblea de las benévolas ONG, que fija el antisionismo como objetivo prioritario de las luchas antirracistas y humanitarias.
Jon Juaristi, en su breve pero pertinente prólogo, recuerda la fórmula de Bebel, "el antisemitismo es el socialismo de los imbéciles". Y concluye que "podría recobrarse esta definición tan exacta para el antisemitismo contemporáneo, siempre que cambiásemos una palabra: el antisionismo es el humanitarismo de los imbéciles". Y, en efecto, lo que más llama la atención en el análisis muy fino que Finkielkraut efectúa de este nuevo antisemitismo que hace estragos, bajo el disfraz apenas creíble del antisionismo, es la interiorización de una pulsión autodestructiva esencial: la que lleva a la mala conciencia europea a asumir como propios los tópicos más delirantes y más inconmensurablemente reaccionarios del Islam de los ulemas y de los asesinatos en masa de infieles.
Si Francia tiene un interés de laboratorio en la gestación de ese nuevo antisemitismo es porque allí todos los elementos se dan en un perfecto solapamiento y ocultación. Los restos, casi arqueológicos, del viejo antisemitismo fascista, representados por una figura política en alza, Le Pen, enrarecen y enmascaran el presente. Histrión ascendido al primer plano de la política francesa merced a la apuesta suicida en favor de su promoción por parte de un François Mitterrand que veía en él un decisivo factor de división electoral de la derecha frencesa.
Mitterrand logró, en efecto, alzarlo sobre una base electoral estable; sólo que esa base se forjó no a costa de los previstos votos de la derecha clásica, sino de los de las periferias obreras tradicionalmente comunistas y, en menor medida, socialistas.
Le Pen es un factor de fuerte confusión. Amenaza, sí. Pero también coartada. Su antisemitismo es violento y primario; pero su propia ranciedad limita sus marcos de expansión social. Paradójicamente, el verdadero peligro antisemita se ha gestado, en estos años, en el ámbito mismo de la reacción humanitarista y antilepeniana. Cuando la prematuramente senil extrema izquierda francesa no halló ya más elemento de combate específico que el de la identificación con los sectores en función de cuyo rechazo había ascendido el Frente Nacional: la inmigración musulmana. Y esa identificación sólo podía cristalizar a través de su único aglutinante político: un antisemitismo exasperado y explícitamente homicida, que se proclamaba a sí mismo, y por encima de todo antiisraelismo y antiamericanismo, más militar aún que militante.
Hay un pasaje terrible en el libro de Finkielkraut. La carta que el autor recibe de una autocomplacida izquierdista que arremete contra los judíos franceses que se manifestaban contra el antisemitismo el 7 de abril de 2002:
"He tenido que ver a la policía –escribe la escandalizada y humanitaria interlocutora–registrar a las personas que querían romper el cortejo de banderas israelíes que jóvenes excitados con kipas azules y blancas enarbolaban, seguros de su santo derecho. En el mismo lugar, un pequeño moraco de apenas diez años gritaba a sus compañeros visiblemente asustados que lo retenían: ¡Si por lo menos tuviera un kalachnikov, ya les enseñaría yo a ésos! Y yo sabía que me sentía más cerca de la verdad de este pequeño desvalido que de todos los jóvenes que triunfaban de autosuficiencia y de pasión despreciativa e ignorante bajo sus kipas blancas y azules".
Finkielkraut sabe –y cualquiera hoy que no quiera cerrar los ojos debería saber– que es infinitamente más horripilante hoy el planteamiento de la humanitaria izquierdista que se conmueve ante el noble deseo musulmán de matar a tiros a los judíos en cualquier parte del mundo –y ello aun cuando lo formule un niño de apenas diez años– que las viejas monsergas racistas y patrioteras de un Le Pen, ya cascajo muerto.
Porque "el pequeño desvalido en cuestión no ha cogido aún el kalashnikov. Según todo pronóstico, él no lo hará y se quedará en estado de provocación verbal. Esta perspectiva, sin embargo, no es verdaderamente tranquilizadora, pues el idioma que oye a su alrededor y que empieza a articular es el idioma del islamismo y no el del progresismo. La lucha de clases no le dice nada, la yihad le fascina. Sus héroes son las figuras religiosas, no los iconos revolucionarios: Saladino más que Espartaco o que el Che Guevara. Vive en otro universal, y lo que le hace rabiar, de ahora en adelante, no es el yugo del capitalismo ni el del imperialismo sobre los proletarios de todos los países, sino la humillación de los musulmanes del mundo entero. Condicionado a padecer a Israel como una carga o un mordisco en la carne del Islam, no es ni siquiera antisionista: allí, aquí, en cualquier lugar, los judíos, a sus ojos y en sus palabras, son judíos y nada más".
La tragedia es que Europa ha consumado ya la transferencia. Incapaz de hacer frente a la oleada letal del islamismo, la izquierda europea se deleita en la identificación con sus verdugos. Hace de la explícita declaración de guerra a muerte contra los infieles, que el yihadismo proclama, un fantástico objeto de autoculpabilización. Ese Otro amenazante no puede ser un monstruo, tiene que ser sólo la voz pura de la justicia que, al fin, castiga nuestras culpas. "El Otro es angelical, el Otro es inocente, y si no lo es, si tiene propósitos infames, si se comporta como enemigo declarado, siempre lo es en legítima defensa; si comete actos reprobables, lo hace por reacción al espíritu de la reacción". Pulsión suicida, literalmente alucinada, que cristaliza en la paradoja que Finkielkraut subraya: "Bautizados que rechazan al cura y militan por el velo islámico en la escuela".
Europa se muere. Lo sabemos desde hace ya algún tiempo. Y está dispuesta a poner el cuello ante quien quiera degollarla: al fin, le da lo mismo. Y a tachar de genocida a todo aquel que ose siquiera tratar de defenderse. Europa se muere. El Islam es sólo su instrumento. Y el nuevo antisemitismo, su síntoma más preciso.
Alain Finkielkraut, En el nombre del Otro. Reflexiones sobre el antisemitismo que viene, Barcelona, Seix Barral, 2005, 64 páginas. Prólogo de Jon Juaristi.
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