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OPINIÓN
domingo 16 de enero de 2000
Calderón para un apuro
Por José Jiménez Lozano
Sin duda alguna, desde Calderón y su tiempo a nosotros hay un trecho histórico considerable, y, como aquél se cuenta, además, entre los habitantes del panteón de las grandes figuras literarias del país, podríamos decir que ello es suficiente para que no nos acerquemos ahora a él, sin pedir audiencia; quiero decir, sin una determinación de lectura, más bien estudiosa. Lo que no nos ocurre, sin embargo, con Cervantes, Lope, o Quevedo. Pero podríamos argumentar también que es el artificio retórico de Calderón, verdaderamente tan llamativo, el que también nos distancia; su prodigiosa retórica con la que nuestros oídos parece que son ya difíciles de seducir, y a veces el insistente hipérbaton nos produce un efecto más bien cómico, como cuando el adverbio «no» está a mil leguas del verbo que niega. En los tiempos siguientes, los engolados y pedantes estructurarían así sus frases, y nosotros no somos ya inocentes oyendo a Calderón. Y Calderón tiene aun otro «handicap»; el de que, en su teatro, aunque no se expresen conceptos filosóficos o teológicos, sino la cotidianidad del vivir, se echa mano de la forma de ergotizar escolástica, que exige siquiera una pequeña familiaridad para ser entendida, y, de todos modos también tiene para nuestros oídos un sentido jocoso, porque saineteros y humoristas han puesto en solfa igualmente ese modo de hablar, también de pedantes dieciochescos o hasta de gentes populares sentenciosas y pretenciosas.
Y no digamos ya las dificultades o las distancias que toma o nos obliga a tomar el Calderón de los Autos Sacramentales, en los que la expresión teologico-escolástica, rayana a veces en la jerigonza, y que, en cualquier caso, resulta conceptuosa, está vertida en símbolos, comparaciones e imágenes sumamente complejas, nada inmediatas por lo menos, y que tampoco debieron de serlo para las gentes de su tiempo, si juzgamos las cosas por lo que sabemos a ciencia cierta de la menesterosidad cultural religiosa de aquel pueblo; lo que no quita para que esos Autos Sacramentales fueran enormemente populares, en razón de la musicalidad de los versos, siempre encantadores de las gentes sencillas, y, desde luego, por los esplendores de su representación, una tramoya, realmente a lo Stephen Spielberg, que arruinó a más de una entidad pública cuando se puso a competir con otras en punto a máquinas que hacían echar fuego a los dragones infernales por la boca, cimbrearse a los ángeles en los aires, o amanecer las Virtudes como el sol amanece en mayo.
Pero, dicho todo esto, enseguida debe también decirse que otras comedias y dramas de Calderón arrastraron grandes públicos, y no sólo a los públicos cortesanos o de élite, y esto, porque, por encima o al margen de todas estas prevenciones que he citado, o de las fascinaciones también apuntadas, Calderón, con sus obras, dio en diana, golpeó en el corazón mismo de la realidad del tiempo, de los pensares y sentires de las gentes de él; y podríamos decir que incluso les impuso hasta su retórica y sus cultismos, que han durado hasta ayer por la mañana; y sólo hay que ver como ergotizan ciertos personajes de Arniches: exactamente como los criados calderonianos por lo menos, cuando no como los mismos hinchados hidalgos.
Entre esas comedias está sin duda, como la primera, «El garrote más bien dado» más conocida inmediatamente como «El alcalde de Zalamea». Hasta no hace tantos años, ciertamente, esta pieza era obligada en «los títeres» populares, en un ámbito en el que las cosas, no tanto en la sociedad como en el imaginario de ella y en los valores populares, y hasta en el lenguaje, no habían cambiado demasiado desde Calderón; y era fácil observar que la misma pieza, representada luego en otro ambiente más refinado o letrado, por la cuota más o menos obligada de teatro clásico que se debía representar, necesitaba muchas más mediaciones que en el ámbito popular para ser entendida por el público. Y pienso que hoy, aunque los cambios sociales y culturales han sido mucho más intensos, funcionarían las cosas del mismo modo. Algunas pruebas se han hecho.
Pero lo que estaba diciendo era que este drama de «El alcalde de Zalamea» -aunque no sólo él, pero mantengamos esta referencia- dio en la herida más honda de aquella sociedad barroca: la del honor y la honra, que también era decir de la casta y su limpieza y resplandor, o de su pérdida y enfangamiento. Y, obviamente, hay otros varios aspectos importantes en la obra, que igualmente tocaban el vivo de los problemas, las preocupaciones, las ideas y sentimientos de aquella sociedad; digamos, por ejemplo, la polaridad del rústico versus oficiales del ejército en papel de hombres de Corte, y asimilados los nobles, o polaridad entre el rústico rico y el hidalgo pobre, con todos los juegos de situaciones, que iban desde lo burlesco a lo patético; el conflicto de jurisdicciones que en el tiempo era problema muy serio, porque ahí también la honra y el honor entraban; el juicio y sentencia de cadí o a usanza islámica, o «more anarchico» que el propio monarca Felipe II preside y dicta, al margen de las leyes vigentes, y según «justicia natural»; el pesimismo barroco por supuesto y etc.
Algunas de estas cuestiones merecerían un contraste pausado -aunque sería excitante realmente- con los mismos asuntos, en la filosofía o la literatura de su tiempo en Europa. Sin ir más allá, esa misma cuestión del honor y de la honra, de la autoridad natural y de la autoridad establecida, pongamos por caso, son los «Tres discursos sobre la condición de los grandes» de Pascal, donde se dice que los honores y autoridades de establecimientos son postizos, pero deben ser respetados en pro de la paz pública, mientras el rústico Pedro Crespo no quiere honra postiza, y afirma que el honor debe enraizarse en la virtud, esto es, ser autoridad natural. O realizar un contraste similar en torno a la vida como sueño en Calderón, y como sueño del sueño que se sueña, y sería tomado por realidad, en Descartes; y desde ahí habría que adentrarse por los propios ecos de Calderón en las literaturas centroeuropeas de entonces y de después. Pero éste es otro asunto.
La honra y el honor, que en otra comedia calderoniana, «Guárdate del agua mansa», puede suplir a la misma fe, porque ésta quedaría integrada a la sangre y a la condición honrada, son ciertamente, como decía, el hondón mismo de la vida española de aquel tiempo, y nos ha conformado luego tal y como los españoles somos; pero también están los otros rasgos del vivir hispánico. Y no cabe duda de que Calderón es lo que es en la cultura europea, porque ha trasteado genialmente las preguntas sobre el vivir y el morir humanos, las de la historia, y las de la naturaleza misma, pero esto no empece naturalmente para que sea un signo de España y uno de ese puñado de hombres cuyo nombre la resumen. Los avatares políticos y culturales pueden hacer olvidar estas cosas, pero hay un «humus» o un «continuum» de la historia, y Calderón, como todo el otro acervo de nuestra cultura, ahí está como para un apuro. Por ejemplo, para el caso en que hubiésemos olvidado cómo somos nosotros mismos, que también es cosa muy española, por cierto.
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