martes, 19 de agosto de 2008

El sable del coracero francés

Noventa y cinco centímetros
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 1 de enero de 2006

En el vestíbulo, bajo un cuadro de una carga de caballería, entre una orden manuscrita y enmarcada del estado mayor del Ejército francés –España, 1809– y un busto de bronce del Emperador, tengo un sable de coracero bruñido e impecable. Repartidos por la casa hay otros sables y espadas, entre ellos un tosco sable de abordaje, un elegante espadín de oficial de marina del siglo XVIII, algún florete, varios sables de caballería decimonónicos y una espada ropera del siglo XVII, con el famoso perrillo grabado en la hoja, que suelo empuñar cuando, metido en ambiente y con novela alatristesca entre manos, necesito imaginar determinadas sensaciones técnicas de mi amigo el capitán.

De todas esas armas blancas, mi favorita es el sable de coracero gabacho, quizá porque es lo menos socialmente correcto que he visto en mi vida: una pesada herramienta de matar, con guarda de bronce y hoja de 95 centímetros de longitud, que sale de la vaina metálica con un sonido escalofriante, de buen acero dispuesto para tajar y degollar desde la silla de un caballo lanzado al galope. Basta mirar el filo para que un incómodo cosquilleo te recorra las ingles y el estómago. Se trata de un arma de guerra desprovista de equívocos, larga y pesada, sin complejos, hecha para ser manejada por un brazo fuerte, que nadie imaginó para lucir en los salones ni pasear con ella al cinto cortejando a las damas.

Pensé en ese sable el otro día, en París, durante mi visita obligada al bronce de don Miguel Ney, el bravo entre los bravos. Cada vez que estoy allí, paseo por el Luxemburgo y subo hasta la Closerie des Lilas para saludar al príncipe del Moskova –visita obligada– mientras releo en la peana de mármol su impresionante currículum militar, desde los primeros combates de la Revolución hasta Waterloo: veinte años de gloria con Bonaparte y un piquete de fusilamiento como fin de trayecto. Pero así son las cosas de la vida; y el mariscal, que era un profesional, se las tomó con la debida sangre fría. Ahora me gusta verlo ahí, la cabeza vuelta de medio lado y la boca abierta, dando órdenes. Aún no existía la tele, así que Ney no posa para el informativo de la noche, ni siquiera para un cuadro de Meissonier, sino que se vuelve gritando a los hombres que lo siguen –lo seguían siempre, al tío–, invisibles en esta mañana civilizada de invierno parisién; pero, si prestamos la debida atención, es posible advertirlos entre las ramas de los árboles y los edificios cercanos, levantándose de sus tumbas, resignados, para congregarse en torno al mariscal como un fiel ejército fantasma. Como los dos viejos granaderos de los que hablaba Heine.

El sable. Quería contarles que Miguel Ney empuña un sable parecido al que tengo en el vestíbulo. Y contemplándolo el otro día, junto al Luxemburgo, me dije que armas como ésa fueron hechas para que las blandieran hombres como él, cuando la guerra no podía hacerse sino cara a cara, de cerca y por derecho, y en un campo de batalla. Cuando para matar había que acercarse al menos hasta noventa y cinco centímetros del otro, el alcance de un sablazo, y allí mirarlo a los ojos, ensuciándose de sangre propia y ajena, antes de tanta mariconada electrónica, tanto apretar botones y tanto monitor de televisión, ahora con todos los generales a salvo mientras el cabo Elmer Martínez y el soldado Mike Sánchez –los que andan por Iraq se llaman así, mientras que en Vietnam eran negros– cascan a punto para el telediario de las tres. Y en efecto: de vuelta al hotel en París, cuando encendí la tele, vi a unos soldados caminando por una calle junto a un vehículo, y de pronto desaparecer todo, calle, soldados, vehículo y gente que miraba, por un zambombazo anónimo dispuesto desde un coche trampa, mientras el que mataba sólo corría el riesgo de morirse de risa, supongo, con su mando a distancia y a medio kilómetro de allí. Y al rato, zapeando, me topé con otro vídeo, esta vez casero: cuatro fulanos encapuchados y un desgraciado sentado en el suelo –un chófer de camión, me parece–, las manos atadas a la espalda, listo para ser degollado a tiempo de aparecer en las ediciones de los periódicos al día siguiente si no se pagaba tal o cual rescate. Etcétera.

Y es que cada siglo tiene las guerras que le cuadran. Quién iba a imaginar que acabaríamos sintiendo nostalgia ante un sable.

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