viernes, 15 de agosto de 2008

Niños españoles

I.
La niña del pelo corto
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 3 de abril de 2005

Además de los perros, me gustan los críos pequeños. Me refiero a los de cuatro, cinco años, o así. Apurando mucho, llego hasta los de siete u ocho. A partir de ahí empiezan a parecerse demasiado a los adultos en que tarde o temprano se convertirán. Deberíamos liquidarlos a esa edad, dice un amigo mío que no destaca por su filantropía. Herodes vio la jugada: habría que despacharlos cuando carecen de currículum y aún no son estúpidos, malvados o peligrosos. Antes de que se desgracien y nos desgracien a todos. Antes de que dejen de ser deliciosos animalitos para convertirse en basura y azote del mundo. Eso es lo que dice mi amigo, que es algo drástico. Yo no llego a ese extremo, pero denme tiempo. Es verdad que a veces me pregunto para qué crecerán. Para qué diablos crecemos.

El caso es que me gusta observar a los críos. Son fascinantes. Como los adultos somos imbéciles, creemos que funcionan sin ton ni son, en plan majareta; pero en realidad actúan y razonan según una lógica rigurosísima de la que sólo ellos poseen la clave. Son metódicos e implacables como un filósofo alemán. Cuando asistes a una discusión entre un niño pequeño y un adulto, al fin descubres, aterrado, que el más consecuente y lúcido siempre es el niño. A veces te miran con una fijeza tan extraordinaria, escrutándote los adentros, que terminas enrojeciendo, inseguro y confuso. Son jueces implacables y honrados; por eso resultan tan tiernos en sus afectos, tan crueles en sus combates, tan cabales en sus sanciones. Son lo que los adultos deberíamos ser un día, o siempre, y al cabo dejamos de ser y ya nunca somos.

Ayer me detuve ante la verja de un colegio infantil. El griterío se oía desde el otro lado de la calle. Era la hora del recreo, y correteaban por el patio los zagales, con sus babis los más pequeños y sus jerséis de pico los mayores. Estuve un rato viéndolos alborotar en corros, reír, pasarse la pelota. Siempre me fijo más en los niños que van por libre; los que juegan solos o vagan a su aire. Me quedo mirando al que camina marcando muy serio el paso militar, como si desfilara, al que desliza pensativo la mano por los barrotes de la reja, a la niña que habla sola mientras hace extraños gestos con las manos, al que corre emitiendo indescifrables sonidos con la boca, al que salta pisando el suelo como si aplastara cosas que sólo él puede ver, y me pregunto qué tendrán en ese momento en la cabeza, a qué ensueño mental, a qué pirueta de su imaginación prodigiosa corresponden aquellas actitudes exteriores que para nosotros, adultos razonables que encerramos en manicomios a quienes hacen eso mismo con unos cuantos años más, constituyen un misterio.

En aquel patio de recreo vi a la niña. Debía de tener cinco o seis años, llevaba el pelo muy corto y estaba sentada en un peldaño de la escalera con un libro ilustrado abierto sobre la falda. Leía con una concentración extraordinaria, ajena al griterío del patio, pasando las páginas enrocada en aquel rincón del mundo, en el refugio que el libro le proporcionaba. No leía con expresión plácida, sino obstinada; baja la cabeza, como si el esfuerzo de mantener a raya el bullicio circundante no fuera fácil. Se diría que aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la conquistaba palmo a palmo, a golpe de voluntad. Enternecedoramente pequeña, sola y orgullosa, con su jersey de pico verde, su falda de cuadros escoceses y sus calcetines arrugados. Deliberadamente ajena a todo. Ella y su libro.

Fue entonces cuando levantó la vista y me vio al otro lado de la verja. Sonreí como un Hermano de la Costa le sonríe a otro, cómplice; pero la niña me miró suspicaz, sin devolver la sonrisa, y comprendí cómo ella realmente me veía: adulto, extraño, intruso, inoportuno. Aquella francotiradora diminuta, deduje, no necesitaba mi presencia, ni mi sonrisa de aliento; estaba lejos de mí y de todos nosotros, en el mundo creado por las páginas de aquel libro y por sus particulares ensueños. Construía un espacio propio, íntimo, en el que mi sonrisa y yo estábamos de más. Así lo demostró bajando de nuevo la vista, ignorándome con el resto del universo hostil que ese libro mantenía a raya página tras página. Y mientras me apartaba con sigiloso respeto de la verja, pensé: Herodes se equivocó. Quizá ella se salve un día. Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo que somos.

II.
El niño del tren
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 18 de septiembre de 2005

Era un niño cualquiera. Subió al tren en Valencia, el otro día, acompañado por su madre. La señora dijo buenas tardes, lo dejó sentado en su asiento y le hizo algunas recomendaciones en voz baja. Después, antes de salir del vagón, nos dirigió una sonrisa a quienes estábamos sentados cerca: un señor en el asiento contiguo y yo al otro lado del pasillo. Una de esas sonrisas que no piden nada, pero que a cualquier persona decente la comprometen más que una recomendación o un ruego. Al quedarse solo, el niño sacó un tebeo de Mortadelo de la mochililla que llevaba, y se puso a leerlo. Con disimulo, eché un vistazo. El zagal debía de tener nueve o diez años. Sentado no tocaba el suelo del vagón con los pies. Era, como digo, un niño cualquiera, de infantería. La diferencia con la mayor parte de sus congéneres estaba en el aspecto e indumentaria: en vez de lucir la habitual camiseta desgarbada, los calzones, las chanclas y la gorra opcional de rapero enano, comunes entre los jenares de su edad y su especie –cosa lógica, por otra parte, cuando los padres visten así–, iba bien peinado, con su raya y todo, llevaba la cara lavada y vestía una camisa azul claro, un pantalón corto beige con cinturón y unas zapatillas deportivas limpias con calcetines blancos. Tenía, resumiendo, el aspecto de un niño aseado, correcto, normal. Un aspecto agradable para la vista. El que cualquier padre con el mínimo sentido común desearía para un hijo suyo.

Al cabo, ya con el tren en marcha, llegó el revisor. El niño dijo buenos días, sacó su billete y le hizo algunas preguntas que, explicó, le había encargado su madre que hiciera. Algo sobre la comida del tren. Llamaba la atención la extrema corrección con la que el niño se dirigía al revisor, usando el por favor y el gracias con una frecuencia nada común en los tiempos que corren. No puede ser, concluí. Es demasiado perfecto. Demasiado educado para ser auténtico. Así que me puse a observar al enano con mucha atención, buscándole las vueltas. Cuando el revisor siguió camino –diré, en su honor, que respondió a los buenos modales del chico con afecto y exquisita cortesía– la criatura sacó un teléfono móvil de la mochila. Un móvil con música y colorines. Ya está, pensé, suspicaz. Ya me parecía a mí. Demasiado perfecto hasta ahora. Nos ha tocado murga telefónica para rato.

Pero me equivocaba. Dejándome ante mí mismo como un imbécil, el niño marcó un número, habló con su madre, y sin elevar demasiado la voz le dijo que en la comida que iban a poner había pechuga, que no se preocupara, que comería. Luego guardó el teléfono y siguió hojeando el tebeo. Pasaron las azafatas con auriculares para la película, con las bandejas de comida, con las bebidas. El niño dijo gracias cada vez, pidió por favor esto y aquello, se bebió su refresco de naranja sin derramar una gota, sin tirar nada al suelo ni molestar a nadie. Luego se puso los auriculares y miró la pantalla. La película era Los increíbles, y le hacía mucha gracia. De vez en cuando reía en voz alta, con la risa fuerte y franca, sana, de niño que lo pasa en grande. A veces se volvía hacia los mayores que estábamos cerca, sonriéndonos cómplice, como para comprobar si disfrutábamos tanto como él. El señor que iba a su lado y yo nos mirábamos sin palabras, a uno y otro lado del pasillo. Aquel chaval era gloria bendita.

Al fin llegamos a la estación de Atocha, el niño cogió su mochililla, se puso en pie, nos dirigió otra sonrisa, dijo buenas tardes y salió del vagón. Caminando detrás lo vi irse ligero por el andén, hacia la salida donde lo esperaban. Eso fue todo. Y nada más que eso, fíjense. Un niño normal, como dije. Un niño correcto, educado. Un niño de toda la vida, nada extraordinario para figurar en los anales de la infancia española. Pero cuando caiga el Diluvio, pensé, cuando llegue el apagón informático o lo que se tercie ahora, cuando llueva fuego del cielo y nos mande a todos a tomar por saco, como merecemos por infames, por groseros y por tontos del haba, espero de todo corazón que este chico se salve. Les doy mi palabra de que eso fue exactamente lo que pensé viendo al niño alejarse. Y con suerte, deseé, que se encuentre en alguna parte con aquella niña del pelo corto de la que les hablé hace unos meses: la que leía un libro, obstinada y solitaria, en el patio del recreo, mientras las otras niñas movían el culo jugando a ser ganadoras de Operación Triunfo.

III.
Los calamares del niño
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 4 de junio de 2006

Hay criaturas por las que no lloraré cuando suenen las trompetas del Juicio. Niños que anuncian desde muy temprano lo que serán de mayores. A veces uno está paseando, o sentado en una terraza, y los ve pasar apuntando en agraz maneras inequívocas. Adivinados en ellos la inevitable maruja de sobremesa televisiva –ayer vi reconciliarse a dos hermanas en directo y eché literalmente la pota– o la viril mala bestia correspondiente. Dirán ustedes que ellos no tienen la culpa, etcétera. Que los padres, la sociedad y todo eso los malean, y tal. Pero qué quieren que diga. En cuestiones de culpa, denle tiempo a un niño y también él tendrá su cuota propia, como la tenemos todos. Sólo es cuestión de plazos. De que se cumplan los pasos y rituales que se tienen que cumplir.

El zagal que veo en el restaurante tiene nueve o diez años, que ya va siendo edad, y se parece al padre, sentado a su vera: moreno, grandote y vulgar de modos y maneras. La madre pertenece al mismo registro. Todos visten ropa cara, por cierto. Colorida y vistosa. Sobre todo la madre, una especie de Raquel Mosquera vestida de Paulina Rubio y con toquecitos de Belén Esteban en el maquillaje y en la parla. La familia ocupa una mesa contigua a la mía, junto al gran ventanal de un restaurante popular de Calpe, situado junto al puerto. Y al niño acaban de traerle calamares a la romana. De no ser porque su cháchara maleducada, chillona e interminable, a la que asisto impotente desde hace veinte minutos, ya me tiene sobre aviso, la manera en que ahora maneja el tenedor me dejaría boquiabierto. El pequeño cabrón –nueve o diez años, insisto– agarra el cubierto al revés, con toda la mano cerrada, y clava los calamares a golpes sonoros sobre el plato, como si los apuñalara. Observo discretamente al padre: mastica impasible, bovino, observando satisfecho el buen apetito de su hijo. Luego observo a la madre: tiene la nariz hundida en el plato, perdida en sus pensamientos. Tampoco sería difícil, me digo, con la edad que tiene ya su puto vástago, enseñarle a manejar cuchara, cuchillo y tenedor. Pero, tras un vistazo detenido al careto del progenitor, comprendo que, para hacer que un hijo maneje correctamente los cubiertos, primero es necesario creer en la necesidad de manejar correctamente los cubiertos. Y por la expresión cenutria del fulano, por su manera de estar, de mirar alrededor y de dirigirse a su mujer cuando le habla, tal afán no debe de hallarse entre las prioridades urgentes de su vida. En cuanto a la madre, cómo maneje el crío los cubiertos, o cómo los manejen el padre o el vecino de la mesa de al lado, parece importarle literalmente un huevo.

Tras un eructo infantil jaleado con suma hilaridad por el conjunto familiar –después de reír, eso sí, el papi parece amonestarlo en voz baja, a lo que la criatura responde sacando la lengua y poniendo ojos bizcos– llega la paella. Y, tras deleitar al respetable con el uso del tenedor, el indeseable enano exhibe ahora su virtuosismo en el manejo de la cuchara agarrada con toda la mano exactamente junto a la cazoleta, alternando la cosa con tragos sonoros del vaso de cocacola sujeto con ambas manos y vuelto a dejar sobre la mesa con los correspondientes granos de arroz adheridos al vidrio. Tan maleducado, tan grosero como el padre y la madre que lo parieron. Y así continúa el dulce infante, a lo suyo, camino de los postres, en esa deliciosa escena española de fin de semana, una familia más, media, entrañable, con su hipoteca, y su tele, y su coche aparcado en la puerta, como todo el mundo. Y yo, que gracias a Dios he terminado, pido mi cuenta, la pago y me levanto mientras pienso que ojalá caiga un rayo y los parta a los tres, y les socarre la paella. Y ustedes dirán: vaya con el gruñón del Reverte, a ver qué le importará a él que el niño se coma los calamares así o asá, peazo malaje. A él qué le va ni le viene. Pero es que no estoy pensando en la paella, ni en el restaurante, ni en los golpes del tenedor sobre los calamares. Aunque también. Lo que pienso, lo que me temo, es que dentro de unos años ese pequeño hijo de puta será funcionario de Ayuntamiento, o guardia civil de Tráfico, o general del Ejército, o empleado de El Corte Inglés, o juez, o fontanero, o político, o ministro de Cultura, o redactor del estatuto de la nación murciana; y con las mismas maneras con las que ahora se comporta en la mesa, cuando yo caiga en sus manos me va a joder vivo. Por eso hoy me cisco en sus muertos más frescos. ¿Comprenden? En defensa propia.

IV.
Conjeturas sobre un sable
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 11 de febrero de 2007

Soy de los que no encuentran raro el comportamiento disparatado de un niño pequeño. Creo que los ademanes y muecas, las carreras sin objeto aparente, los ruidos y movimientos, volteretas, extrañas miradas y actitudes de esos infatigables locos cariocos no son casuales, sino que responden a impulsos concretos y a razonamientos impecables. Cada vez que asisto a la conversación de un mocoso me asombran la firmeza de sus convicciones, la honradez intelectual y la lógica insobornable que articula su mundo. Un mundo coherente que tiene sus reglas propias. Los incoherentes, los dispersos, los confusos, somos nosotros: los adultos embrollados en turbias inconsecuencias; y que, por haberlos olvidado, desconocemos los códigos tan rectos, tan intachables, que rigen el universo de nuestros cachorros.

Hoy pienso de nuevo en eso, pues camino por la acera observando a un niño que va delante, agarrado a la mano de su madre. Tendrá unos tres años y aún camina con esos andares torpes, en apariencia aleatorios y ensimismados de los críos pequeños: sigue un ritmo de pasos propio y de cadencia indescifrable, pisa esta baldosa, evita aquélla, se aparta tirando de la mano de la madre o hace un quiebro y se coloca detrás. También emite sonidos ininteligibles hinchando los mofletes. Parece, en fin, como todos los malditos enanos, majareta total: unas maracas de Machín dentro de un anorak con los Lunnis estampados. Para rematar la pinta de jenares, camina con un sable de plástico metido entre la cremallera del anorak. El sable lo lleva con absoluta naturalidad, sin darle importancia, como sólo un niño pequeño o un espadachín profesional pueden llevarlo. Nada incongruente en su aspecto: un crío con sable, de los de toda la vida, antes de que los soplapollas y las soplapollos políticamente correctos nos convencieran de que la igualdad de sexos y el pacifismo se logran haciendo que futuros albañiles, sargentos de la Legión o percebeiros gallegos jueguen a cocinillas con la Nancy Barriguitas.

El caso es que durante un trecho veo caminar al niño con la cabeza baja, mirándose muy atento los pies. Y de pronto, en una especie de arrebato homicida, extrae el sable del anorak y, esgrimiéndolo con denuedo, empieza a asestar mandobles terribles al aire, con tal entusiasmo que al cabo tropieza, trabándose con el arma, sostenido por tirones impacientes de la madre. Inasequible al desaliento, en cuanto recobra el equilibrio vuelve a sacudir sablazos a diestro y siniestro, dirigidos a cuanto transeúnte se pone a tiro. La madre lo reconviene, zarandeándolo un poco, y ahora el tiñalpilla camina un trecho cabizbajo, el aire enfurruñado, arrastrando la punta del sable por la acera. Pero un cartero se acerca de frente, arrastrando su carrito amarillo, y la tentación es irresistible. Así que el enano mortífero alza de nuevo el sable, hace una parada como si se pusiera en guardia, y le tira un viaje al cartero, que da un respingo. El segundo mandoble intenta atizárselo a un chico joven de mochila que viene detrás, pero el otro, con una sonrisa divertida, se aparta de improviso, el sablazo se pierde en el vacío, y el niño, todavía agarrado por la otra mano a su madre, gira en redondo sobre sí mismo y cae medio sentado al suelo. Bronca y confiscación del arma letal. Ahora madre e hijo reanudan camino, mientras éste, lloroso, cautivo y desarmado, mira a los transeúntes con evidente rencor social.

–Quizá su hijo tenga razón –le digo a la señora al ponerme a su altura.
Me mira sorprendida. Suspicaz. Así que sonrío, señalo al enano, que me estudia desde abajo como diciéndose «no sé quién será éste, pero cuando recupere el sable se va a enterar», y añado:
–A lo mejor sólo intenta defenderla.
La madre me observa un instante, aún confusa. Al fin, sonríe a su vez.
–Puede ser –responde.
–Tal como se presenta el futuro, yo le devolvería el sable.

Saludo con una inclinación de cabeza y sigo camino, adelantándome. Al rato, cuando hago alto en un semáforo, me alcanzan de nuevo. Los miro de soslayo y compruebo que el diminuto duelista lleva otra vez el sable de plástico metido en el anorak. Entonces el semáforo se pone en verde y cruzo la calle, riendo entre dientes. A fin de cuentas, concluyo, un sable puede ser tan educativo como un libro. Según quién te lo ponga en las manos.

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