Las púas de la eriza
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 12 de diciembre de 2004
Me quedé dándole vueltas a la cosa el otro día, después de que aquella individua me pasara a ciento ochenta en la carretera de La Coruña. Yo acababa de cambiar de carril para adelantar a otro automóvil, cuando en el retrovisor advertí furiosos destellos. Un coche venía de lejos, a toda leche, exigiendo que le dejara paso libre. Así que hice lo que suelo en tales lances: seguir imperturbable con la maniobra y ejecutarla con más parsimonia de la que tenía prevista, sin prisas, vista al frente, intermitente a la izquierda y luego a la derecha, con el de atrás que frena y se cabrea, un Ibiza pegado al parachoques y dándome pantallazos con los faros, su conductor al borde de la apoplejía. Al fin, cuando ya me apartaba, eché un vistazo por el retrovisor y vi a una torda cuarentona, cigarrillo en la mano del volante y móvil pegado a una oreja, descompuesta de gesto y maneras, que debía de estar ciscándose en mis muertos con tal desafuero que echaba espumarajos por la boca. Y pensé: hay que ver cómo vienen esta temporada, oyes, desquiciadas que se van de vareta, con una agresividad y una mala leche de concurso. Hace cinco años esto no pasaba; iban por la carretera acojonadas y casi pidiendo perdón, mujer tenías que ser y toda esa murga. Y ahora, fíjate. Que no te atreves a parar en las gasolineras por si la tía a la que le has hecho una pirula coincide allí contigo, se baja del coche y te sacude un par de hostias.
Luego uno hojea los periódicos y lee que las pavas fuman más que los hombres, y le pegan al trinque más que los hombres, y andan por ahí más agresivas y descompuestas que los hombres. Y ata cabos y piensa: es verdad, colega. En los últimos tiempos, las erizas se han puesto de punta que da miedo verlas. Pero claro. Hasta hace muy poco, una generación tan sólo, una hembra se resignaba fácil, por educación y por otras cosas, y asumía con pía mansedumbre el papel impuesto por el macho durante siglos de biología, historia y vida social. En lo de pía, dicho sea de paso, cooperaban mucho esos confesores que durante varios siglos guiaron las conciencias femeninas católicas, en plan aguanta, procrea y reza, hija, y cumple con tu deber de madre y esposa, etcétera.
Lo que pasa es que las cosas caen por su peso, el tiempo no pasa en vano, hasta las más tontas ven la tele, y la milonga, poquito a poco, empezó a irse a tomar por saco. Y ahí están ellas, en tierra de nadie, conscientes, las más despiertas, de que su cambio social ha ido más rápido que su cambio biológico y su propia mentalidad. Y así, esa generación de mujeres que aún fueron educadas para ser santas madres y ejemplares amas de casa se ve forzada a pelear ahora en un mundo de hombres, a hacer vida laboral de tú a tú, pero sin poder renunciar todavía, porque no las dejan o porque no quieren, al tradicional rol –o maldición, según se mire– de mujeres responsables de que el nido esté reluciente y los polluelos limpios, sanos y cebaditos. La vieja y eterna trampa. A ver por qué, si no, las únicas mujeres trabajadoras que no están desquiciadas, o no van por la vida con un cuchillo entre los dientes buscando a quién capar, son las que no tienen hijos, las que se libraron al fin de ellos, o las que cuentan con una madre o una suegra que se haga cargo. Es imposible estar en misa y repicando; y mucho menos con maridos que creen compartir tareas domésticas porque quitan la mesa, lavan los platos por la noche y compran el pan sábados y domingos, o sea, modernos y enrollados que te rilas. A eso hay que añadir, también, impulsos más físicos y atávicos, resignaciones y gustos que aún colean del tiempo de la cueva, la caza y la guerra. Como el hecho, probado estadísticamente, de que Hugh Grant, Johnny Depp, los niños monos de tú a tú, el buen rollito socialmente correcto y el tanto monta, están bien para salir en la foto; pero, a la hora de la verdad, quien sigue humedeciéndole las reconditeces a buena parte del mujerío cuajado –no todas analfabetas, por cierto– es Rusell Crowe cuando les pone la zarpa encima. O tíos de ese perfil. Esto explica también algunas cosas. A veces, de ahí al moro Muza hay poco trecho. Y ciertos verdugos son imposibles sin la complicidad de las víctimas.
Así que no me extraña que las erizas anden erizadas. En el mundo actual sólo hay algo peor que la cabronada de ser mujer: ser mujer lúcida, consciente de la cabronada que supone ser mujer.
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