EL PAIS DIGITAL
Lunes 14 febrero 2000 -Nº 1382
El Ejido: historia de un fraude Un cúmulo de ilegalidades consentidas ha propiciado el brote de la violencia en los invernaderos Asamblea de trabajadores magrebíes en los campos de El Ejido (F. Bonilla).
Estalló la violencia en El Ejido.
El doble crimen de los agricultores primero, y el asesinato de una joven después, supuestamente a manos de magrebíes, ha desatado una ola de vandalismo xenófobo que ha conducido a la cárcel a 22 personas. Palizas, incendios, saqueos en viviendas, comercios, naves y mezquitas han hecho estallar una tensión larvada desde hace años. El Poniente almeriense se ha aprovechado de la mano de obra clandestina de los inmigrantes magrebíes con el consentimiento tácito de los ayuntamientos, la Junta y el Gobierno. Nadie ha puesto coto al fraude laboral ni a la infravivienda. La situación les ha desbordado. Ahora, ha empezado la reacción. --------------------------------------------------------------------------
JOAQUINA PRADES Un hombre de mediana edad y aspecto afable camina rápido por la calle principal de El Ejido protegiendo con un brazo los hombros de su hija adolescente. Los dos van muy serios. Falta poco para el mediodía del miércoles, día 9, y los comercios de la ciudad almeriense comienzan a recuperar la normalidad. Algunos magrebíes se atreven a salir también de sus escondites, a los tres días de agotar los alimentos. El guapo Rachid y el escuchimizado Adbul se dirigen al supermercado en busca de provisiones. Al cruzarse con el hombre y su hija, ésta dirige la vista al suelo y el padre la aprieta fuertemente. Ambos se alejan hasta el bordillo de la acera.
Una pareja de ejidenses en chandal se coge de la mano segundos antes de ajustar su paso al de los inmigrantes. La mujer les clava una mirada asesina. Adbul la contempla desconcertado antes de bajar la cabeza. Rachid estalla en una risa nerviosa: "¿Qué se creerá la gorda esta?". Ninguno de los seis protagonistas de esta historia ínfima e imperceptible ha cruzado palabra. No ha ocurrido nada. Y, sin embargo, ha pasado todo.
Todo lo que permanecía oculto hasta la madrugada del 6 de febrero, cuando el asesinato de la joven Encarnación López a manos de un perturbado marroquí desató el mayor brote de violencia xenófoba que se ha vivido en la España de la democracia. Todo el rechazo larvado entre dos comunidades que nunca se han entendido; todas las consecuencias del fraude consentido, la indiferencia política y el caos administrativo que han hecho posible el llamado milagro económico de los invernaderos de El Ejido.
Rachid y Abdul salen en busca de comida a un establecimiento situado junto al mercado. En la carnicería, el empleado les sirve una paletilla de cordero. No les sonríe, como hace con otros clientes, pero se comporta con total corrección; sin embargo, en el mostrador del pan donde Rachid pide cuatro barras, la dependienta se esfuerza por contener una hostilidad que canaliza en un diálogo absurdo. "Sólo me quedan de picos". Los magrebíes dicen que no entienden. "Que os he dicho que sólo tengo de picos", repite sin descruzar los brazos.
Al señalar Rachid la cesta de barras que se ve tras ella, la mujer envuelve cuatro y gira una del revés. "A ver si os enteráis. Que las normales se me han terminado. Que sólo quedan las que tienen aquí estos piquitos ¿Me has entendido ya o qué? ¿Os habéis enterado? Sí, ¿verdad? Ya lo creo, lo que pasa es que no queréis entender". Al pagar en caja, el hombre que les antecede en el llenado de las bolsas fija la vista en los magrebíes mientras comenta a la cajera: "Mira que tener que cobrarles a éstos".
Rachid y Abdul entran poco después en el Finnegan's Irish Pub de la céntrica calle de Cervantes y piden dos cafés con leche. "A ver, documentación. El pasaporte y el permiso de residencia. ¿Dónde trabajáis?", interroga el camarero. Rachid, soldador de profesión y con los papeles en regla (no así su joven compañero Adbul), le contesta: "Venga, hombre. No los llevamos encima. Sólo queremos tomar un café". "Lo siento. No va a poder ser. Órdenes del jefe". Lo intentan unos metros abajo, en el café Albéniz, donde el camarero, esta vez sí, les atiende amablemente.
Rachid y Abdul acaban de constatar por enésima vez la dicotomía en la que viven los 50.170 españoles censados en El Ejido y sus 15.000 inmigrantes, legalizados o no. A éstos los necesitan como mano de obra, como consumidores. Pero son pocos quienes los ven también como conciudadanos más allá del invernadero. Son los ejidenses que probablente no acepten algunas de sus costumbres, incluso puede que les irriten, pero no las extienden al colectivo para justificar su rechazo. Este comportamiento, probablemente la única vacuna contra la xenofobia, es algo que, por lo que cuenta Antonio Martín Domínguez, ex comisario jefe de la policía de El Ejido y actual encargado de Protección Ciudadana, la mayoría parece no comprender.
"El problema", dice Antonio Martín, "está en la falta de integración de los inmigrantes por los hábitos tan especiales que tienen. No es que sean mala gente, en absoluto, los hay muy buenos y trabajadores, pero, claro, hay que comprender que provoquen el rechazo de la gente. Eso no es racismo. Es un rechazo en cierta manera lógico. Además, puede que nosotros tengamos parte de culpa por no enseñarles nuestras costumbres en cuanto se bajan de la patera".
Hasta este veterano y receptivo policía, que no se muestra dogmático como otros cargos de confianza del alcalde, Juan Enciso, está convencido de que los defectos de los inmigrantes "no justifican en absoluto" el vandalismo de esta semana, pero sí explican, en parte, "el rechazo lógico" de la población. Cita ejemplos de las quejas más frecuentes del vecindario: los magrebíes no guardan cola en los establecimientos; manosean los alimentos de los estantes; orinan en la calle "incluso delante de las chicas jóvenes"; no ceden el asiento a las ancianas o las embarazadas; se hacinan en los pisos de alquiler; alborotan a las cuatro de la mañana, al levantarse en tropel para acudir al invernadero; no limpian la casa; se lavan poco, rezan con cánticos a horas extrañas.... También han oído quejas porque andan tres o cuatro juntos cogidos de la mano, ocupan toda la acera e impiden el paso a los de atrás; o "son impertinentes", "agresivos", "chulos" o "no saben beber, se exaltan enseguida y por eso no se les aceptan en los bares".
Es la retahíla de la que echan mano muchos ejidenses para justificar su resistencia a mezclarse con los magrebíes, el resumen de un compendio de desencuentros agravado por la pequeña delincuencia, y que los recientes asesinatos de Encarnación López y los dos agricultores han hecho estallar en la forma brutal del racismo.
"Es verdad que han aumentado los robos de radiocasetes o de pilotos o vacas de coches. Y también que cogen cosas del supermercado y echan a correr. Pero mucho menos de lo que parece", opina Martín. La policía de El Ejido no facilita datos sobre el incremento del porcentaje de delitos atribuible a los magrebíes, aunque tanto el responsable de Protección Ciudadana como el comisario jefe, Ángel Fernández, comentan que la experiencia cotidiana indica que "algo de eso hay, pero mucho menos de lo que la gente percibe".
No obstante, y a pesar de la falta de motivos tangibles, mucha gente se siente víctima indefensa de una invasión de delincuentes que acaban de cruzar en masa el Estrecho para adueñarse de sus propiedades, ensuciar sus calles y molestar a sus mujeres. Juan, un trabajador autónomo que vive en una modesta barriada de las afueras, dice que aún no ha conseguido calmarse después de que "un moro" pretendiera "violar" a su hija de 15 años el martes pasado, en pleno día.
-¿Qué ocurrió?
-La estuvo siguiendo por varias calles. Cuando ella aminoraba el paso, él también. La pobre llegó a casa temblando. Yo no he dormido desde entonces.
-¿Le hizo algo?
-No, pero podía haberlo hecho. Mi hija no vuelve a salir sola a la calle. Nuestras mujeres están muy asustadas. Algo tendremos que hacer.
En El Ejido, una población con una tasa de analfabetismo funcional del 54% -según un informe de la Universidad de Sevilla-, la defensa calderoniana de la la honra femenina ha cobrado vigencia. De ello dan fe las constantes visitas a la comisaría de maridos en demanda de protección para sus mujeres porque "los moros" les dirigen gestos obscenos o "las miran con lascivia". Gabriel Barranco, presidente de La Unión, una de las cooperativas de agricultores más importantes de El Ejido, declara en la prensa local: "Desde que las ONG se dedican a proteger a delincuentes, la vida se nos ha hecho irrespirable. Es cuando la mujer no puede salir a tirar la basura, cuando tiene que llevar a sus hijos al colegio y a la discoteca".
A Martín no le consta un incremento de los delitos sexuales, aunque la peculiar explicación del comisario jefe de El Ejido tampoco ayuda a aclarar la situación: "En los últimos seis meses hemos recibido denuncias de dos españolas que aseguran haber sido violadas por magrebíes. Pero luego hemos visto que no eran violaciones propiamente dichas".
-¿Descubrieron que no hubo delito?
-Descubrimos que una de ellas es prostituta y que la otra mantuvo una relación sentimental con el magrebí que presuntamente la violó.
Tras los terribles sucesos de las últimos semanas, la palabra "racismo" es la única que no se puede pronunciar en El Ejido sin levantar iras y desencadenar insultos. Nadie es racista en esta tierra. Empresarios, sindicalistas, políticos, comerciantes, vecinos, autoridades, trabajadores... coinciden en esa apreciación. Y la prueba, alegan, es que los ejidenses aceptan a los "marroquíes buenos". Sólo rechazan a los "ilegales, recién llegados", de quienes se sienten víctimas. Unos y otros atribuyen su molesta presencia al Gobierno, a la Ley de Extranjería, a la Junta, a las ONG, a la permisividad de las fronteras españolas en el norte de África, a una mano de obra a todas luces excedente: a quien sea que haya creado un problema en el que ellos no han tenido nada que ver. Ésta es la gran mentira de El Ejido.
Pocos reconocen -y quienes lo hacen piden que no se publique su nombre por temor a represalias- que los indocumentados que malviven fuera de la ley son la consecuencia lógica del fraude y las condiciones infrahumanas que la administración local, autonómica y estatal han consentido durante años con los mabrebíes del Poniente.
Los agricultores locales han transformado una pedanía paupérrima en El Ejido de 13.000 hectáreas de hortalizas con beneficios de 312.000 millones anuales. Han conseguido esta proeza económica gracias a su capacidad para incrementar la productividad, adaptarse a los tiempos y manejar con soltura la tecnología más avanzada. Fue un dinero rápido que multiplicó los cultivos hasta que la mano de obra nacional resultó insuficiente. La llegada masiva de inmigrantes resultó provindencial. Sin ellos, pocos conciben la rapidez y espectacularidad del milagro almeriense.
Desde hace más de una década, los empresarios agrícolas disponen de una legión de trabajadores que cada amanecer se apiña en plazas o cruces de caminos, pugnando por ser ellos los elegidos, sin más derecho que un salario pactado de palabra -igual al de los españoles- y la sumisión garantizada por la ausencia de contrato. La Dirección Provincial de Trabajo intenta desde hace años averiguar cuánto han ahorrado en cotizaciones al fisco y a la Seguridad Social con estos acuerdos.
También buscan una explicación al hecho de que los agricultores de El Ejido insistan cada año en demandar 15.000 nuevos inmigrantes cuando el 63% de los aproximadamente 6.000 legalizados cobran el subsidio de paro agrario (PER). El director provincial, Francisco José Rodríguez, declaraba en 1997 a La voz de Almería: "A mí que me explique alguien cómo con tres cosechas anuales hay tantos trabajando sólo las 35 jornadas necesarias para el subsidio".
Según fuentes del Foro para la Integración, la mayoría de estos magrebíes trabajan todo el mes en los invernaderos, en una ilegalidad pactada, y cobran además un PER que ningún partido político se atreve a racionalizar, dado su elevado coste electoral. Pero es un secreto a voces, incluso constatado por la Guardia Civil, que estos parados van de invernadero en invernadero y algunos hasta recogen albaricoque en Murcia cuando el campo almeriense descansa.
La inspección local de trabajo no da abasto. La integran cuatro inspectores y un jefe. Ahora, tras los disturbios que han puesto en jaque a los ministros de Trabajo e Interior, se ha incrementado la vigilancia. El viernes, portavoces de la Mesa Hortofrutícola - integrada por asociaciones agrarias, exportadores y envasadores- se lamentaban por la "persecución" de que se sienten objeto y las advertencias de multas de 500.000 pesetas por cada indocumentado que encuentren en sus tierras.
Los empresarios del plástico han eludido sistemáticamente cuantificar sus necesidades reales de mano de obra inmigrante en función de la productividad. Sus evasivas no obedecen sólo al ahorro en cotizaciones y a la sumisión garantizada de los empleados que les facilita la economía sumergida. También se explican por el mercado de futuros de Amsterdam. La contratación de inmigrantes clandestinos les permite responder a las oscilaciones de los precios con un margen de 10 días, y mantener los invernaderos prácticamente cerrados o emplear un pequeño ejército laboral durante 10 o más horas diarias según los precios fijados en la ciudad holandesa.
Un representante de la Administración autonómica destaca esas ventajas de la inmigración clandestina, pero añade que la magnitud de las entradas masivas de africanos han superado el límite de lo controlable. El lobo ha asomado las orejas. El dirigente empresarial Juan Cantón resume el lamento de los agricultores: "Se han colado 30.000 inmigrantes más de los que necesitamos. Queremos menos y los queremos legales". Han reaccionado ante la huelga. Pero no hasta el punto de que los agricultores asuman su parte de responsabilidad en la falta de viviendas, el factor clave que explica, según los expertos, la creciente espiral de marginalidad y violencia entre los inmigrantes.
Una normativa publicada en el Boletín Oficial del Estado en abril de 1998 regulaba las subvenciones a los empresarios que facilitaran viviendas dignas a sus inmigrantes. Sólo la patronal agraria de Lleida respondió a la llamada. En Almería no se dieron por enterados.
La Junta ha alegado falta de competencias sobre el suelo municipal para apartar la vista de las salvajes bolsas de chabolismo. El alcalde de El Ejido sigue pensando que el lugar adecuado de los inmigrantes son los humildes cortijos de los invernaderos. "Así ahorarrán en transporte", dijo. Ahora ha rectificado: "Tendrán autobuses para que vengan al cine". El caso es tenerlos lejos. El secretario general del PP, Javier Arenas, ha reiterado el apoyo incondicional del partido al candidato ejidense.
En la madrugada del jueves, decenas de marroquíes acudían a los locales de la ONG ATIME en Vícar. Los que habían visto cómo destruían sus negocios, asaltaban sus casas o quemaban sus coches ante la pasividad policial, decían: "No tenemos nada que perder. Llegaremos hasta donde haga falta". La agresividad era palpable.
Kamal Rahmauni, el portavoz de ATIME, trataba de expresar sus sentimientos. "¿Existe una palabra en castellano que signifique más que indignación?". No hablaba sólo de la encerrona. Se refería a un acto de vandalismo que ha dado de lleno en la diana de la humillación de un pueblo diferente: la destrucción de dos mezquitas en El Ejido y una en Vícar. "No nos podían haber mostrado el odio con mayor claridad. Nada volverá a ser igual".
Las parejas de marroquíes y españoles desafían la violencia y la irracionalidad
Tereixa Constela En un mundo donde dos comunidades -la de acogida y la inmigratoria- se han rehuido, emergen como excepcionales islotes algunos casos en los que la integración es total. Tan absoluta que ha culminado en convivencia conyugal. En El Ejido residen, al menos, una quincena de parejas mixtas, casi un desafío en estos tiempos a la irracionalidad y el desencuentro entre dos colectivos, que mantienen una simbiosis en el terreno económico y un hermetismo brutal en el social.
Una de estas parejas es la formada por Yolanda y Mustapha Ait-Korchi, uno de los líderes de la huelga convocada por los inmigrantes en los últimos días y dirigente de la Asociación de Emigrantes Marroquíes en España (AEME). Ambos acudieron el miércoles a la plaza del Ayuntamiento de El Ejido, donde iba a celebrarse una cumbre de políticos y sindicalistas, fracasada por discrepancias entre ellos, para criticar la pasividad mostrada durante estos años por las distintas administraciones con respecto a la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores extranjeros afincados en Almería.
El vandalismo xenófobo, que estalló hace una semana en el pueblo almeriense, no sólo ha destrozado bienes. Por delante se ha llevado también la tranquilidad. La mayoría de las personas entrevistadas -españolas y extranjeras- han preferido que se omita su identidad por miedo.
Hafid y María
Hafid podría ser el cronista de la última década del pueblo, si esto no resultase un irreverente disparate con el clima de hostilidad interétnica existente. Desembarcó en El Ejido en 1987 cuando ni un sólo inmigrante residía aún en el núcleo urbano y, tres años después, se convirtió en el primer extranjero que asumía un cargo de responsabilidad en un sindicato español.
De sus primeros trabajos en los invernaderos heredó una "excelente" relación con uno de sus patronos, que ha pervivido contra viento y marea. Una de las visitas que ha recibido durante esta semana ha sido la del empresario. De un encuentro casual en el pueblo surgió su matrimonio con María, una de las pocas personas que realmente puede presumir de ser ejidense de toda la vida. "Yo vine a buscar trabajo y me encontré a una mujer", explica Hafid, que tiene la nacionalidad española.
En 1989 se casaron por lo civil en El Ejido y, meses después, en una ceremonia religiosa en Marruecos. Ninguno lo tuvo fácil al principio, ni entre sus familias ni entre los amigos. El rechazo inicial, sin embargo, se ha esfumado por completo en los círculos más cercanos a la pareja. Otro cantar es el vecindario. Las horas en las que algunos vecinos de El Ejido emularon parcialmente los acontecimientos de la triste noche de los cristales rotos de Berlín, Hafid y María descubrieron el abismo social que les rodea. Asomados al balcón junto a otros familiares, eran incapaces de digerir la escena que observaban: "Mis vecinos del bar, donde hemos comprado tabaco y tomado café, nos miraban y decían: 'Hijo de puta, acabaremos contigo y con la puta que está contigo".
"Yo soy marroquí, pero me siento ejidense. Más de la mitad de mi vida (16 años) está aquí", recalca. "Lo que ha pasado tiene mucho que ver con la concepción que hay del inmigrante, que se ve como un intruso y un usurpador de riqueza".
La pareja, propietaria de un dúplex en El Ejido y padres de tres hijos de 1, 7 y 8 años, se debate entre el deseo de irse para vivir en paz y la voluntad de luchar por otra sociedad más justa. "Nuestra integridad física ha sido puesta en peligro, nuestra dignidad ha sido pisoteada y no hay garantías de que no vuelva a ocurrir", sostiene Hafid. Su esposa quiere y no quiere irse. Piensa que nadie tiene derecho a echarla de su tierra. Su hijo mayor tiene ya claras dos cosas a sus 8 años: "Se están peleando por nada". "Yo soy de aquí y de allí", concluye.
Nuria y Abdelouahid
Se conocieron en Granada y se casaron, por lo civil, en El Ejido en 1996. Un año antes, Nuria se mudó al pueblo y comenzó a trabajar en una planta de envasado de frutas y hortalizas. Cada verano acuden a Tánger (Marruecos) a visitar a la familia de Abdelouahid. "Mis padres son un poco mayores y, al principio, tuvieron algún recelo, pero desapareció en cuanto lo conocieron", rememora.
No tienen hijos, pero Nuria desearía que nacieran en El Ejido. "Puede que lo de estos días se vuelva a repetir, el ambiente está muy rencoroso, pero hemos comprado la casa y me gustaría seguir aquí", dice. Hace un mes, su marido se estrenó como empresario -montó un bar- después de ocho años de trabajar como peón agrícola en invernaderos. Una inversión, hoy por hoy, arruinada a pedradas y salvajismo.
En días en los que la pigmentación de la piel es una cuestión de palabras mayores, Abdelouahid puede beneficiarse de la tranquilidad que proporciona una tez blanquecina. Pero no basta para sacudirse el miedo, ni liberar del suyo a Nuria, horrorizada ante lo sucedido. Ahora que ha perdido su negocio, Abdelouahid se aplica en las tareas de casa, mientras su esposa acude a trabajar. El machismo árabe, el tópico alimentado por el desconocimiento, por los suelos.
Nora y Aziz
Hace una década que Nora llegó destinada como maestra a El Ejido, donde se ha sentido a sus anchas. Su marido fue, primero, alumno suyo en clases de español. Su noviazgo, su matrimonio y su integración social se han sucedido sin trabas familiares ni sociales. Nora achaca la buena acogida, en cierta medida, a las características culturales de los círculos en los que se mueven, el de la enseñanza: "El que haya un nivel cultural hace que la gente sea más tolerante".
Se casaron en 1995 y, a excepción de algunas miradas "extrañas" que Nora considera "normales" porque Aziz tiene la piel oscura y menos años que ella, jamás han sentido rechazo alguno. Quizás por ello, Nora ha vivido los sucesos de la última semana con una amargura especial. Atrapada entre los reproches de unos y otros: "Estás entre dos lados".
"Han dejado que la situación se pudriera", comienza. Y luego suelta, a borbotones, una retahíla en la que mezcla la reprimenda, la descripción y los reproches hacia todos: "Vienen a trabajar personas que probablemente sobren, pero luego la gente ve a cuatro inmigrantes juntos en una calle y tiene miedo, y no sé por qué, porque nunca pasa nada. Las Administraciones tenían que haber actuado y también la marroquí, que no evita que salgan pateras. Y luego ese odio contra Almería Acoge, que lo único que hace es ayudar a la integración. Más que racismo, la gente tiene miedo a lo desconocido, a costumbres distintas a las nuestras. Aunque haya algunos, no creo que éste sea un pueblo racista, conozco muchos que no lo son. O no lo sé, supongo que si escarbas un poco el racismo puede salirnos a todos".