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jueves 20 de enero de 2000
España iletrada
Por Juan Manuel DE PRADA
DESCREO de las encuestas y de sus aplicaciones estadísticas, a las que "parafraseando a Borges" considero un farragoso abuso de la democracia. Descreo también de la sinceridad de los encuestados; aunque encubiertos por el populoso anonimato, quienes se someten a estos interrogatorios que afectan a su ideología o a sus costumbres, suelen ofrecer un retrato idealizado de sí mismos. A esta humana y natural tendencia a la mistificación habría que sumar la proverbial socarronería española, que se complace en confundir a sus inquisidores. Al español le subleva que anden remejiendo en su intimidad, y se venga de la intromisión declarando justamente lo contrario de lo que piensa. Pero este fenómeno de camuflaje socarrón se da, sobre todo, en las encuestas de asunto político. En las que pretenden sondear los hábitos sociales, el español miente bellacamente con el propósito de maquillar sus miserias y pecados, sus limitaciones y carencias. Ante una encuesta que demande, por ejemplo, precisiones sobre conducta sexual, los españoles siempre tirarán por elevación, inflando el número de sus cópulas.
Precisamente porque descreo de las encuestas me han estremecido las cifras aportadas por un informe sobre «consumo de hábitos culturales» (pido perdón por reproducir un sintagma tan inepto) elaborado por la Sociedad General de Autores. De las más de veinticuatro mil personas interrogadas, la mitad declara sin empacho que «no lee nunca o casi nunca un libro». Sabemos que la lectura constituye un inequívoco símbolo de prestigio cultural, una medalla con la que cualquier persona cuerda desea condecorarse, aunque sea ilegítimamente. Se supone, pues, que aparte de esa mitad de los encuestados que confiesa con desparpajo su desdén hacia la letra impresa, tiene que haber otro altísimo porcentaje de desdeñosos clandestinos que no osan pronunciar la verdad. Para declararse sin rebozo impermeable a la lectura hay que ser muy bestia, y además muy presuntuoso, muy zafiamente presuntuoso, y cultivar esa creencia paleolítica de que la letra impresa genera pensamientos perniciosos. Una mitad de los encuestados son contumaces y cerriles detractores de la lectura, pero a ellos, sin duda, habría que sumar un porcentaje de vergonzantes que prefieren maquillar sus hábitos ignaros. Espeluznante. El único asidero de esperanza al que podemos aferrarnos consistiría en negar la representatividad de una encuesta que sólo acoge las respuestas de veinticuatro mil personas. Pero esa probable falta de representatividad puede volverse contra nosotros: quizá, los iletrados formen un ejército mucho más numeroso de lo que esas cifras presienten.
Cabría preguntarse, ante tan avasalladora constatación de nuestra penuria intelectual, para qué sirven esas campañas de fomento de la lectura tan estrepitosas con que de vez en cuando nos fustigan. Por fortuna, hoy los libros están al alcance de todos: el Estado garantiza la instrucción de los españoles, y las bibliotecas se reparten hasta por los pueblos más recónditos del mapa. El que no lee es porque no le apetece, porque le repugnan esos signos jeroglíficos que componen el alfabeto. Esto no es elitismo cultural, sino pura constatación empírica: la lectura interesa a unos pocos, a una aristocracia del espíritu a la que, muy taimadamente, nuestros politicastros fingen pertenecer, organizando saraos para que cuatro esbirros de la cultura o mendigos de las migajas oficiales les laman el culo.
Pero nuestros politicastros, a pesar de organizar campanudas campañas de promoción de la lectura, saben que apacientan un pueblo iletrado, y prefieren que así sea, por los siglos de los siglos, porque la ignorancia es el abrojo en el que prende la chispa de la demagogia. En el mencionado informe sobre «consumo de hábitos culturales» que reducía a escombros los índices de lectura, se especificaba que no hay españolito en cuyo hogar no comparezca, a modo de altar doméstico e infalible, un televisor. Nuestros politicastros saben que sus votantes son mayoritariamente iletrados, de ahí que se obstinen tan denodadamente en asomar el careto e impartir doctrina desde la pantalla catódica. El empeño patético y risible de Almunia por protagonizar un duelo dialéctico (perdón por el epíteto hiperbólico) con Aznar ante las cámaras de televisión constituye un síntoma más de esa obstinación (que Aznar, por cierto, también profesaba cuando era postulante). Pero ninguna de estas conductas groseramente propagandísticas deben extrañarnos: hemos elegido ser un pueblo iletrado y gregariamente estulto, con el encefalograma enchufado al audímetro de la televisión, y nuestros politicastros intentan acceder a nosotros a través del único medio que les garantiza una comprensión inmediata por parte de los receptores pasivos, ese rebaño de orangutanes que descreen de la letra impresa. El espectáculo de la «democracia televisada» nació en Estados Unidos, pero ya se ha extendido hasta los territorios antaño inexpugnables de este otro lado del charco. Es la globalización de la ignorancia. Y los libros, por favor, que alguien se los lleve a los museos.
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