Las opiniones del autor sobre las posibilidades de los progenitores de modelar la conducta de sus hijos son, para decirlo con suavidad, muy provocativas.
Pinker parte de estas tres leyes (o afirmaciones que él considera comprobadas):
1. Todos los rasgos conductuales humanos son hereditarios.
2. El efecto de criarse en una misma familia es menor que el efecto de los genes.
3. Una porción sustancial de la variación en los rasgos conductuales humanos complejos no se explica por los efectos de los genes ni de las familias (pág. 542. Ibidem).
De estos supuestos, que él desarrolla en el capítulo dedicado a “Los Hijos”, el autor considera que es muy poco lo que los padres pueden hacer para influir en sus hijos, si es que realmente pueden hacer algo.
Considera que la opinión generalizada, apoyada por muchos psicólogos, es errónea y que la experiencia demuestra justamente lo poco que pueden hacer, y cuándo lo hacen es porque, en realidad, sus hijos permiten que así sea. Recuerda las investigaciones que se mencionan en el libro y cómo lo máximo que demuestran es la existencia de una correlación en la conducta de padres e hijos, pero “correlación” no implica causalidad y por lo tanto también sería razonable suponer que los hijos son los que modelan la conducta de sus padres.
Entiéndase bien, Pinker no niega el efecto del medio en el desarrollo infantil (“Es posible que la ausencia del padre no sea una causa de los problemas del adolescente, sino un correlato de las auténticas causas, entre las que pueden estar la pobreza, un vecindario con muchos hombres sin compromiso (que de hecho viven en la poligamia y, por consiguiente, compiten por el estatus), los traslados frecuentes (que obligan a los niños a empezar de cero en su relación con los grupos de iguales), y los genes que hacen tanto a los padres como a los hijos más impulsivos y agresivos” (pág. 561, ibidem).
En los años noventa se consideró que los tres primeros años eran esenciales para el desarrollo del cerebro infantil. Bill Clinton y su esposa Hillary organizaron una conferencia en la Casa Blanca para difundir estas investigaciones. Pero Jon Bruer, especialista en neurociencia cognitiva, demostró en su libro, El mito de los tres primeros años, que estas afirmaciones carecían de base científica, concluyendo que “no existen pruebas de que el hecho de ofrecerle [al infante] unos estímulos extra (más allá de los que el organismo encontraría en su hábitat normal) mejore el desarrollo del cerebro” (pág. 562, ibidem)
Según lo que plantea este autor en el desarrollo del niño es crucial, más que sus padres su grupo de iguales. Serán ellos los que lo socializaran en realidad, y si algo pueden hacer los padres es seleccionar a priori el grupo de iguales donde su hijo aprenderá poco a poco los valores compartidos. Algo que luego se verá mucho más claramente cuando el niño llegue a la adolescencia:
“Los estudios confirman también lo que todo padre sabe pero ninguno se preocupa de conciliar con las teorías del desarrollo infantil: que el hecho de que los adolescentes fumen, tengan roces con la justicia o cometan delitos graves depende mucho más de lo que hacen sus iguales que de lo que hagan sus padres. Harris comenta una teoría popular según la cual los niños se hacen delincuentes para alcanzar un “estatus de madurez”, es decir, el poder y el privilegio del adulto. “Si los adolescentes quisieran ser como los adultos, no irían robando laca de uñas en las tiendas ni colgándose de los puentes para pintar en sus arcos “Te quiero Liza”. Si de verdad aspiraran al “estatus de madurez”, harían las cosas aburridas que hacen los mayores, como separar la ropa para meterla en la lavadora o calcular los impuestos que habrá que pagar” (pág. 568, ibidem).
¡Ojo! Según este autor no es que los padres importen, al contrario, importan y mucho. Por lo de pronto son esenciales para que sus hijos sigan vivos y no queda duda que los maltratos o la negligencia dañan el desarrollo del niño. Obviamente los niños necesitan una figura educadora los primeros años, aunque no necesariamente tenga que ser alguien ligada por un vínculo de parentesco. Los padres seleccionan un medio para sus hijos y por este medio están interviniendo activamente en la selección del grupo de iguales; les dan a los niños la oportunidad de adquirir unas destrezas y conocimientos y pueden influir en la conducta del niño en casa; pero de ello no se puede deducir que sean esenciales para configurar, a la larga, la inteligencia y la personalidad de sus hijos.
El autor también analiza en este capítulo el desagrado que las ideas expuestas origina en un grupo importante de la sociedad, que considera a la familia como el crisol de la ciudadanía libre y responsable, y por lo tanto está en contra de todas aquellas “influencias” que afecten a la familia tipo, provengan de los medios de comunicación o de los cambios sociales, económicos y culturales. Acepta que resulte “decepcionante que no exista una fórmula para criar a un hijo feliz y de éxito. Pero ¿de verdad querríamos –se pregunta- determinar de antemano los rasgos de nuestros hijos, y no sentir nunca la alegría de esas dotes y esas peculiaridades imprevisibles que todo niño trae al mundo?” (pág. 578, ibidem)
Este conocimiento, según Pinker, no lleva a abandonar la preocupación sana por los hijos –descartando sí ese tipo de neurosis educativa que lleva a los padres a considerarse culpables por cualquier supuesta consecuencia negativa de sus esfuerzos- sino a aceptar que aunque no controlemos el futuro de nuestros hijos si tenemos su presente y éste puede ser como creemos que debe ser o todo lo contrario. Lo mismo que el hombre no controla la personalidad de su mujer, y viceversa, ni los amigos están obligados a cambiar sus personalidades para ajustarse a las perspectivas del otro, la relación padres e hijos resulta a la vez más libre, más placentera (con menos culpa) y más responsable si tenemos en cuenta que no estamos frente a un ser que hay que modelar de cierto modo…para que no se eche a perder, sino que estamos frente a un ser al cual hay que proteger y simultáneamente respetar su camino y sus experiencias en la medida que cada progenitor pueda y quiera hacerlo. El autor concluye este importante capítulo de su libro con las siguientes palabras: “El “grupo de iguales” es una expresión paternalista que utilizamos referida a los hijos para denominar lo que llamamos “amigos, colegas y socios” al referirnos a nosotros mismos. Refunfuñamos cuando los hijos se empeñan en llevar esa dichosa ropa, pero también a nosotros nos molestaría que algún superior nos obligara a ponernos una bata de color rosa para asistir a una reunión del consejo de dirección, o un traje de poliéster discotequero para una conferencia académica. “Estar socializado por un grupo de iguales” es otra forma de decir “vivir con éxito dentro de una sociedad”, lo cual, para un organismo social, significa “vivir”. Es de los niños, sobre todo, de quienes se dice que son tablas rasas, y esto nos puede hacer olvidar que son personas.” (pág. 579).
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