jueves, 16 de octubre de 2008

Daguerrotipo

El ojo de la Historia 
PUBLIO LÓPEZ MONDÉJAR 
EL PAIS SEMANAL - 05-02-2006

Cuando el daguerrotipo fue presentado en 1839 por el diputado liberal François Arago, la primera idea que llegó a la mente de los científicos y artistas de la época fue su aplicación inmediata al campo del retrato y el paisaje. El metal tornasol del daguerrotipo devolvía la imagen exacta de la realidad con un grado de precisión inalcanzable para la pintura. No es casual que su primera víctima fuese el retrato en miniatura, tan demandado entonces por la aristocracia y la ascendente burguesía industrial, lo que suscitó agrias diatribas por parte de los que le reprochaban su origen mecánico y la supuesta falta de vocación artística de sus inventores y apóstoles. De hecho, el daguerrotipo se conoció como el espejo con memoria: el ojo, la mano, la técnica, frente al espíritu. Luego, en plena madurez del lenguaje fotográfico, ya se vio que cuando la fotografía era realizada por alguien con talento, también era capaz de transmitir las sensaciones del espíritu, abriendo un antiguo debate, que todavía preocupa a expertos, marchantes y a los propios fotógrafos.

En 1856, cuando el daguerrotipo había dejado paso a otras técnicas capaces de multiplicar infinitamente las imágenes, Ernest Lacan ya intuyó que la fotografía acabaría convirtiéndose en el gran auxiliar de la historia y que la futura tarea de los fotógrafos iba a ser la de documentar los sucesos más relevantes y dignos de perpetuación y de recuerdo. En vísperas de su definitiva masificación, la fotografía comenzaba a convertirse en una verdadera memoria de la realidad, ocupando una ancha parcela que la pintura, acomplejada entonces por la pujanza del nuevo lenguaje, parecía abandonar. "Hay que reconocer", escribió el pintor Claudet en 1861, "que en este campo la pintura está en pleno proceso de desaparición, y ha sido la fotografía la que ha acabado con ella. ¿Por qué ya no hay miniaturistas y los pintores abandonan la pintura de historia? Pues por la sencilla razón de que la fotografía consigue una exactitud tan absoluta que, cuando menos, agrada en corazón y llena de satisfacción la memoria".

Fotografía y memoria comienzan a convertirse en términos sinónimos. El fotógrafo es visto no sólo como un artesano dotado de mayor o menor destreza y talento, sino como una especie de demiurgo, a través de cuyo trabajo se iba tendiendo un puente vigoroso entre las grandes figuras, la vida cotidiana, los acontecimientos más trascendentes y la posteridad. Los pueblos, las personas fotografiadas a lo largo de los años, han ido cambiando o desapareciendo, pero sus imágenes permanecen inalterables gracias al milagro de la fotografía. Porque la cámara es esencialmente una herramienta honesta, capaz de mostrarnos un trémulo reflejo de la vida, con un grado de veracidad inalcanzable para cualquier otro lenguaje. Y es aquí, en esta cualidad de espejo del pasado y fuente de memoria, donde reside buena parte de la fascinación que las viejas y amarilllentas fotografías provocan en nosotros, al mostrarnos instantes fugaces que el paso implacable del tiempo convierte en pasado en el momento mismo de la toma. Las fotografías antiguas no sólo llenan de satisfacción la memoria, sino que también ayudan a ésta a precisarse, convirtiendo en presente aquello que ya no existe ni en los confines más remotos del recuerdo.

Tan importante como la propia técni-ca, para la integración de la fotografía en los hábitos culturales de la sociedad fue decisivo el perfeccionamiento de los procedimientos fotomecánicos que propiciaron el nacimiento de la prensa ilustrada en los años postreros del siglo XIX, tan bien representada en España por semanarios como Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Mundo Gráfico o La Esfera. España vivía entonces la resaca del desastre colonial y veía cómo se desmoronaba el tinglado de la vieja farsa de la Restauración. El mismo año en que ABC nacía como diario, en julio de 1905, el país llegó a tener hasta cuatro presidentes de Gobierno diferentes, y en el tiempo en que La Vanguardia iniciaba la publicación de sus célebres páginas de huecograbado, Mateo Morral lanzaba una bomba envuelta en un elegante ramo de flores contra la comitiva de la boda real, tenían lugar en Barcelona los sucesos estremecedores de la Semana Trágica y Ferrer Guardia era fusilado en los fosos del siniestro castillo de Montjuïc. La prensa gráfica llegó a reflejar ya estos acontecimientos, y precisamente sobre esta información se fue consolidando su prestigio y el de los primeros reporteros. El reconocimiento popular del periodismo gráfico español se produjo definitivamente durante las sucesivas campañas de Marruecos: miles de desdichados fueron arrancados de sus casas para ir a morir en los desolados blocaos y aduares del Rif.

La guerra fue durante años el centro de la vida política nacional y la causa directa o indirecta de los sucesos decisivos de la historia de España, como la radicalización de las protestas obreras, los años inaugurales del deporte, la bronca realidad de las plazas de toros, el abigarrado enjambre de las calles, la huelga general de 1917, el golpe de Estado del general Primo de Rivera, la dictablanda de Berenguer, la trémula esperanza republicana, o el golpe de Estado militar de 1936, que sumió a España en el más atroz drama humano de su historia contemporánea. La gran popularidad de la prensa gráfica afianzó la de algunos reporteros como Alfonso Sánchez García, Alfonso Sánchez Portela -conocidos profesionalmente como Alfonso-, Campúa, Merletti, Brangulí, Cervera o Díaz Casariego, la mayoría de los cuales se habían formado en los inclementes resoles africanos. Ellos son los que con su perseverancia y su talento nos han dejado una imagen fidedigna de aquella España menesterosa, alegre y confiada que vivía ya sin saberlo las vísperas de su final.

Su testimonio se completa con la obra de los modestos fotógrafos populares, que a lomos de caballería o en los temblorosos autocares y diligencias de la época recorrieron el país retratando a los lugareños y realizando foto-noticias, que enviaban luego a los diarios y revistas ilustradas. La fotografía, como una emanación viva de la realidad pretérita, nos ofrece en aquellas imágenes inolvidables el valor complementario de su carácter de certificación de lo que fue, independientemente de sus méritos técnicos o artísticos. Así, a pesar de lo forzado de las poses, de la actitud misma de los modelos, desamparados ante la presencia de la cámara, la contundente verdad de la fotografía nos obliga a creer que lo reflejado en la edad eterna de las placas, alguna vez ha sido y aún late en la vertiginosa fugacidad del presente.

En los años de penitencia y de terror que siguieron a la Guerra Civil, la vida cultural quedó violentamente cercenada. En el ambiente de exaltación nacionalista propiciado por la victoria militar, el arte -y, por supuesto, la fotografía- era concebido como algo meramente ceremonial puesto al servicio del Estado y del imperio, entre pompier, reverencial y azul. Pero los fotógrafos populares siguieron trabajando al margen de cualquier tipo de oficialismo, manteniendo vivo el espíritu de los ambulantes de la preguerra, que debían atender aún la creciente demanda de los lugareños, que con sus retratos buscaban recomponer la geografía afectiva de su entorno familiar, doblemente devastado ahora, más que por las enfermedades y el olvido, por la cárcel, el exilio o la muerte en los frentes.

Junto a ellos y pese a la férrea censura de prensa, se mantuvo el trabajo de los reporteros gráficos, cuya obra constituye hoy un documento conmovedor de una España atenazada, que todavía se lamía las heridas de la guerra. Contrariamente a los fotógrafos oficiales, aquellos sencillos profesionales no tenían el más mínimo interés en disimular los estragos de la realidad, y en la medida en que las circunstancias se lo permitieron, fueron elaborando una especie de reverso de la imagen pregonada desde los despachos de Prensa y Propaganda del Régimen.

Con el Plan de Estabilización de 1959, España comenzó a desprenderse de la roña moral de la dictadura. Pese a que la prensa continuó infravalorando la información gráfica, una vigorosa generación de reporteros, herederos directos de la vanguardia documental iniciada en los años cincuenta y sesenta por Catalá-Roca y otros maestros como Masats, Cualladó, Paco Gómez o Miserachs, comenzaron a construir un monumental testimonio de los cambios sociales, políticos y culturales del país y de su esforzada lucha por la libertad perdida. Entre los miembros de esta generación figuran no pocos reporteros de prensa, que nos han dejado un documento luminoso de aquellos años convulsos del tardofranquismo y la transición democrática, entre 1972 y 1983.

Tras la muerte de Franco, la España atávica comenzó a desvanecerse, para convertirse en pocos años en un país industrial y moderno. Tras el fracaso del esperpéntico pronunciamiento militar de febrero de 1981, la democracia pareció definitivamente asentada. Si la primera revolución democrática española había durado un sexenio, entre 1868 y 1874, y la segunda, lo que duró la trémula esperanza republicana, entre 1931 y 1936, el actual periodo democrático está ya a punto de cumplir 30 años. En 1991, tras casi una década de Gobierno socialista, se había consolidado un Estado de bienestar nunca alcanzado hasta entonces. Cuatro años después, el país alcanzó la cifra de 40 millones de habitantes -las últimas estadísticas hablan ya de 44 millones-, de los que el 76% vive en las ciudades, y más del 10% ha nacido después de la muerte del dictador.

Tras un cuarto de siglo de democracia, la enseñanza universitaria se ha descentralizado, con 70 universidades diferentes a las que acuden un millón y medio de estudiantes, una cifra superior a la de los trabajadores del campo. Del desolador panorama cultural heredado de la dictadura, España ha pasado a vivir un profundo dinamismo, que se manifiesta en sus índices de edición, en la pluralidad lingüística asumida por el nuevo Estado de las autonomías y en la creación de numerosos museos y centros culturales. En 1990, la presencia laboral femenina se emparejó con la masculina. El desarrollo social del país ha llevado inevitablemente a su secularización. El número de matrimonios civiles ha pasado de 877 en 1978 a más de 80.000 en 2004, mientras que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero acaba de reconocer el derecho al matrimonio a las personas del mismo sexo.

Como otros países de su entorno, España se enfrenta ahora a una situación compleja, definida por los efectos de la marginación laboral y social, la preocupante ausencia de nuevas formas de solidaridad, la amenaza del terrorismo internacional, el creciente prestigio de la ética del éxito y el reto de la integración de unos tres millones de inmigrantes, que cada día más van dejando su huella y su presencia en todos los escenarios. Esta nueva España está presente en la obra de escritores, pintores, cineastas y, por supuesto, en la de los fotógrafos, que con su trabajo nos han dejado un deslumbrante fresco iconográfico del país, desde los años difíciles de la transición hasta la frontera de los siglos.

A lo largo de los diversos volúmenes de esta historia gráfica de España que ahora inicia El País, tendremos ocasión de contemplar la obra de todos aquellos fotógrafos cuyo propósito esencial era el de obtener un recuerdo o un documento, pero dejando en ellos la huella de su propia mirada. "Ningún arte me habla", ha escrito Antonio Muñoz Molina, "de la parte más frágil y verdadera de mí mismo como la fotografía. De mí mismo y del mundo, del pasado individual y del que comparto con otros y el que recuerdo sin haberlo vivido". En estas fotografías encontramos la imagen de nuestro presente más cercano, la de nuestros abuelos y bisabuelos, la realidad colectiva de un país que trata esforzadamente de superar los estragos de su historia, pese a las inercias nostálgicas de la derecha más montaraz. El testimonio de las cámaras nos acerca a la realidad social, cultural, deportiva, económica y política de la España del siglo XX, en un gozoso y necesario ejercicio de rememoración que nos permite conocernos a nosotros mismos y al país ya remoto en el que nuestros abuelos amasaron su pan.

La evidencia de la realidad. Por Ángel Bahamonde.

Vivimos en lo que se llama la sociedad de la información. La era de la imagen. Y esta realidad no puede ser obviada por el historiador. Un historiador que día a día lucha con ideas, palabras y matices para conformar una visión ajustada de presentes acabados en un mundo poliédrico y extremadamente complejo. Entre sus nuevos parámetros metodológicos, la fotografía emerge como herramienta indispensable. Al acabar la II Guerra Mundial, muchos jerarcas y cuadros dirigentes y militares del nazismo fueron juzgados. El acta de acusación halló un sustento irrefutable en las fotografías y el testimonio de Francisco Boix. Este fotógrafo se hizo profesional durante la guerra civil española, y en el exilio se incorporó a las actividades de la resistencia francesa. Capturado por los alemanes, fue enviado al campo de Mauthausen, donde su calidad de fotógrafo le llevó hasta los servicios de investigación. Boix revelaba las fotos que realizaban los jefes del campo. Las fotos de la barbarie. Con grave riesgo de su propia vida, Francisco Boix guardó para sí una copia de aquellas imágenes, y cuando el campo fue liberado sacó a la luz una espectacular y espeluznante colección. Dos rotativos franceses de corte comunista la difundieron en parte: el diario Ce Soir y la revista Regards. Miradas. Miradas auténticas sobre una realidad innegable que Boix corroboró al participar como testigo de la acusación en el gran proceso de Núremberg contra los dirigentes de la Alemania nazi, y poco después en el proceso de la sección de crímenes de guerra contra los antiguos mandos del propio campo de Mauthausen.

Una de las fotografías que más me impresionan de la colección de Boix, porque pienso que sintetiza mejor que mil palabras el desprecio por la vida y la dignidad del hombre que imperaba en los campos de la muerte nazis, es la de un prisionero soviético que fue ahorcado con la cuerda que sostenía su pantalón. Aparece colgado con medio cuerpo desnudo y la chaqueta del uniforme de preso. La imagen habla por sí misma, en una terrible soledad. Bien podemos decir que la fotografía como testimonio de una época y como lugar imprescindible para la memoria histórica alcanzó la mayoría de edad en Núremberg.

A ninguno escapa que una foto puede ser intencionada, puede ser utilizada como propaganda. Incluso se trucan las fotos que convienen para crear silencios y ocultar una historia verdadera. Es el caso de la misteriosa desaparición de Trotsky en la historia fotográfica de los primeros tiempos de la revolución rusa, por orden de Stalin. Quizá la foto que está más desprovista de cualquier carga subjetiva sea la foto-reportaje, probablemente la más útil para el historiador en su permanente búsqueda de la precisión y la objetividad. Las fotos intencionadas pueden tener una carga y capacidad narrativa evidente, como el inevitable Beso de Doisneau, y asimismo una carga simbólica: el beso representa la esperanza de futuro de unos jóvenes en una Europa traumatizada tras la II Guerra Mundial. En gran medida, nuestra memoria personal está compuesta por una secuencia de imágenes en las que la fotografía es el soporte básico. Nuestro recuerdo de la guerra civil española probablemente sería distinto sin las fotos de Robert Capa o de Gerda Taro. Capa supo penetrar a la perfección en la psicología de sus protagonistas. Fotos espontáneas, a veces intencionadas, pero que reflejaron con sumo dramatismo el terror de una guerra: de los soldados que la enfrentaban y la retaguardia que la sufría.

Cierto que las fotografías más dramáticas y los ejemplos más visitados, hasta el punto de convertirse en iconos y reconocerse como símbolos de una época, son las instantáneas de guerra. Todavía necesitamos evidencias de que los hombres matan a los hombres. Necesitamos saber cómo. Qué sucede en ese preciso instante en que acaba una vida. Pero la fotografía es elemento indispensable para reconstruir la vida cotidiana de las gentes. Es indispensable para hacer una aproximación a los valores estéticos de una época. También para ver cómo un tiempo histórico se representa a sí mismo. Instrumento, por tanto, esencial para reconstruir las psicologías y las conciencias colectivas.

Minor White dijo: "Las dos únicas características intangibles de la fotografía son el sentido de la presencia y el sentido de la autenticidad del mundo visible". Podríamos pensar que la calidad de lo presente y lo real existe en la medida en que puede ser captado por el objetivo. Pero la fotografía, con toda su carga de realismo, transmite y expresa emociones y conceptos que no se sustentan tanto en la imagen cuanto en los ojos de quien la mira. Mirar una fotografía, siempre anterior a nosotros, siempre anclada en un pasado largo o inmediato, es verter una parte de la frágil memoria personal en la profunda memoria colectiva y social. Mirar una foto es proyectar parte de nuestro presente en un momento en el que sencillamente no existíamos, porque no estábamos allí.

En última instancia, aunque la fotografía sea capaz en sí misma de componer un discurso histórico propio -con una secuencia-, ello no significa que en un futuro el libro, tal como lo hemos concebido hasta ahora, haya de ser sustituido por este nuevo discurso. El historiador seguirá transitando imágenes y palabras, a veces anónimas, a veces secretas, y revelando la verdad que dejen traslucir. Siempre la palabra creará silencios que la potencien, y siempre la fotografía provocará el diálogo entre dos miradas: la del pasado congelado en un instante y la del presente, en el que cada generación interroga al pasado desde sus propios códigos e inquietudes.

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