Date: Wed, 4 Apr 2001 01:05:28 +0200
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Queridos amigos, os recomiendo vivamente el siguiente artículo ("Efecto secundario del fracaso escolar", de Santiago Villagrá) que podéis encontrar en www.docencia.com Aunque es extenso, os lo reproduzco abajo. Un saludo. Pedro Galván.
Efecto secundario del fracaso escolar
por Santiago Villagrá
Es probable que los profesionales de los distintos gremios abriguen ciertas pretensiones en algún momento de su carrera, lo que generalmente suele coincidir con los comienzos de ésta, cuando se tiene aún poca experiencia. Lo normal es que estas pretensiones se difuminen pronto, en cuanto el profesional descubre que las cosas no son tan simples como parecían vistas desde la facultad universitaria o desde la información suplementaria recabada sobre la profesión. La realidad presenta siempre un colorido mucho más variado cuando se la mira desde dentro que desde fuera.
Puede que un joven haya estudiado Medicina seducido por un deseo elogiable de salvar vidas humanas o de descubrir alguna vacuna contra enfermedades por ahora incurables; otro, Derecho para hacer justicia en un mundo poco propenso a ejercerla; otro, Periodismo para revelar a la opinión pública la verdad de los hechos con la máxima fidelidad a éstos, etc. Pero tendremos que estar de acuerdo en que el deseo de liberar a seres humanos de la enfermedad o de descubrir medicamentos eficaces exige algo más que buenas intenciones; que en la profesión de la abogacía no todo es trigo limpio ni oro (o "pico de oro") todo lo que reluce; que en el periodismo, la verdad a secas, sin velos ni aderezos -o, lo que es lo mismo, sin intereses crematísticos- suele brillar por su ausencia mientras la literatura periodística deja mucho que desear. De este modo las elevadas pretensiones de nuestro joven profesional no tardan en diluirse en un escéptico buen hacer, tomando como útil punto de partida los conocimientos adquiridos y heredados, la propia experiencia y la que se aprende de los compañeros de la profesión más curtidos. Eso no significa que, en el caso del médico, tenga que renunciar a la investigación del deseado medicamento que aguardan millones de enfermos, ni, en el caso del abogado, a defender causas en los litigios judiciales con el código civil o penal en la mano, o, en el caso del periodista, a relatar los sucesos dignos de merecer la categoría de noticia periodística con la máxima fidelidad y rigor y en un lenguaje apropiado.
Esta tendencia a la rectificación desde el contacto con la realidad profesional y con la experiencia no suele estar sin embargo tan extendida en la profesión docente. Sorprende encontrarse con maestros que, después de muchos años en la enseñanza, creen que pueden obrar el milagro de que todos los alumnos salgan del sistema educativo con un brillante título debajo del brazo, no sin antes haberles persuadido de la utilidad de las materias estudiadas. Como la realidad suele ser más tozuda que los deseos y el milagro no se produce ni de lejos, se recurre a métodos y trucos diversos destinados a producirlo. Naturalmente, los intentos no suelen pasar de una fase experimental declaradamente chapucera cuyos resultados suelen ser por supuesto mucho peores que si se hubiera prescindido del experimento. En la pedagogía moderna -lo de moderna es un decir- la utilización de trucos ideados para erradicar el denostado "fracaso escolar" -ese demonio con cuernos y rabo que todos, desde los gobiernos hasta los maestros pasando por los padres y la "sociedad", están empeñados en exorcizar al precio que sea-, no sólo está perfectamente autorizada sino que constituye un indicio de prestigio profesional, una especie de pedigrí que, por ejemplo, permite a muchos docentes abandonar de por vida la enseñanza para investigar métodos pedagógicos milagrosos en instituciones de difícil nomenclatura (en España, los CEPs, CPRs, CEFOCOP, por mencionar sólo las más conocidas).
Sin embargo, los dogmas pedagógicos bienintencionados suelen ir por un lado y la práctica docente del día a día por otro. "Cada maestrillo tiene su librillo", reza el viejo refrán que, como la mayoría de los refranes, excede las estúpidas fronteras de los "políticamente correcto" pero, eso sí, ateniéndose al mucho más vasto y universal sentido común. Lo cierto es que el dogma tiene un efecto expansivo en el gremio que sólo cabe calificar de preocupante. Tradicionalmente, en el magisterio la credulidad ha constituido un sello distintivo del gremio, lo que se corresponde con su no menos tradicional fidelidad a las políticas gubernamentales de turno. Tal vez este fenómeno se explique por la condición de funcionarios de los maestros. Tal vez. Pero puede que haya otras causas menos simples y probablemente asociadas al ejercicio de la docencia. El escepticismo característico de otra profesiones parece que en ésta sólo funciona en el plano individual, e incluso en este ámbito tiende a llevarse con una sospechosa discreción. Hay miedo al qué dirán, a los reproches de la mayoría uniformada en torno al dogma-imperativo (asegurar como sea el éxito escolar) y al anatema (reconocer sin remilgos que el fracaso, o como se quiera denominarlo, forma parte de la realidad). Quizá porque el gremio docente es más gremial de lo que debiera por culpa de la idiosincrasia de su profesión (ya se sabe, todos juntos a todas partes).
Masificada en una sociedad de masas y obligatoria por imperativo legal para todos los menores de 16 años, la escuela cumple su función invariablemente desde su creación: enseñar los utillajes básicos a los alumnos para que puedan abrirse camino en la vida profesional y social. No hay más tela que cortar. Sin embargo, este cometido conlleva un riesgo nada desdeñable: la posibilidad de que los beneficiados por la enseñanza no tengan ningún interés por aprenderlos, bien sea por la lógica irreflexión propia de estas edades, por pereza, por falta de estímulos familiares o de índole social. Para muchos alumnos el centro escolar es por encima de todo un espacio de sociabilidad más que de conocimiento académico, aunque lo ideal sería que para todos lo fuera en ambos sentidos. Reconozcamos que un médico no conoce semejante riesgo. Los pacientes acuden a su consulta con un sincero deseo de curarse y someterse al tratamiento que le imponga, no para pasar el rato. Ignorar la existencia de tal riesgo supone una frivolidad mayúscula, sobre todo cuando se puede acusar a quien sea de que exista: a la enseñanza "academicista" (un pleonasmo flagrante, por cuanto toda enseñanza sólo puede ser academicista, como cualquier tratamiento sanitario o medicamento tendrá que ser "saludable") al origen social y cultural de los alumnos, a la televisión por supuesto, a la presencia de inmigrantes, al Gobierno, a la reforma educativa de moda, etc. La búsqueda de culpables tiende a derivar en paranoia. Cuando el enemigo se multiplica y diversifica, los normal es que empiecen a aparecer enemigos invisibles. Y pensar que nos ahorraríamos este desasosiego sólo con que se reconociera lo evidente y se dejara de parlotear todo el tiempo del fracaso y del éxito de los alumnos.
Además, mientras que éstos progresan, si es que progresan, en parte -sólo en parte, es inútil engañarse- gracias a los buenos oficios de los docentes, con la meta puesta en el deseado final de los estudios, el profesor está abocado a enseñar más o menos lo mismo año tras año a nuevas promociones de estudiantes. Si se mira desde este punto de vista el negocio no resulta demasiado rentable para el maestro, al menos en comparación con la elevada rentabilidad que obtiene -o debería obtener- el alumno. Pero la profesión docente no admite otra alternativa. De ahí que requiera una dosis considerable de generosidad. Y el que no lo vea de este modo, mejor que la abandone cuanto antes. Es sabido el escaso valor, por no decir nulo, que de hecho se concede a la filantropía en la sociedad del consumo y de la abundancia. En Holanda el gobierno está reclutando maestros llamando de puerta en puerta a los que desertaron en su día para saltar a profesiones mejor pagadas y menos problemáticas. En el Reino Unido ya se han anunciado plazas para profesores en vallas publicitarias.
Siguiendo una casi ancestral tradición, el oficio de docente carece de eso que pomposamente se llama consideración social; un maestro ni gana tanto dinero como un dentista -oficio duro donde los haya- ni puede medrar en la profesión hasta el punto de salirse mucho de la tangente. Enseñar a menores de edad durante toda la vida no siempre merece los elogios que cabría esperar, si exceptuamos los habituales que en un momento de éxtasis nostálgico asaltan a la celebridad que en el discurso académico de reconocimiento recuerda a su primer maestro, o los ya tópicos elogios del ministro de Educación de que toque.
Se conocen casos de maestros -preferentemente hombres- que se avergüenzan de su profesión en escenarios muy distintos de los exactamente gremiales. El pánico a la sonrisita sarcástica produce este género de sentimientos. Compárese con la favorable impresión que causan otras profesiones -un periodista, un abogado, un médico. Del primero se admira el brillo y la cercanía con los escenarios del poder y la fama; del segundo, que te libra de desagradables problemas administrativos, económicos o laborales a cambio de cuantiosos honorarios, y del tercero, para qué hablar. Pero un maestro... parece que entretiene a los niños mientras de paso les enseña algunas nociones de matemáticas, geografía, historia, etc., que no tardarán mucho en olvidar del todo, como aseguran los listos de turno (a estos les recomiendo la lectura de un libro de hermoso título, El tesoro de los saberes olvidados de Jacqueline de Romilly, en la editorial Península). Ya lo decía el escritor Josep Pla, el maestro es "un organizador de ausencias" que obedece a la secular tendencia de los padres a "encerrar a sus hijos, intermitentemente, en lugares remotos, seguros y de escamoteo difícil".
La tendencia a la igualación en eso que se ha dado en llamar "carrera docente", que ha reducido al vetusto catedrático a la "condición de" y al inspector en un agente simpatizante del partido gubernamental, y la propia naturaleza académica del gremio, que sólo distingue entre diplomados y licenciados (y los primeros ya están exigiendo homologarse con los segundos), todos ellos destinados, sin embargo, a enseñar a los alumnos cada vez más uniformados por una común infantilización, es suficiente para ahogar cualquier aspiración de promoción interna equiparable a la vigente en otras profesiones liberales.
Quizá una de las consecuencias de esta insatisfacción profesional, sólo reconocida dentro del gremio e interiorizada ante el mundo exterior, se traduzca en ese peculiar redentorismo que circula en el sector y que los primeros en atizar son aquellos que han logrado evadirse de la docencia sin abandonar del todo la profesión: los tenaces inquilinos de todos esos organismos docentes de siglas tortuosas cuya finalidad se reduce a idear de vez en cuando trucos milagrosos para erradicar el denostado fracaso escolar y convertir la escuela en el paraíso idílico con el que seguramente soñaron mientras estudiaban Magisterio, es decir, cuando no tenían ni remota idea de lo que era un niño.
También en este mismo contexto se explica la exaltación de la pedagogía, su conversión en ciencia experimental y presumiblemente científica, y el intento de elevar a los maestros a la categoría de educadores de las futuras generaciones que, gracias a la educación recibida por ellos, redimirán a la humanidad de su seculares desastres. ¿Para qué más reconocimiento social que la autosatisfacción derivada de tan loable propósito? Lo de menos son las consecuencias de su puesta en práctica. En la enseñanza son factibles todos los experimentos imaginables, incluidos los encaminados a la destrucción de sus pilares básicos, con tal de borrar la pesadilla del fracaso escolar e invertir las líneas descendentes de las estadísticas oficiales: desde suavizar los programas escolares, adaptándolos a la ley del mínimo esfuerzo, hasta suprimir las pruebas con las que el profesor debe verificar si el alumno aprende de verdad. De esta manera, el éxito del estudiante redundará en el éxito profesional del profesor, y así se habrá suprimido la sensación de frustración suscitada por la presencia de unos alumnos en general desmotivados y perfectamente seguros de la inutilidad de las enseñanzas que reciben en las escuelas. Todos sabemos quién gana y quién tiene todas las de perder en este reparto de hipotéticos éxitos entre profesores y alumnos, al menos a corto o medio plazo. Es verdad que no se trata de un dilema crucial para la vida de los alumnos y que el fracaso escolar no tiene por qué determinar fatalmente el futuro de quienes lo padecen. Pero más vale no agrandar lo que, se quiera o no, va a existir siempre, porque forma parte de la variedad humana, mediante trucos o enmascaramiento.
A propósito de éxitos, fracasos y experimentos pseudocientíficos, en la célebre novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert, aparece un boticario de pueblo llamado Homais, que presume de su progresismo volteriano y anticlerical y profesa un detestable culto a la ciencia positiva y experimental (algo que por otra parte no es más que una pueril contradicción puesto que nada se presta menos al culto que la ciencia, en la que priman las verificaciones y los hechos demostrables). A este boticario progre se le ocurre un día curar la deformidad congénita en un pie que padece el mozo de caballos de la hostería de la localidad. Para hacer realidad su ocurrencia involucra a Charles Bovary, un médico mediocre, pero laborioso y responsable dentro de sus limitaciones, casado con una mujer -Emma- cuya ambición corre paralela a su frenético deseo por satisfacerla, y que se deja seducir por el fruto del éxito que el diabólico farmacéutico le pone delante de los ojos más para calmar la ambición de su esposa que por amor al éxito. De ahí la astuta estratagema de Homais de trasladar este sentir no a Charles, sino a su mujer. ("El éxito es casi seguro. Alivio para el paciente y rápida celebridad para el operador", le dice a Emma. Como intuitivo psicólogo que era, Flaubert hace que el boticario anteponga el interés del paciente al del propio médico, aunque al primero le desea sólo un "alivio" y al segundo una "rápida celebridad". Salta a la vista quién de los dos habría de salir peor y mejor parado en el negocio.) Naturalmente, la operación quirúrgica a la que Charles somete al pobre cojo acaba en un fracaso descomunal. A los pocos días de la intervención, y ante los atroces dolores que sufre el muchacho, el farmacéutico se ve obligado a llamar a un cirujano de verdad para que asista al enfermo.
El lamentable episodio concluye con la amputación no ya del pie dañado, sino de la pierna gangrenada. Como es lógico, este fracaso atormenta a Charles mucho más que al boticario, quien se queda tan tranquilo, refugiado en su recurrente arsenal de justificaciones pseudocientíficas. Después de todo él no participó en la operación más que como bienintencionado inductor de la idea y ocasional asesor del médico. Además, antes de que aparecieran los perniciosos efectos secundarios de la operación se preocupó de publicar en el periódico local el éxito de ésta, del que se sentía activo protagonista, mientras el pobre Hyppolitte (así se llama el mozo de caballos de la hospedería) arrastraba su pierna de palo -regalo de quien se la amputó- por las calles del pueblo.
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