martes, 20 de mayo de 2008

P.Hoeg. La mujer y el mono

Peter Hoeg
La Mujer y el Mono
Tusquets Editores. Colección andanzas.
Barcelona, mayo 1998.
270 pags.

Cap 1.

Un mono se acercaba a Londres. Iba sentado en un banco de la cubierta de un velero, a sotavento, con los ojos cerrados y envuelto en una manta de lana, pero aunque iba encorvado hacía parecer al hombre que tenía enfrente más pequeño de lo que realmente era.

Por aquel entonces el hombre se hacía llamar Bally, y sólo había dos cosas en la vida que seguían teniendo interés para él: el momento en que arribaba a una gran ciudad y el momento en que partía de ella; y ésa era la razón por la que se levantó, se acercó a la borda y se quedó de pie mirando la ciudad; y al hacerlo cometió la primera y última equivocación del viaje.

Su distracción se transmitió a la tripulación. El timonel accionó el piloto automático, el marinero fue de la cubierta de proa a la de popa, y ambos se acercaron a la borda. Por primera vez en cinco días, los tres hombres se quedaron inactivos, absortos en la visión de las luces eléctricas de los suburbios, que bailaban como luciérnagas al paso del barco y desaparecían tras él.

Durante la noche se había levantado brisa. Ahora el Támesis estaba revestido de franjas acanaladas de espuma blanca y el barco, que recibía el viento directamente de popa, llevaba izado -además de la vela mayor totalmente desplegada-un gran foque. Navegar con tanto velamen desplegado lindaba con la insensatez, pero Bally confiaba en llegar a su destino antes del amanecer.

Ahora se daba cuenta de que no lo conseguiría. Algo cambió en el aire, y las primeras luces de la mañana primaveral se extendieron sobre las casas como una pelliza grisácea. Bally se acordó del mono y se dio la vuelta.

El animal había abierto los ojos y estaba inclinado hacia delante. Una de sus manos descansaba ahora sobre el pequeño interruptor del cuadro de mandos que regulaba el piloto automático.

Bally siempre llevaba en cubierta los animales que transportaba en el velero, porque así disminuía el riesgo de que murieran mareados, y aquel modo de proceder siempre le había dado buenos resultados. Los sujetaba con arneses, los cubría con mantas y, dos veces al día, les suministraba un miligramo por kilo de peso de un potente neuroléptico. Sujetos de tal modo y sin percibir claramente lo que los rodeaba, solían pasar el viaje amodorrados.

Probablemente, en lo sucesivo habría que cambiar de procedimiento, razonó para sí con esa velocidad con la que a veces se consigue pensar en un intervalo demasiado corto para reaccionar fisicamente.

Con cierto aunque mínimo retraso en relación con el movimiento de la mano del mono, el piloto automático desvió el rumbo del barco unos pocos pero fatales grados respecto a la dirección del viento. El velero se balanceó desmañadamente sobre el agua picada. Después trasluchó y dio un bandazo.

En aquel instante, el mono miró de frente a los tres hombres.

Muchos años antes, Bally había descubierto que la vida consistía en una serie de repeticiones, cada vez menos apetecibles, y que en aquel mal sabor de boca generalizado el ser humano no era más que una repetición; también era consciente de que si había buscado a lo largo de su vida un contacto tan íntimo con los animales era porque tras aquel disgusto instintivo generalizado se encontraba el placer de dominar a unos autómatas inferiores a uno mismo. Ahora aquella noción de insipidez general se puso a prueba.

Los movimientos del mono eran metódicos y estaban bien pensados, y aquello no era lo peor. Lo peor, lo que se le iba a quedar grabado a Bally durante el resto de su vida -aunque sólo duró una fracción de segundo-, fue lo que vio en sus ojos.

No tenía palabras para aquello; en aquel momento, nadie tuvo palabras para aquello. Pero, de alguna manera, era lo opuesto a un automatismo.

El mástil del velero medía diecisiete metros de altura, la superficie de la vela mayor era de más de cuarenta y cinco metros cuadrados, y por tanto el movimiento fue demasiado rápido para poder seguirlo con la mirada. Los tres hombres no llegaron a percibir más que el bandazo y un chasquido parecido a un disparo de pistola cuando la botavara hizo saltar dos obenques de acero a babor. A continuación fueron barridos de la cubierta y arrojados al Támesis.

Con un gemido de cojinetes forzados, el piloto automático se adaptó a la nueva virada y corrigió el rumbo. Con su propia velocidad de doce nudos, a la que había que añadir dos nudos correspondientes a la fuerza de la subida de la marea, el barco -de nombre El Arca- continuó rumbo a Londres, ahora con el mono como único pasajero.

Quince minutos más tarde, el barco recibió una primera llamada por la radio de onda corta. Aquella llamada, igual que las dos siguientes, no obtuvo respuesta; después ya no hubo más llamadas.

Pero tras los cristales ahumados de la ventana de un puesto de observación cercano a Deptford Ferry Road, un agente de la policía fluvial apartó el micrófono y tomó los prismáticos. Lenta pero concienzudamente, el sistema inmunológico de la ciudad se puso en marcha para detectar una infracción del reglamento.

Antes de llegar al Puente de la Torre, en el puerto de recreo cercano a The Pool, el Royal English Yacht Club tiene un café. Allí, durante los meses de verano, se sirven desayunos en una terraza al aire libre que hay entre el río y los muelles de St. Katharine, y aquella mañana, pese a ser temprano todavía, había ya cerca de una docena de clientes.

Se dice que The Pool es el único lugar donde las aguas del Támesis son azules. Es allí donde suelen fondear los yates de las casas reales. Desde allí se hacen a la mar las delegaciones diplomáticas de Londres para almorzar en los buques escuela nacionales. Fue allí donde, un día de septiembre de 1866, cien mil personas asistieron a la famosa recta final de la regata entre los clípers Teaping y Ariel.

Algo parecido a la expectación suscitada aquella vez se produjo en la terraza del Yacht Club cuando divisaron El Arca. Todos los presentes identificaron el barco como un Ocean 71, construido en Poole, un queche inglés rápido pero clásico; y por el descuidado modo de navegar y el temerarlo velamen desplegado podían apreciar que se trataba de un patrón de la vieja escuela, un tradicionalista que se dirigía a puerto sin ayuda de motor. Poco después vieron al patrón tras los delfines dorados del mascarón de proa, sin traje de agua, sin gafas de sol, incluso sin gorra, vestido simplemente con un sobrio abrigo de color gris. En la terraza se hizo el silencio; todos sabían lo que iba a suceder, porque habían oído cómo solían proceder los grandes patrones: echaría el ancla en el último momento, arriaría con estrépito todo el velamen a la vez, y el velero se deslizaría limpiamente rodeando la cadena hasta el embarcadero. Cuando El Arca atravesó la puerta de la esclusa todos se prepararon para aplaudir, algunos incluso habían levantado ya las manos, pero para entonces era demasiado tarde. Con un chirrido apocalíptico de madera astillada, el queche colisionó con el yate amarrado más al exterior, lo partió por la mitad y provocó una reacción en cadena como fichas de dominó a lo largo de la hilera de cascos de caoba y palo santo.

Entre los que estaban desayunando nadie volvió en sí con la suficiente rapidez para ver que el abrigo gris saltaba de la cubierta del velero a un casco que estaba a punto de hundirse, y rápidamente, aunque cojeando, desaparecía tras una casa. Pero dos personas lo vieron. En la sala de control de la esclusa, un guardia de la Taylor Woodrow, la compañía propietaria encargada de la gestión de los muelles de St. Katharine, dejó los prismáticos sobre la mesa y descolgó el receptor del teléfono. Y en la parte oriental de la dársena Johnny echó a correr.

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