martes, 6 de mayo de 2008

El monje y el filósofo

Jean-François Revel y Matthieu Ricard .
"El Monje y el Filósofo".
Ediciones Urano.
Barcelona, 1998.
info@edicionesurano.com
Pp. 326.

{pag. 18 a 21}
(...)
M. - De hecho, los que pudieron ya habían huido mucho antes, en los años cincuenta. A raíz de una disputa, el Tíbet rompió prácticamente las relaciones diplomáticas con China entre 1915 y 1945. Tenía un gobierno y mantenía relaciones con vanos paises extranjeros. Luego China empezó a infiltrarse en el Tíbet. Los funcionarios chinos iban a visitar el país, diciendo que simpatizaban con el pueblo y la cultura tibetanos. Hacían incluso ofrendas en los monasterios. Proponían ayudar a los tibetanos a modernizar su país, etc. Pero en 1949 invadieron militarmente el Tíbet comenzando por el este, la región de Kham. La invasión fue implacable, y con el tiempo quedó claro que iban a conquistar el Tíbet central y a hacerse con el poder y el Dalai Lama. Éste huyó entonces a la India, en 1959. Inmediatamente después se cerraron las fronteras y empezó una represión brutal. Hombres, mujeres y niños fueron encarcelados o encerrados en campos de trabajo, y ya fuera que cayesen víctimas de las ejecuciones o de las torturas y el hambre en los campos y las cárceles, el hecho es que más de un millón de tibetanos -uno de cada cinco habitantes- murieron a raíz de la invasión china. Inmensas fosas comunes se fueron llenando una tras otra. Ya antes de la revolución cultural se destruyeron seis mil monasterios, casi la totalidad. Las bibliotecas fueron quemadas, las estatuas rotas y los frescos destrozados.

J. F - ¿Cómo ... ? ¡Seis mil!

M. - Se han censado seis mil cincuenta monasterios destruidos. ¡Y si pensamos que los monasterios eran los centros de cultura del Tíbet! Esto me recuerda a Goering, que proclamaba: «Cuando oigo la palabra cultura, saco mi revólver». Hecho probablemente sin precedentes en la historia humana, las órdenes monásticas absorbían a casi un veinte por ciento de la población tibetana: monjes, monjas, ermitaños retirados en las grutas, eruditos que enseñaban en los monasterios... La práctica espiritual era el objetivo principal de la existencia, sin ningún género de duda, y los mismos laicos consideraban que sus actividades cotidianas, por necesarias que fueran, tenían una importancia secundaria frente a la vida espiritual. Toda la cultura estaba, pues, centrada en la vida espiritual, por lo que al destruir esos monasterios, esos centros de estudios y esas ermitas se estaba aniquilando el alma, la raíz misma de la cultura tibetana. Sin embargo, no pudieron destruir la fuerza espiritual de los tibetanos. La sonrisa, el dinero, la propaganda, la tortura y el exterminio-, los chinos lo intentaron todo para cambiar el espíritu de los tibetanos, mas no lo consiguieron. La esperanza que tienen estos últimos de salvar su cultura y recuperar su inde~ pendencia permanece incólume.

J. E - Volvamos a ti... Dices que las películas de Arnaud Desjardins te causaron una gran impresión personal. ¿Podrías analizar y calificar esa impresión?

M. - Tuve la impresión de ver a unos seres que eran la imagen misma de aquello que enseñaban ... ; su aspecto era extraordinario. No lograba entender exactamente por qué, pero lo que más me llamaba la atención era que se correspondían con el ideal del santo, del ser perfecto, del sabio, una categoría de seres que, en apariencia, ya no es posible encontrar en Occidente. Es la imagen que yo me hacía de san Francisco de Asís o de los grandes sabios de la Antigüedad. Una imagen que para mí se había convertido en letra muerta: ¡ya no podía ir a encontrarme con Sócrates, ni escuchar un discurso de Platón, ni sentarme a los pies de san Francisco de Asís! Y hete aquí que, de pronto, surgían seres que parecían ser el ejemplo vivo de la sabiduría. Y yo me decía: «Si es posible alcanzar la perfección en el plano humano, seguro que ha de ser esto».

J. E - Iba a decirte precisamente, a propósito de tu definición, que es casi un lugar común subrayar que lo que caracteriza a la filosofía de la Antigüedad... es la adecuación de la teoría a la práctica. Para el filósofo de la Antigüedad, la filosofía no era simplemente una enseñanza intelectual ni una interpretación del mundo o de la vida. Era una manera de ser. Su filosofía la realizaban él y sus discípulos en su propia existencia al menos tanto como la teorizaban en sus discursos. Lo que te llamó la atención en los tibetanos es una aproximación que también se halla vinculada a los origenes mismos de la filosofía occidental. Es la razón por la que, además, los filósofos desempeñaron el papel de confidentes, maestros espirituales, guías que prestaban apoyo moral o compañeros edificantes de un gran número de personajes importantes hasta el final del Imperio romano, sobre todo en la época de Marco Aurelio, definida por Renan como «el reino de los filósofos Es ésta, pues, una actitud que existió en Occidente: no contentarse con enseñar, sino ser uno mismo el reflejo de lo que se enseña mediante la propia manera de ser. Dicho esto, cabe preguntarse si, en la práctica, aquello se real¡zaba con el grado de perfección que hubiera sido deseable, lo cual es otra cuestión... Esta concepción de la filosofía está asimismo ligada, en muchos casos, a aspectos religiosos. La filosofía de la Antigüedad incluía muy a menudo esta dimensión, al ser igualmente una forma de salvación personal. Encontramos esto en los epicureos (aunque en el uso moderno la palabra «epicúreo» evoque una indiferencia ante cualquier dimensión espiritual). Siempre ha existido, pues, esta doble necesidad de elaborar una doctrina y, al mismo tiempo, ser uno mismo la encarnación de esa doctrina. En el estadio en que se hallaba la filosofía de la Antigüedad no hay, por tanto, una diferencia fundamental con relación a Oriente.

M. - Así es, con la salvedad de que los maestros tibetanos no intentan elaborar una doctrina, sino ser los depositarios fieles y perfectos de una tradición milenaria. Sea como fuere, para mí fue un alivio comprobar que aún existía una tradición viva, accesible, que se ofrecía como un escaparate de cosas bellas. Tras un viaje intelectual a través de los libros pude iniciar entonces un viaje de verdad.

J. E - Perdona que te interrumpa... ¿A qué cosas bellas te refieres? ¿Qué habías comprendido de aquella doctrina? No basta con encarnar uno mismo una doctrina, sino que ésta ha de tener algún valor por sí misma.

M. - Por entonces no tenía la menor idea del budismo, pero el mero hecho de ver a esos sabios, aunque sólo fuera a través de lo que una película permite entrever, me hacía presentir una perfección profundamente inspiradora. Era, por contraste, una fuente de esperanza. En el medio en que crecí, conocí gracias a ti a filósofos, pensadores y gente de teatro; gracias a mi madre, Yahne Le Toumelin, pintora, conocí a una serie de artistas y poetas... André Brotan, Maurice Béjart, Pierre Soulages; gracias a mi tío, Jacques-Yves Le Tourrielin, a exploradores célebres; gracias a François Jacob, a grandes sabios que venían a dar conferencias en el Instituto Pasteur. He tenido, pues, oportunidad de estar en contacto con personajes fascinantes en muchos aspectos. Pero, al mismo tiempo, el genio que manifestaban en su disciplina no iba necesariamente acompañado de, digamos... una perfección humana. Su talento, sus capacidades intelectuales y artísticas no hacían de ellos buenos seres humanos. Un gran poeta puede ser un ladrón- un sabio, alguien infeliz consigo mismo; un artista, un ser lleno de orgullo. Todas las combinaciones, buenas o malas, eran posibles.

J. E - Recuerdo además que, por entonces, también te apasionaban la música, la astronomía, la fotografía y la ornitología. A los veintidós años escribiste un libro sobre las migraciones animales, (6) y hubo un periodo entero de tu vida en el que te consagraste intensamente a la música.

M. - Sí.... conocí a Igor Stravinsky y a otros grandes músicos. Tuve, pues, la suerte de estar al lado de muchos de quienes suscitan la admiración de Occidente y poder hacerme una idea, preguntarme: «¿Son éstas mis aspiraciones? ¿Quiero realmente llegar a ser como ellos?». En el fondo tenía cierta sensación de insatisfacción, pues pese a mi admiración, no podía dejar de comprobar que el genio manifestado por esas personas en un ámbito particular no iba acompañado por las perfecciones humanas más simples como el altruismo, la bondad o la sinceridad. En cambio, aquellas películas y fotografías me hicieron descubrir algo más que me acercó a los maestros tibetanos, su manera de existir parecía ser el reflejo de lo que enseñaban. Y así me lancé, pues, a descubrir...

El mismo «clic» se produjo en otro amigo, Christian Bruyat, que estaba preparando oposiciones para la École Normale cuando escuchó en la radio las últimas palabras de un programa en el que Arnaud Desjardins venía a decir, en resumen: «Creo que los últimos grandes sabios, ejemplos vivos de espiritualidad, son por ahora esos maestros tibetanos refugiados en el Himalaya y la India». En ese mismo instante él también decidió emprender el viaje.

Partí, pues, a la India en un vuelo barato. ¡Prácticamente no hablaba inglés! Te había parecido más importante que aprendiera alemán, griego y latín, lenguas más difíciles que el inglés, cuyo aprendizaje, me decías, vendría por sí solo. Y así fue..., aunque en el ínterin se me han olvidado el alemán y el resto. Llegué a Delhi con un pequeño diccionario de bolsillo, y me costó muchísimo orientarme, comprar un billete de tren para Darjeeling y llegar frente a las cumbres más bellas del Himalaya. Tenía la dirección de (..)


fin pag. 21
(6) Les migrations animales, Robert Laffont, 1968.

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