domingo, 27 de abril de 2008

Jacques Derrida

Derrida, Jacques

Filósofo francés contemporáneo. Nació en El-Biar (Argelia) en 1930. Realizó estudios en la Ecole Normal Supérieure de París, siendo alumno de Jean Hyppolite y de Maurice de Gandillac. Desde 1983 es Director de estudios de la Escuela de altos estudios sociales de París, de donde es catedrático de filosofía, y profesor de la Universidad de California.Su obra es ante todo una crítica de las categorías tradicionales de la metafísica, que ha dado lugar a la lectura «desconstructiva» de numerosos textos canónicos, indistintamente filosóficos o literarios, y ha afectado las doctrinas que más han influido en la sensibilidad lingüística de nuestro tiempo. Pero, posiblemente, el principal mérito de Derrida ha sido referir el concepto tradicional de razón a la entronización filosófica de la palabra. Otra importante contribución de este filósofo es haber mostrado que si la razón se hace depender de la palabra se favorece la identificación entre razón y realidad, ya que se ha dado por supuesto que la razón podía contener, encarnar y representar ilimitadamente la realidad porque siempre ha estado comprometida con los cometidos presenciales de la palabra. Esta condena de la fetichización filosófica de la palabra ha propiciado asimismo una referencia constante a la escritura. También ha sustentado la vehemente oposición a las doctrinas que defienden una lógica de la identidad. Con todo, el resultado más importante de su actitud crítica es haber mostrado que la diferencia se infiltra insidiosamente en la relación de las ideas con la realidad. Asimismo ha sometido a crítica las instituciones filosóficas francesas desde la perspectiva de su nueva manera de entender el trabajo filosófico. Actualmente sus tesis gozan de gran difusión en la filosofía internacional, especialmente en Francia y en los Estados Unidos.


Sus primeros trabajos fueron fruto de una lectura crítica de la fenomenología de Husserl, que unió a una visión crítica del psicoanálisis, y a su vinculación al movimiento estructuralista. En esta etapa inicial de su pensamiento, Derrida trató de poner al descubierto las presuposiciones metafísicas de la moderna ciencia del lenguaje y de las teorías sobre el significado que tienen vigencia actual. Sobre todo sometió las conjeturas metafísicas que han repercutido en la lingüística al receloso escrutinio que se ha dado en llamar «desconstrucción» o «deconstrucción». Entre aquellas presuposiciones metafísicas figura en lugar prominente la convicción de que el sentido último de toda realidad consiste estrictamente en presencia.

Crítica al presencialismo y al logocentrismo

Este entusiasmo presencialista de las concepciones tradicionales sobre el significado tuvo, entre otras interesantes consecuencias, la difundida tesis -en realidad nunca formulada explícitamente-de que «presencia» significa siempre de hecho «presencia en la mente humana». Es decir, que la tradición, según afirma Derrida, ha tendido a dar por supuesto que determinadas experiencias mentales reflejan o representan naturalmente las cosas. En consecuencia se ha postulado que el sentido y la verdad de las cosas sobreviene en las operaciones de la mente que la tradición llama «razón» o «pensamiento». Y también atribuye Derrida a la tradición filosófica la tesis de que la razón y el pensamiento son tan naturales como las cosas que percibimos cotidianamente. Según Derrida, esta tesis originó el punto de vista metafilosófico -difundido por toda la cultura de occidente- que denomina «logocentrismo». La misma fenomenología husserliana, así como el psicoanálisis de Freud, siguen siendo manifestaciones de este logocentrismo que concibe el ser como una identidad y una presencia originaria reductible a su expresión lingüística, como si mediante la palabra «se diera» de forma inmediata, otorgando de esta manera a la palabra una forma privilegiada de conocimiento. Derrida también llama «logocéntricas» las formas de pensamiento que se fundamentan en una referencia extrínseca o transcendente. Así ocurre, por ejemplo, con el concepto de verdad en el caso de la metafísica. A este respecto señala Derrida que la filosofía occidental ha solido mantener una presuposición fundamental: el lenguaje está subordinado a unas intenciones, ideas o referentes que son irreductiblemente extrínsecos o exteriores al propio lenguaje. Dicha atribución de exterioridad, además de gratuita es, por de pronto, incompatible con la convicción estructuralista de que el sentido es un efecto que produce el propio lenguaje, de manera que en modo alguno lo puede anteceder. Esta subordinación del sentido al lenguaje contraviene el punto de vista tradicional que Derrida llama «logocéntrico». Para entender el alcance de su recusación conviene tener presentes las tesis del logocentrismo: por un lado la presencia del pensamiento irrumpe necesariamente en la palabra, por otro lado el propio pensamiento contiene tanto la presencia del sentido como la presencia de la verdad.


En esta recusación del logocentrismo ocupa, pues, un lugar central la lingüística estructural surgida de la obra de Ferdinand de Saussure (1857-l9l3). No obstante, si bien Saussure revoca el logocentrismo con su teoría del sentido, Derrida critica el profundo conformismo logocéntrico de la doctrina saussuriana del signo. Derrida señala que las tesis logocéntricas han solido presuponer una teoría tradicional del signo, basadas en sostener que el signo unifica el carácter heterogéneo de significante y significado, tesis que el propio Saussure adoptó sin reparos. Pero sin duda la tesis de que el significado se hace presente en el pensamiento por medio de las prestaciones del significante evoca una dicotomía metafísica fundamental: 1) a partir de la semántica de los estoicos y hasta las teorías lingüísticas recientes, la tradición filosófica ha postulado que, en esencia, el cometido de todo signo es unificar y 2) también ha solido aceptar sin reticencia alguna la tesis concomitante de que el mundo de los significados es independiente del mundo de los significantes. De ahí se infiere la creencia de que el signo unifica dos realidades inconmensurables. Estas presuposiciones han convencido a muchos pensadores durante mucho tiempo, y en cierto modo las concepciones modernas sobre el signo se han limitado a aceptar la doctrina tradicional. La lingüística de nuestro tiempo, en efecto, considera que el significado es un sentido que la mente es capaz de aprehender por medio de una intuición que lo lleva a la plenitud de una presencia. Así acata subrepticiamente el postulado tradicional de que los significados existen con total independencia de los significantes, de manera que incluso la lingüística contemporánea acepta que existe una «realidad de significados» que jamás depende de significante alguno. Pero si esto es así, dice Derrida, entonces se está aceptando que debe haber un significado propiamente transcendental, desprovisto por principio de cometido significante alguno. Según este punto de vista, la tradición filosófica ha venido afirmando implícitamente que toda cadena de significantes concluye en un significado final. Se trata obviamente del sentido y la verdad que fundamentan los sistemas teológicos y metafísicos. Saussure, pues, impugna la tradición logocéntrica en su teoría del sentido, pero prolonga el logocentrismo en su teoría del signo. Esto ha conducido a Derrida a revocar los conceptos centrales del estructuralismo -en especial los de signo y estructura- y a impugnar sus presuposiciones metodológicas.

La palabra y la escritura

También es importante en la obra de Derrida la convicción de que la tesis logocéntrica se sustenta en la hegemonía que las filosofías del lenguaje han solido asignar a la palabra hablada. Según Derrida, el logocentrismo ha tendido a menospreciar la escritura, y tal menosprecio fue correlativo a la tendencia a enaltecer la expresión oral. Lo cierto es que el contraste entre palabra y escritura ha orientado decisivamente la tradición logocéntrica. Por un lado, ha mantenido que la palabra era una manifestación pura e inmediata del lenguaje. Por otro lado, ha depreciado la escritura hasta el punto de atribuirle un carácter meramente derivado. Ha llegado a ser considerada, en efecto, un orden subalterno de signos cuyo único cometido es de-signar la palabra. Tal posición derivaría, según Derrida, de la creencia en una especial proximidad entre la «palabra» y el «espíritu», aunada a la convicción complementaria de que la mente refleja naturalmente el mundo. Por eso el logocentrismo también considera que la palabra suministra un acceso directo a la realidad. O sea que, según la concepción logocéntrica que critica Derrida, el signo oral -los componentes de la palabra-está en inmediata conexión con el significado. El signo gráfico, por el contrario, y en general todos los elementos de la escritura, en modo alguno participan de esta intimidad.Una crítica general del signo, efectivamente, le permite desplazar la palabra de su posición hegemónica y enaltecer correlativamente la escritura. Pero su intención no es destruir una jerarquía para implantar otra en su lugar, y por eso se abstiene de privilegiar la escritura en detrimento de la expresión oral. En este contexto el trabajo de Derrida demuestra que no hay significante alguno que procure la presencia plena del significado. En cierto modo su diagnóstico es todavía mas devastador, porque pone de relieve que el significante es totalmente incongruente con esta posible plenitud. En realidad la argumentación de Derrida revoca la fijación del logocentrismo en la primacía de la presencia.

El signo y la diferencia

Contrariando un punto de vista tradicional, Derrida mantiene que la diferencia y la ausencia son condiciones necesarias para que exista el signo. No puede darse el fenómeno de la significación, en efecto, si la unidad y la presencia no sufren menoscabo alguno. Por un lado, un orden diferencial ha de interponerse entre el significante y el significado Por otro lado, es preciso que el significado se encuentre propiamente ausente. Por lo tanto la condición real es que la presencia del significado resulte mínimamente diferida. A Derrida le parece obvio que significante y significado coincidirían si no sobreviniera una diferencia providencial. De la misma manera constata que de no ocurrir la ausencia -o al menos la «presencia diferida»- del significado no podría tener lugar significación alguna. En ambos casos dejaría de haber signo porque sin diferencia y sin ausencia sí que habría unidad. Pero si bien el signo jamás puede ser una unidad, en opinión de Derrida tampoco se le puede considerar como una diferencia perfecta de significante y significado. En realidad sucede que ni la diferencia entre ambos, ni la ausencia -o en todo caso la presencia «diferida»- del significado, se presentan jamás en estado puro. Este fenómeno es explicable porque ni uno ni otro puede ser una realidad única. Siempre han de sobrevenir juntos, y por eso significante y significado persisten a lo largo del tiempo. Su obligada asociación, claro está, repercute materialmente sobre ambos. Puede decirse que la presencia de cada uno «marca» el otro y viceversa. Así se produce en ambos, por consiguiente, la célebre «trace» derridiana. Pero gracias a este marcaje recíproco, en el seno de las prácticas significativas habituales los significantes designan los significados. Es obvio que de no sobrevenir esta mutua entalladura la significación sería de nuevo imposible. De modo que tanto el significante como el significado han de ser impuros a la fuerza, y en consecuencia ni la unidad ni la diferencia del signo jamás podrán ser perfectas. Derrida constata, en suma, que las palabras adquieren sentido a partir de los conceptos y éstos de las palabras, porque tanto palabras como conceptos participan en un complejo entramado histórico de diferencias, ausencias y «presencias diferidas» que, por otra parte, nunca han llegado a darse en estado puro. La consecuencia más importante de ello es que la palabra plena ni ha existido ni existirá jamás. Es decir, que el anhelo de un signo que sea plenamente descriptivo -o el de un lenguaje que se adecue sin fisuras a la realidad- se revela un sueño imposible.La «escritura» que Derrida contrapone a la palabra, no sólo comprende «todos los procedimientos perdurables que instituyen el signo», sino que también recoge el «juego prescrito» (le jeu reglée) de las diferentes inscripciones. O sea que la «escritura» en modo alguno debe ser entendida como el resultado banal de la operación de escribir. Designa los procesos que regulan e institucionalizan toda simbolización y que son inevitablemente lábiles e indecidibles. Es decir, que Derrida convierte la «escritura» en el agente que regula todos los sistemas significantes, desde luego los de índole gráfica pero también los derivados de un desempeño oral. En general, la escritura organiza el «juego de referencias significantes» que da lugar al lenguaje. Por tanto es el factor decisivo en toda actuación simbólica, con independencia de que su cometido sea expresar, representar o significar. Por esta razón señala Derrida la paradoja eminente de que «la escritura incluye el lenguaje». En realidad, esta fórmula se limita a constatar que todo lenguaje es siempre un caso particular de escritura.El núcleo central de la filosofía de Derrida lo constituyen sus programas de la deconstrucción (o desconstrucción) y de la différance.Ver deconstrucción, trace y différance.


Obras deconstrucción (o desconstrucción) GEN.



Se trata del programa elaborado por Derrida para destruir el presentismo y el logocentrismo, cuya tesis central defiende, por un lado, que la presencia del pensamiento irrumpe necesariamente en la palabra y, por otro lado, que el propio pensamiento contiene tanto la presencia del sentido como la presencia de la verdad. Es decir, para el logocentrismo la palabra re-presenta directamente el significado que habita en la mente del hablante, y el principal corolario de esta tesis es el prejuicio consistente en el enaltecimiento tradicional de la palabra en detrimento de la escritura. Derrida considera la deconstrucción como un gesto que es, a la vez, estructuralista y antiestructuralista: se trata de desmontar el edificio de la metafísica, del logocentrismo y el presentismo para que aparezcan sus estructuras. Pero una vez aparecidas, se muestran como ruinas o como meras estructuras formales que nada explican.Aquella cualidad re-presentativa es precisamente la que le ha sido denegada a la escritura. A lo largo de la historia sólo se le ha encomendado el cometido subalterno de representar la propia palabra. La posibilidad de re-presentar directamente el significado, por consiguiente, le ha sido arrebatada sin contemplaciones. En realidad, la subordinación de la escritura a la palabra es tácitamente tributaria del discurso metafísico tradicional. En él las ideas ocupan una posición de privilegio y la escritura es relegada a un rango inferior porque se la considera una forma degradada de representación. En buena parte el programa descontruccionista derridiano prosigue la senda iniciada por Heidegger en su cometido de la destrucción (Destruktion) de la metafísica, pero en el sentido de asumir el proceso entero de la metafísica iniciado en la ontología griega, que ha construido el sentido y el centro de la historia, y que desde sus inicios es, a la vez, un proceso de construcción y de desconstrucción, ya que en la metafísica se ha establecido una relación inmanente entre su propia construcción y su propia destrucción.Dado el combate derridiano contra el logocentrismo, ha denominado al lenguaje, en general, como «archi-escritura», término que no sólo recoge el recelo de Derrida ante una presunta hegemonía de la palabra, sino que su proyecto real es el de liberar al propio lenguaje -tanto el escrito como el oral- de la presunta intervención de la presencia. Aspira, en una palabra, a emanciparlo de la re-presentación. La importancia asignada a la «escritura», de todos modos, ha ido disminuyendo en las etapas del itinerario desconstructivo de Derrida que, no obstante, ha continuado su crítica del logocentrismo. Su producción posterior, efectivamente, ya no identifica la «escritura» con el lenguaje en general. La concibe, por el contrario, como un juego de diferencias que se sustenta en un sistema indecidible de «inscripciones» y de «instituciones». Además, la hace depender de ciertos factores anticonvencionales pero asimismo indecidibles como, por ejemplo, la «marca» o trace. Pero, sobre todo, la «escritura» es ahora solidaria de la innovadora noción que Derrida denomina «différance».

Ver logocentrismo.

logocentrismo GEN.

Según Derrida es la tendencia -implícita en toda la tradición metafísica- que concibe el ser como una identidad y una presencia originaria reductible a su expresión lingüística, como si mediante la palabra «se diera» de forma inmediata, otorgando de esta manera a la palabra una forma privilegiada de conocimiento.

La tradición filosófica, sustenta Derrida, defiende la tesis de que la razón y el pensamiento son tan naturales como las cosas que percibimos cotidianamente. Esta tesis originó el punto de vista metafilosófico «logocéntrico», difundido por toda la cultura de occidente, del que incluso la fenomenología husserliana, así como el psicoanálisis de Freud, siguen siendo manifestaciones. Contra dicha tradición se alza el programa de la deconstrucción.


En definitiva, las tesis básicas del logocentrismo son las siguientes: por un lado sustenta (explícita o implícitamente) que la presencia del pensamiento irrumpe necesariamente en la palabra, por otro lado, defiende que el propio pensamiento contiene tanto la presencia del sentido como la presencia de la verdad.

El logocentrismo es, a su vez, un fruto del presencialismo, basado en las concepciones tradicionales sobre el significado, que han engendrado la tesis -en realidad nunca formulada explícitamente- de que «presencia» significa siempre de hecho «presencia en la mente humana». Es decir, que la tradición, según afirma Derrida, ha tendido a dar por supuesto que determinadas experiencias mentales reflejan o representan naturalmente las cosas. En consecuencia, se ha postulado que el sentido y la verdad de las cosas sobreviene en las operaciones de la mente que la tradición llama «razón» o «pensamiento».


Derrida también llama «logocéntricas» las formas de pensamiento que se fundamentan en una referencia extrínseca o transcendente. Así ocurre, por ejemplo, con el concepto de verdad en el caso de la metafísica. A este respecto señala Derrida que la filosofía occidental ha solido mantener una presuposición fundamental: el lenguaje está subordinado a unas intenciones, ideas o referentes que son irreductiblemente extrínsecos o exteriores al propio lenguaje. Contra esta presuposición se alza la tesis estructuralista según la cual el sentido es un efecto que produce el propio lenguaje, de manera que en modo alguno lo puede anteceder.


También es importante en la obra de Derrida la convicción de que la tesis logocéntrica se sustenta en la hegemonía que las filosofías del lenguaje han solido asignar a la palabra hablada. Según Derrida, el logocentrismo ha tendido a menospreciar la escritura, y tal menosprecio ha sido correlativo a la tendencia a enaltecer la expresión oral, lo que ha orientado decisivamente la tradición logocéntrica que, por un lado, ha mantenido que la palabra era una manifestación pura e inmediata del lenguaje y, por otro lado, ha depreciado la escritura hasta el punto de atribuirle un carácter meramente derivado. De esta manera, la escritura ha llegado a ser considerada un orden subalterno de signos cuyo único cometido es de-signar la palabra. Tal posición derivaría, según Derrida, de la creencia en una especial proximidad entre la «palabra» y el «espíritu», aunada a la convicción complementaria de que la mente refleja naturalmente el mundo. Por eso el logocentrismo también considera que la palabra suministra un acceso directo a la realidad. O sea que, según la concepción logocéntrica que critica Derrida, el signo oral -los componentes de la palabra- está en inmediata conexión con el significado. El signo gráfico, por el contrario, y en general todos los elementos de la escritura, en modo alguno participan de esta intimidad.


Una crítica general del signo permite a Derrida desplazar la palabra de su posición hegemónica y enaltecer correlativamente la escritura. Pero su intención no es destruir una jerarquía para implantar otra en su lugar, y por eso se abstiene de privilegiar la escritura en detrimento de la expresión oral. En este contexto el trabajo de Derrida demuestra que no hay significante alguno que procure la presencia plena del significado. En cierto modo su diagnóstico es todavía mas devastador, porque pone de relieve que el significante es totalmente incongruente con esta posible plenitud.



Ver deconstrucción, trace y différance.


marca (trace) GEN.



Según Jacques Derrida, la diferencia y la ausencia son condiciones necesarias para que exista el signo. Según él no puede producirse la significación si no se da una diferencia entre el significante y el significado.



Por otro lado, es preciso que el significado se encuentre propiamente ausente. Por lo tanto la condición real es que la presencia del significado resulte mínimamente diferida. A Derrida le parece obvio que significante y significado coincidirían si no sobreviniera una diferencia. De la misma manera constata que de no ocurrir la ausencia -o al menos la «presencia diferida»- del significado no podría tener lugar significación alguna. En ambos casos dejaría de haber signo porque sin diferencia y sin ausencia sí que habría unidad. En realidad sucede que ni la diferencia entre ambos, ni la ausencia -o en todo caso la presencia «diferida»- del significado, se presentan jamás en estado puro. Este fenómeno es explicable porque ni uno ni otro puede ser una realidad única. Siempre han de sobrevenir juntos, y por eso significante y significado persisten a lo largo del tiempo.


Puede decirse que la presencia de cada uno «marca» el otro y viceversa. Así se produce en ambos, por consiguiente, la «trace». Pero gracias a este marcaje recíproco, en el seno de las prácticas significativas habituales los significantes designan los significados.

Según Derrida las palabras adquieren sentido a partir de los conceptos y éstos de las palabras porque tanto palabras como conceptos participan en un complejo entramado histórico de diferencias, ausencias y «presencias diferidas» que, por otra parte, nunca han llegado a darse en estado puro. La consecuencia más importante de ello es que la palabra plena ni ha existido ni existirá jamás. Es decir, que el anhelo de un signo que sea plenamente descriptivo -o el de un lenguaje que se adecue sin fisuras a la realidad- se revela un sueño imposible.



Ver deconstrucción, logocentrismo y différance.




différance (GEN.)



Concepto central de la recusación derridiana del logocentrismo y de su programa de la decontrucción. Fue acuñado por el propio Derrida y su significado deliberadamente ambiguo lo hace poco menos que imposible de traducir. De hecho «différance» proviene del verbo francés différer que significa al mismo tiempo «posponer» y «ser diferente de». Así Derrida invoca los dos sentidos de «différance» para describir dos circunstancias que concurren en todo discurso. La primera es que en un texto cualquiera todo elemento está relacionado con otros elementos. La segunda es el requisito tan eminente como banal de que ha de ser radicalmente distinto de ellos. Constata, en definitiva, que un elemento cualquiera de un texto nunca se sustenta en la plenitud de una presencia. Su cometido depende siempre del vínculo que mantiene con otros elementos del mismo texto. Pero, desde luego, Derrida nunca deja de tener en cuenta que si este elemento del texto existe es por que se diferencia radicalmente de los elementos restantes. No tiene sentido, por consiguiente, desplazar a la escritura el carácter conclusivo que el paradigma fonocéntrico asignaba a la palabra. Ningún elemento de la escritura puede aspirar a privilegio alguno, porque depende tanto de aquellos elementos de los cuales difiere como de aquellos elementos a los cuales pospone. Por todas estas razones, Derrida se abstiene cuidadosamente de atribuir a la escritura la hegemonía que el fonocentrismo localizaba en el signo oralmente expresado.En realidad, la intención de Derrida es demostrar que la dicotomía entre palabra y escritura -y, por extensión, toda dicotomía que aspire a un carácter absoluto- sólo puede ser mantenida si se desdeña un hecho fundamental. Es preciso ignorar en tal caso, efectivamente, que los términos de esta oposición se sustentan entre sí. Si bien nunca llegan a coincidir del todo, no sólo se encuentran referidos el uno al otro sino que, de hecho, se necesitan recíprocamente. Incluso se podría afirmar que cada uno de ellos, en cierto modo, consiste parcialmente en el otro. Señala Derrida a este respecto que justificar la función dominante de un término conlleva una violenta acción represiva sobre el término que se pretende postergar. Un ejemplo de esta subordinación lo aporta la tradición metafísica, comprometida con dicotomías tan ilustres como las de realidad/apariencia y sensible/inteligible. La complacencia metafísica en las polaridades, precisamente, indica para Derrida la voluntad de alterar la realidad por medios represivos. Por eso rechaza las oposiciones binarias tradicionales, o lo que viene a ser lo mismo: coloca la escritura en el centro de su preocupación filosófica. De hecho Derrida defiende una peculiar noción de realidad. Invita a concebirla como un entramado de relaciones donde la ausencia y la «différance» son como mínimo tan importantes como la presencia. Es decir, que la realidad aparece desprovista de cualquier amago de «centro». Según Derrida este descentramiento inmuniza contra las dicotomías, siempre indeseables aunque pretendan esclarecer o legitimar. Al fin y al cabo las referencias a un eventual centro totalizador, como le parece que demuestra la tradición metafísica, han sido siempre peligrosas. Cuando se señala un supuesto centro, cree nuestro autor que subrepticiamente se está justificando una unidad.Según Derrida, por tanto, la enigmática energeia que hace posible el lenguaje reside en la «différance». Pero ésta no moviliza el lenguaje como lo haría una determinación exterior. Sus efectos, por ejemplo. no son comparables a los de la verdad en el modelo logocéntrico. Y mucho menos la «différance» equivale a un origen. En todo caso sería un paradójico «origen anti-originario» porque, como advierte Derrida, jamás podría ser ni pleno ni unificado (ver texto ). Este hipotético «no-origen», por el contrario, sería extrañamente diverso y articulado. Sobre todo habría que concebirlo como «posponedor» y, al mismo tiempo, «diferenciador» -movilizando de este modo los dos significados de différer- de las diferencias que son precisamente el lenguaje. En realidad, Derrida mantiene que la «différance» produce los efectos de diferencia y que, por tanto, no es aventurado identificarla como la energeia que en definitiva equivale al propio lenguaje. También ha procurado mostrar a lo largo de su copiosa producción metafilosófica que todas las instancias del discurso, sin excepción alguna, se integran en este juego de diferencias. Jamás prestación lingüística alguna, por consiguiente, podrá eludir la «différance». Pero esta constatación no impide a Derrida contemplar con pesimismo el destino filosófico de la «différance». Señala que con frecuencia el impulso desconstruccionista transige con las premisas logocéntricas ante la inquietante labilidad teórica de esta noción. En conclusión es oportuno advertir que el propio término «différance» ilustra con una extrema brillantez la tesis derridiana de que la escritura en modo alguno reproduce la palabra. Únicamente en la forma escrita de este término es posible advertir la diferencia que existe entre las palabras différance y différence, ésta última de uso habitual en la lengua francesa. La discrepancia de las formas escritas, efectivamente, no refleja distinción alguna en las correspondientes formas habladas.

Ver Derrida, deconstrucción, logocentrismo y trace

Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.

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