La Perversión del Lenguaje
Amando de Miguel
"Amor"
Este es un ensayo satírico, escrito desde la A a la Z, entre el amor y la zozobra que me produce asistir a la dilapidación del capital más valioso del que dispongo: la lengua castellana. No me refiero tanto a la que figura en gramáticas y diccionarios como a la que se utiliza realmente hoy por los españoles dizque instruidos.
Uno escribe libros por dos razones. La primera, porque del objeto en cuestión cree el autor poder avanzar una miaja el conocimiento. La segunda, porque el libro que se proyecta no existe en los catálogos. De haber sido escrito ya, el autor sería su primer y más rendido lector.
Las dos razones impulsan este ensayo. Acaso siga vigente una tercera, más inconfesable, y es que la escritura de estas páginas me han proporcionado un gran gozo. Espero que sirvan de solaz a algún lector.
Si un sociólogo se apresta a redactar un libro sobre lingüística hay un riesgo de que clasifiquen a la obra como de sociolingüística. No creo que la mía pueda merecer tal consideración. Los textos de sociolingüística me resultan arcanos. Es paradójico que los expertos en desvelar el proceso de comunicación sean tan malos comunicadores. La misma palabra sociolingüística parece redundante por el prefijo. Ya sé que hay una «gramática generativa» que hace abstracción de
Raramente cavilamos sobre el lenguaje, quiero decir, los que no somos gramáticos. Por la misma razón los peces se preocupan poco del agua. Entre nosotros, los humanos atmosféricos, se considera que lo importante son los contenidos, las ideas. En comparación, las palabras y la organización de las mismas parece asunto subalterno. Pero ¿se puede realmente mantener una conversación continuada sin palabras? Más aún, ¿se puede pensar algo durante algún tiempo sin palabras? Difícilmente. Cuando alguna vez se ve uno obligado a decir que «no tiene palabras» para expresar tal o cual emoción, en realidad se quiere indicar que hay un exceso de términos y que no se sabe cuál escoger.
Es inútil plantearse la posibilidad de una vida colectiva enteramente silente o muda. La vida humana es cada vez más un torrente de frases escritas o habladas. Detenemos el coche al borde de la carretera para contemplar el paisaje. No es sólo naturaleza lo que allí existe. La radio sigue puesta y sigue emitiendo canciones o noticias. A lo largo del camino nos acompañan vallas publicitarias, indicaciones de todas clases sobre el tránsito rodado, la toponimia. Los montes y los ríos tienen nombre, como nosotros tenemos el nuestro y el coche es una marca. Palabras, palabras. Si se me permite recurrir a la imaginería de la física, diré que hay palabras sólidas, líquidas y gaseosas. Palabras sólidas serían las de la lengua común, las que no presentan mayores disputas respecto a su significado. palabras líquidas son las que se alojan en las hablas o terminologías privativas de un sector social o profesional. Tienen de particular que hay que hacer un esfuerzo para ponerse de acuerdo en lo que significan. Tenemos por fin las palabras gaseosas, las que pueden significar cosas muy diferentes, a veces incluso lo contrario de lo que quieren decir. En este libro poco se va a decir del estado sólido, que es el que preocupa al grueso de los profesionales de la lingüística. Me voy a adentrar más bien por los meandros de la retórica, por donde discurre el lenguaje fluido y delicuescente. Con ello me alejo del polo científico, bien lo sé, mas lo que perdamos en precisión lo ganaremos en fruición.
Uno de los axiomas de la semántica sociológica es que no existe un solo significado para cada una de las voces. Más aún, un mismo vocablo contiene significados distintos cada vez que se enuncia. Todo depende del contexto en que vaya, de la intención del emisor o del modo cómo se reciba. Consecuencia de este axioma es que no puede haber diccionario perfecto, ni siquiera con un grado de aproximación necesario para que no haya lugar a confusiones. El reino del lenguaje es el de la humanísima confusión. Hablando, nos encontramos más cerca de Babel que de la Pentecostés. No es eso sólo. Presumir de que uno no necesita el diccionario, porque ya conoce lo que quieren decir todas las palabras, es solemne majadería. Utilizar a menudo el diccionario no es ocupación excéntrica, ni un rasgo de ignorancia o de ociosidad. El diccionario nos revela, de forma mucho más expedita, lo que podemos hacer por nuestra cuenta al exponernos a escuchar o a leer nuestro idioma. El diccionario nos ahorra cantidades importantes de información, de experiencia, de tiempo. ¡Y todavía dicen que los diccionarios son caros!
Hay algo por lo que el lenguaje atrae la atención de mucha gente, no sólo de los lingüistas. Es algo misterioso, estimulante, y es que el lenguaje no es natural. Hay, sí, algunos gestos que podríamos calificar como naturales; así el llorar o reír. Incluso en esos casos extremos los estímulos por los que se ríe o se llora son distintos en cada latitud. Los españoles decimos ¡ay! para un dolor súbito, en tanto que los ingleses exclamarían ouch!, que no es lo mismo. Asombra tal variedad de respuestas, aun en situación tan próxima a los instintos como es la reacción innata ante el dolor repentino. Si esto es así, qué no será en el polo opuesto, en el dominio de los usos sociales y las pautas culturales. Ahí las variaciones resultan espectaculares. Tanto que no hay gramática enteramente racional, sin excepciones, sin reglas aparentemente caprichosas.
¿Qué criterio puede uno mantener para descartar esta o la otra construcción verbal como incorrectas? El criterio lógico no parece muy convincente en estos asuntos del lenguaje, tan llenos de caprichos y artificios. Los españoles no son precisamente un pueblo que se abstiene de hacer algo porque resulta ilógico, desde desayunar lo menos posible hasta cenar pasadas las diez de la noche. Para mí los criterios preferentes son los de economía y eficacia. No resulta económico abusar de palabras, locuciones y frases huecas, blandas, que dicen poco. No parece eficaz emplear un léxico ininteligible por nuestros interlocutores, lectores, oyentes o corresponsales. Aprovisionado de esos dos criterios, puedo hacer un juicio del castellano que emplean los hombres públicos de mi tiempo y mi país. Más adelante se verá. Hay un tercer criterio secreto, casi innombrable, que es lo que podríamos llamar «sentido personal», aproximadamente el complementario del sentido común. Lo tienen los catadores para los vinos y los diseñadores de modas para intuir lo que se va a llevar la próxima temporada. El hábito de escribir proporciona con los años una especial sensibilidad para rechazar las palabras sépticas, los giros bastardos. En este texto llevan delante un infamante asterisco, cuando no dos.
Todas las etimologías son un misterio. Las voces del idioma castellano han evolucionado mayormente del latín, del árabe, del griego. Pero ¿y esas otras voces originarias que son las raíces del nuestro? No es ninguna explicación satisfactoria que un vocablo determinado proceda del sánscrito. No nos consuela mucho saber que, en último término, las palabras debieron ser onomatopéyicas, gritos para señalar las primeras cosas que necesitaron ser nombradas. Si sólo fuera esta la explicación, los idiomas todos del mundo se parecerían. Y no hay tal. En muchas partes los niños señalan a los perros llamándoles «guau-guau» o cosa parecida, pero luego la palabra «perro» o equivalente dista mucho de esa primera descripción gutural. Nadie ha logrado explicar bien la asombrosa diversidad de lenguas, cuando la lengua-órgano es anatómicamente tan similar en todos los humanos. El mito de la torre de Babel sigue con nosotros. La multiplicidad de lenguas es una venganza divina contra la soberbia humana.
La variabilidad lingüística es tal, y tan aparentemente arbitrarias las soluciones que se dan al problema de enunciar las cosas, que el estudiante se desespera al tratar de dominar un idioma, aun el que dicen materno. Hay una fuerte resistencia a aprender las normas elementales de prosodia y sintaxis porque parecen escandalosamente absurdas. A los niños todos les gusta dibujar porque los símbolos que pintan en el papel se parecen a las cosas que reflejan. Hay en ello una lógica tranquilizadora. Pero escribir es otra cosa. Los signos de la escritura son abstracciones caprichosas. Las reglas para combinarlos parecen un inútil ejercicio de dificultades. Los niños aman los cómics y los dibujos animados, no sólo porque la representación icónica contiene más símbolos y menos signos que la escritura, sino porque el lenguaje de esos géneros abunda en palabras que, por ser onomatopéyicas, aparecen también como símbolos.
Una venganza contra la abstracción de los signos es hacer que el nombre adquiera vida, realidad por sí mismo. Es la reificación del lenguaje. El nombre hace la cosa. En un rasgo de imaginación y de humorismo, se ha dado en poner nombre a cosas inexistentes. El caso más excelso de la moderna mitología es «ovni», un acrónimo impronunciable (en inglés sería UFO), para designar a «cosas que se ven en el cielo y que no se sabe lo que son, si es que son algo». Pero mucha gente sí ha visto «ovnis», cree en ellos, sabe que son naves interestelares y hasta podría dibujarlas. Qué desilusión cuando lleguen los primeros extraterrestres y sus naves no tengan forma aerodinámica. El lenguaje común está lleno de esas reificaciones de nuestras fantasías. La televisión contribuye a ese dar contenido de los objetos imaginados. Tanto es así que para no pocas personas lo real es lo que aparece en la burbuja mágica del televisor. Las metáforas y las otras figuras retóricas contribuyen antes que eso a la reificación del lenguaje. Acabamos creyendo que hay, en efecto, «balas asesinas» cuando asesinas son únicamente las personas.
El lenguaje oscila entre los polos del ritualismo y la espontaneidad. Cuando el sacerdote repite tres veces kirie eleison ante los legos, nos encontramos ante el extremo ritualista. Las palabras se anudan a las palabras en un orden mecánico y su repetición inalterable le presta todo su valor mágico, sobrenatural. En el otro extremo nos encontraríamos con la verborrea del charlatán o del loco que ensartan vocablos a capricho. Entre uno y otro polo discurre la avenida del lenguaje común y cotidiano. La retórica de los hombres públicos estaría a un paso del lirie eleison, mientras que los experimentos del poeta se acercarían al extremo del orate. Señalo estas proximidades para recordar que lo excelso no tiene por qué coincidir con lo excelente.
Este libro surge de esa fascinación por la palabra, del amor por la lengua propia: el castellano. Me interesa que mis conciudadanos aprendan a sacar todo el partido de las infinitas combinaciones que podemos formar con los veintitantos signos de nuestro alfabeto. Voy a adoptar un punto de vista muy particular. Me voy a fijar sobre todo en cómo utilizan el castellano los que podríamos llamar hombres públicos. Por tales entiendo las personas con poder, influencia o crédito (bancario o moral) o simplemente los que aparecen en los medios de comunicación colectiva. Contrastaré esos usos con las normas gramaticales. La falta de adecuación entre el uso público del idioma y las prescripciones normativas será señal de evolución, degeneración en unos casos, innovación en otros.
Me interesa menos el habla del conjunto de la población que lo que podríamos llamar escribidura particular de ese pequeño sector de hombres públicos. En principio, su posición preeminente les hace acreedores de una cierta autoridad en materia de dominio de la lengua común. Políticos, periodistas, escritores, altos funcionarios y profesionales, todos ellos trabajan con la lengua, no con las manos. De ahí que sea justo someterles a juicio de residencia por el uso que han hecho de ese valioso bien mostrenco que es el castellano. Somos los españoles un pueblo extraño, dividido por la lengua común, que entre todos contribuimos a destrozar.
En las artes gramaticales siempre se ha tomado por patrón o medida el «buen uso, que es el de la gente educada», según decía el maestro Andrés Bello. Una de las tesis de este ensayo es que ese norte ya no es tan fijo como antaño. Una buena parte de los que pasamos en sociedad por gente educada hacemos muy mal uso de las herramientas del idioma. Me daría por contento si al menos estas páginas sirvieran para darnos cuenta de ese doloroso suceso. No me preocupa el castellano malsonante de los camioneros, que son los arrieros del presente. Lo que me abruma son los solecismos de los que pomposamente nos consideramos comunicadores, que más bien a veces parecemos confundidores. Empleo la primera del plural para que nadie se ofenda.
Mi oficio primero es el de la sociología, saber esotérico y advenedizo que no casa bien ni con las ciencias de verdad ni con las letras. Mi principal maestro en la disciplina sociológica — Juan J. Linz — me enseñó un día que, para dominarla y que ella no me dominara a mí, tenía que aprender dos habilidades: saber comparar y saber escribir. Me he pasado media vida comparando. Bueno será que la otra media me esfuerce en hacer la autopsia de la lengua viva que Dios me ha dado.
La elección del objeto de estudio determina el método. Bien simples son uno y otro en este caso. Para documentar la escribidura de nuestros hombres públicos no he recurrido a ningún archivo, no he acumulado los ejemplos de manera premeditada y sistemática. Simplemente estaba atento a lo que decían al público, a través de los medios de comunicación colectiva, al tiempo que borrajeaba estas páginas, durante unas largas vacaciones veraniegas. Me disculparán mis hombres públicos aquí citados esta utilización didáctica de sus escrituras y parlamentos. No se vea en ello ningún afán correctivo. Cualquier lector paciente podría hacer otro tanto con la colección entera de mis papeles. Hijo soy de mi tiempo y esclavo de mi condición.
Espero que no se entienda mal mi método. Lo usual es que los libros que tratan de ayudar al escolante se apoyen en textos modélicos. Yo he seguido aquí el camino inverso, no por capricho, sino por convicción. He tratado de condensar algunas recetas del estilo a través de ejemplos de lo mal que lo hacen los que se asoman a los medios de comunicación. No hay crueldad en ello. Mi experiencia me dicta que lo que llamamos conocimiento sistemático no es tanto un glorioso caminar hacia la verdad como un esforzado entretenimiento en descartar errores. La zaranda es un artefacto más didáctico que el espejo.
Una última precisión sobre el método, no menos discutible. Así como los libros clásicos sobre la lengua común de los hispanos se escribían desde el latín, este mío de lingüista intonso se dibuja con el telón de fondo del inglés. El latín sigue siendo nuestra lengua madre. El inglés es ahora la lengua del imperio. En realidad hablamos casi todos inglés sin saberlo. Ahí están los anuncios, las canciones, las películas, las instrucciones de los cachivaches electrónicos. Es imposible que toda esa barahúnda de imágenes, textos y sonidos deje de afectar a nuestro indefenso romance.
No hay comentarios:
Publicar un comentario