lunes, 21 de abril de 2008

Roland Barthes


Date: Sat, 9 Jun 2001 18:08:26 MET Del suplemento Babelia, en El País de hoy:

La pesadilla de la analogía

José Luis Pardo

EN CIERTO MODO, todo empezó con Saussure. En el Curso de Lingüística General, obra póstuma que revolucionaría la filología del siglo XX, el pensador suizo establecía un dogma -que el signo lingüístico es la conexión arbitraria de un significante y un significado-, y sancionaba el nacimiento de un saber aún por construir, la Semiología o ciencia de todos los sistemas sociales de signos que, utilizando el utillaje conceptual de la lingüística estructural, estudiaría todos los modos de interacción social como sistemas de signos, y de la cual el lenguaje verbal no sería más que una región, aunque fuese la capital de ese nuevo continente. Junto con Umberto Eco, Christian Metz, A. J. Greimas y tantos otros, Barthes se embarcó en un viaje a esa tierra situada entre los libros y el mundo, entre las palabras y las cosas, que el dedo de Saussure había señalado, sin estar seguro de si podría regresar. El viaje le procuró extrañas compañías (técnicos publicitarios o golfillos de burdel), pero, como suele suceder en los viajes de los descubridores, Barthes tuvo un sueño premonitorio; o, más bien, una pesadilla: "La pesadilla de Saussure era la arbitrariedad (del signo), la suya era la analogía", escribía en su autobiografía. Los signos que significan por analogía -privilegiadamente, se diría, las imágenes o "signos icónicos"- parecen transgredir el dogma saussureano: en ellos se adivina una continuidad no arbitraria, una semejanza entre significante y significado que parece obligarnos a excluirlos del concepto de signo, e incluso del lenguaje si, como Barthes mismo sostuvo, hay que invertir la proposición de Saussure y avenirse a reconocer que la Semiología es una parte de la Lingüística, y no al contrario. El misterio de cómo las imágenes pueden llegar a significar, la sensación de que al pretender aislar unidades visuales "discretas", como los fonemas, quizá estamos hurtando a la significación visual su naturaleza más propia, siempre obsesionó a Barthes, que se especializó sin darse cuenta en el terreno intermedio entre la imagen y la palabra, el terreno en el que la palabra quiere negar su propia condición, tornándose susurro, y en el que la mirada quiere cegarse, renunciar a la distancia a favor del contacto, terreno magistralmente recorrido en Fragmentos de un discurso enamorado. El 25 de febrero de 1980, Barthes miró a ambos lados de la Rue des Écoles antes de cruzar, pero no vio a la furgoneta cuyo brutal contacto desencadenó su muerte. Fue atropellado entre las palabras -un artículo sobre Stendhal en el rodillo de su máquina de escribir, al que regresaba- y el mundo -un almuerzo con Jack Lang y François Mitterrand, del que acababa de salir-. ¿Analogía?


Date: Sat, 9 Jun 2001 18:08:11
Del suplemento Babelia, en El País de hoy:

Roland Barthes, un sujeto incierto

José Luis Pardo

El crítico francés halló su terreno de trabajo en un ambiguo espacio entre la lingüística y la poesía. Una biografía y una colección de sus escritos nos acercan a su pensamiento.

Aún hoy, el nombre de Roland Barthes despierta profundas inquinas y adhesiones inquebrantables. La pasión con la que siempre acometió el trabajo de escribir se refleja en la recepción de sus lectores. La cuidadosa biografía de Calvet, reeditada estos días, ofrece algunas claves para comprender por qué hubo siempre, alrededor de Barthes, un cierto sentimiento de sospecha, completamente congruente con su experiencia subjetiva de inseguridad, de debilidad acerca de su trabajo y de sus logros. En su lección inaugural en el Colegio de Francia, se definió a sí mismo como un sujeto incierto. Demasiado literario para los lingüistas, que siempre le consideraron un intruso; demasiado lingüista para los críticos literarios, que pocas veces llegaron a entenderle, Barthes ocupó un terreno en verdad incierto. Por motivos completamente contingentes, relacionados con su salud delicada, ocupó antes cargos administrativos que posiciones académicas, y obtuvo un reconocimiento público "mundano" a través de sus artículos y ensayos antes de alcanzar rango universitario. En parte, esto se explica porque Barthes no tuvo, propiamente hablando, maestros. No podía tenerlos: el terreno en el que se internó con audacia no había sido reconocido con anterioridad y, por tanto, nadie podía enseñarle a explorarlo.

Cuando Barthes escribió textos que podrían catalogarse como "crítica literaria" -sus libros sobre Racine, sobre Michelet, sobre Balzac o sobre Sade, Fourier y Loyola-, se encontró con una violenta oposición por parte de los críticos oficiales: no es que discutieran sus criterios como crítico, es que consideraban que lo que él hacía no era crítica; y, ciertamente, en el sentido más consolidado de la expresión, no lo era. Cuando enarboló la bandera de la Semiología -en Elementos de Semiología o El sistema de la moda, especialmente-, fue severamente contestado por lingüistas ortodoxos que ponían de manifiesto la debilidad teórica de sus apoyaturas y los riesgos desmedidos de sus hipótesis; y también ellos, de algún modo, tenían razón. Pero Barthes no podía ser ortodoxo, porque la tierra que pisaba tenía fundamentos frágiles y resbaladizos, y el principal equívoco acerca de su trabajo procede de la necesidad de emplear viejos términos -crítica, Semiología- para designar quehaceres esencialmente nuevos. Quehaceres para los cuales Barthes se sirvió de todo cuanto encontró en su camino: la lingüística de Saussure, el estructuralismo de Lévi-Strauss, el análisis de la narración de Propp, el marxismo, la retórica o la filología clásica, y cuando los saberes constituidos no le ofrecían instrumentos adecuados para su empresa, tuvo que inventar métodos precarios y pragmáticos, terminologías difusas cuya oscuridad siempre se le reprocha, para intentar aventuras -una vez más- inciertas. El título de su último libro, La cámara lúcida, es quizá una metáfora adecuada de esa agudeza de la mirada que llega a ser casi una patología de la vista. Quizá Barthes fue solamente un observador minucioso, al mismo tiempo frío y apasionado, desconfiado de sus propios ojos, que tenía que petrificar sus objetos para transmutarlos en imágenes (escritas), y que sólo así conseguía extraer de ellos el ángulo desde el cual mirarlos como si nunca antes hubiesen sido vistos. Siempre cargado de fichas bibliográficas, sus verdaderos archivos no estaban en la Biblioteca Nacional o en las librerías tanto como en "el libro del mundo": si con él no consiguió armar un sistema, sí que logró editar un formidable álbum de fotografías instantáneas en forma de textos que valen como informes etnográficos acerca de unas sociedades en las cuales todo se ha convertido en signo.

La mirada de Barthes, de la que en cierto modo nuestra época es heredera incluso cuando lo repudia, es probablemente la que primero y de forma más nítida observó esta realidad del tiempo contemporáneo: a la vez que la naturaleza se oculta tras la técnica, que el suelo y el cielo se pueblan de artefactos, instrumentos y útiles, la eficacia de las herramientas queda suspendida por esa nueva luz "fotográfica" que convierte a las cosas en signos de sí mismas y sepulta su materialidad bajo una capa espesa de significaciones retóricas, connotativas, bajo una densidad de códigos enredados de una poética compleja que revela (también en el sentido fotográfico de la expresión) que ellas también están habitadas por el lenguaje y también escriben el texto del cual nuestro cuerpo mismo forma parte. No se trata, como en las doctrinas herméticas protomodernas, de encontrar la clave universal con la que traducir el libro del mundo; se trata más bien de que el texto del mundo nos traduce de antemano a su jerga confusa y -como la propia escritura de Barthes- heterodoxa, y los rastros de la clave perdida son las pasiones, las afecciones y las emociones con las que a veces nos sorprende un encuentro casual en una calle, en un libro, en un rostro.

La torre Eiffel, el primero de una serie de volúmenes que anuncia Paidós recogiendo diversos textos del autor (y que, como tantas otras veces, es el obligado consuelo de unos lectores a quienes se ha condenado a no poder disfrutar de una edición de las Obras Completas), contiene una colección de "textos sobre la imagen" escritos por Barthes con motivos diversos (él, que decía haber escrito siempre "por encargo"): prefacios, presentaciones, entrevistas, catálogos, exposiciones y, en definitiva, pies de fotos. Porque esta expresión -pie de foto- podría designar muy bien, no solamente el trabajo semiológico o ensayístico de Barthes sobre la imagen (sobre el cine, la pintura, la publicidad, la fotografía o la arquitectura), sino acaso incluso todo su trabajo como escritor. Más que escribir al pie de la letra, Barthes escribía al pie de la foto. A veces, al pie de fotos reales y visibles, como el espléndido artículo sobre la Torre Eiffel que da título a esta compilación -"la Torre es todo lo que el hombre pone en ella, y ese todo es infinito"- o sus reflexiones sobre la obra del pintor Saul Steinberg, que son respectivamente dos de los textos más sugerentes recogidos en el libro; pero otras veces, se diría que la mayoría de las veces, Barthes escribe el pie de una foto que no podemos ver, sino sólo imaginar, que acaso él mismo tampoco ha visto nunca, y cuyo "pie" redacta como quien intenta, a fuerza de descripción y sugerencia, a fuerza de decir, hacer ver algo más que lo ya visto.

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