diario EL PAÍS (Madrid), Domingo 16-05-99
Perfiles: José Borrell
José Borrell Fontelles (La Pobla de Segur, 1947) es un hombre en blanco y negro, sin matices grises. No los tiene él, y tiende a no distinguirlos en los demás. Su excepcional inteligencia y su capacidad de trabajo coexisten con la inflexibilidad, el orgullo y una cierta soledad íntima. El hombre hecho a sí mismo, a la americana, que trató de extender a los demás su propia integridad y aspiraba a la presidencia del Gobierno, ha caído por la deshonestidad de dos amigos y por su propia ceguera. El 'efecto Borrell' tenía un defecto.
La hoguera de un Savonarola ingenuo
Enric González
A José Borrell le gustan los problemas. Pero le gustan más las soluciones. Quizá por eso no se ha ahogado en el naufragio de su candidatura. Tenía un problema inmenso, para el que, tras varias semanas de análisis, halló una solución que le pareció satisfactoria. Y la puso en práctica con una cierta elegancia: "No se trata de mantener la carrera a cualquier precio y creo que el cumplimiento estricto de la legalidad no basta". El viernes por la noche, quienes esperaban encontrar a un hombre fracasado, hundido, a un político acabado, se toparon con un individuo razonablemente entero, aliviado, que había cifrado la incógnita de una ecuación compleja.
Quizá sentía un íntimo placer por haber dado una última lección. Por no haberse comportado como otros. Porque a Borrell le gusta dar lecciones. Y, desde luego, no es como otros. Es más brillante, más orgulloso, más generoso, más intransigente y mucho más ingenuo. Sus grandes virtudes son sus grandes defectos. En lo mejor, puede ser brillante, seductor, irresistible. En lo peor, se envuelve en su orgullosa soledad y roza el autismo.
Es posible que vuelva a pensar en Stanford, en los años de la universidad californiana, en el oso que por la noche se acercaba al jardín de casa para cenar con la familia. De vez en cuando, desde hace años, le asalta la tentación de Stanford, donde fue tan feliz. Una de las muchas paradojas de este hombre del Pirineo, educado a la francesa, convencido de la eficacia del Estado centralizado, receloso del liberalismo económico, abanderado de la redistribución por vía fiscal y esencialmente de izquierdas, consiste en que rige su vida según criterios muy estadounidenses. "Si hubiera nacido en Estados Unidos ahora sería un científico o un emprendedor del tipo Bill Gates, y su personalidad se habría desarrollado más libremente", opina un amigo suyo. "Tiene una relación muy natural con el dinero, carece de complejos de clase, es muy americano", ratifica otro amigo.
La infancia de Borrell ha sido descrita a veces en términos de pobreza, lo cual resulta muy inexacto. El abuelo paterno volvió de Argentina con ahorros y compró una panadería en La Pobla de Segur, en el Pirineo de Lleida, y sus padres, Joan Borrell y Lluïsa Fontelles, pudieron proporcionarles, tanto a él como a su hermano Joan, una infancia sin privaciones.
Su infancia no fue humilde, sino esforzada. Borrell es un hombre hecho a sí mismo, lo cual le ha llevado por rutas atípicas en la política española y le ha forjado un carácter tan voluntarioso como complejo. Esas rarezas no han sido ajenas a su caída.
En 1968, mientras la clase política que protagonizó la transición española asistía a la Primavera de Praga y al Mayo francés, José Borrell hacía el segundo tramo de las milicias universitarias. En aviación, como correspondía a un ingeniero aeronáutico, y con saltos en paracaídas incluidos, en el campamento de Villafría (Burgos). Ese año, 1968, a la compañía del aspirante a alférez Borrell le tocó desfilar en Santander ante Francisco Franco. Y el aspirante a alférez desfiló con el máximo orgullo. En clase de moral militar leía libros sobre marxismo, pero una cosa era detestar al dictador y otra muy distinta sentirse incómodo con el uniforme militar. Borrell, que había vivido hasta entonces dentro de la burbuja del estudio, carecía de los prejuicios propios de otros jóvenes de su edad y su ideología. Para él, el servicio militar y la bandera española eran cosas muy serias. Y siguen siéndolo. Cuando, 25 años después de licenciarse con el grado de alférez, repitió en Almería su jura de bandera, bastantes de sus compañeros en el PSOE se echaron las manos a la cabeza.
El joven Borrell estudió mucho. Quienes le conocen admiran su capacidad intelectual, pero lo más asombroso es su capacidad de trabajo. En La Pobla de Segur, donde no había instituto, cursó por libre, gracias a la insistencia de su madre y las horas libres de un maestro local, el bachillerato elemental. El superior lo hizo como interno en el colegio San Anastasio, de Lleida. Sus notas eran excelentes y jamás le faltó la beca. Dedicaba mucho tiempo al estudio, pero también practicaba todos los deportes a su alcance. Era un empollón, sí, pero no un chico repelente. Y se relacionaba bien con sus compañeros. Como bachiller conoció, por ejemplo, a un chico de un curso inferior llamado José Maria Huguet, al que había de reencontrar años más tarde en el Ministerio de Hacienda.
Conocidos, muchos. Amigos, muy pocos. Encontró a su primer gran amigo en la Facultad de Ingeniería Aeronáutica de Madrid, donde se matriculó tras un curso de ingeniería industrial en Barcelona. Su amigo, Juan Manuel Bujía, resultó ser el alumno más brillante de la facultad. Ésa ha sido una constante en la vida de Borrell: valora mucho que sus amistades constituyan también un reto intelectual.
Bujía, que llegó a ser director general de Aviación Civil y trabaja actualmente en Iberia, alega que Borrell no sacaba notas tan altas como las suyas porque cursaba Ciencias Económicas al mismo tiempo. "Podía faltar a clase, en una carrera durísima, y le bastaban mis apuntes para aprobar", comenta con admiración. El catedrático de Matemática Aplicada Manuel Abejón, años más tarde presidente de AENA (Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea), también recuerda a Borrell como un tipo brillante, tanto como otro estudiante un año mayor llamado Jaime Terceiro. Borrell y Terceiro congeniaron. Cuando el primero fue nombrado ministro, el segundo presidía Caja Madrid. Se encontraban de vez en cuando y les gustaba hablar de fórmulas matemáticas.
Borrell necesita hacer cosas continuamente. En unos pocos años viajó a Israel para trabajar en un kibutz, conoció allí a la francesa Carolina Mayeur, se casó poco tiempo después con ella, amplió estudios en Francia y Estados Unidos, se doctoró en Económicas, ganó una cátedra y se empleó en el departamento de sistemas de Cepsa (Compañía Española de Petróleos, SA). A principios de los años setenta, Borrell era un hombre casado y pluriempleado que impartía clases de Teoría Económica y trabajaba en Cepsa. Pero, como recuerda Juan López de la Ranzanera, actual vicerrector de Asuntos Económicos de la Complutense, le quedaba tiempo para "correr por la Gran Vía, delante de los grises". Y para organizar asambleas en Cepsa, donde era miembro del comité de empresa. "Le recuerdo en 1974, hablando en asambleas, muy atractivo y con las ideas muy claras; un hombre encantador", evoca una empleada de la compañía petrolera.
Borrell siempre ha tenido un éxito notable con las mujeres. Pero no ha sacado demasiado rendimiento a su atractivo. "No le gusta el cine, ni el teatro, ni el fútbol, ni la comida, ni el vino... El sexo le interesa, supongo, pero sin gran dedicación. Lo suyo es trabajar, hacer cosas. Quizá peca por ahí. Quizá le falta capacidad de desconexión, una chispa de frivolidad", comenta una persona que colaboró profesionalmente con él durante años.
José Borrell carece de debilidades aparentes. No bebe -cuando sus compañeros de facultad descubrían los excesos alcohólicos, él se convirtió en uno de los primeros aficionados españoles a la Coca-Cola-, no fuma -si enciende un pitillo es para agujerear un papel y meterlo en las anillas de la carpeta- y en su casa el menú gira en torno a las sopas en conserva, las tortillas, los huevos fritos y la pasta. Su ascetismo -ese término es recurrente cuando le definen sus amigos- le hace poco flexible ante las debilidades de los demás, y ante los claroscuros de cualquier organización humana: "Es un hombre en blanco y negro, sin zonas grises", dice un antiguo colaborador en el Ministerio de Obras Públicas.
Es un buen hombre. En eso coinciden casi todos quienes le han tratado. Pero, con su gran capacidad de cálculo, su memoria formidable, su generosidad y sus buenos sentimientos, carece a veces del punto de sensatez que facilita cualquier existencia. Quienes asistieron en 1984 a la reunión anual del Círculo de Economía barcelonés en la Costa Brava ya no olvidaron nunca a Borrell. Porque les impresionó su capacidad dialéctica y porque salpicó de sangre al auditorio. En un debate con Carlos Ferrer Salat, entonces presidente de la CEOE, Borrell no supo detenerse. Definió a Ferrer Salat como "un hechicero africano, que se rasga las vestiduras y da alaridos para ganarse el fervor de la tribu", le acusó de ignorar lo básico sobre la inflación, le avergonzó delante de su gente. Borrell siguió golpeando verbalmente cuando el líder de la patronal no era ya más que un ovillo contra las cuerdas.
Su inflexibilidad se hizo legendaria entre 1984 y 1991, la época en que ocupó la Secretaría de Estado de Hacienda. Había pasado por un puesto similar en la Diputación de Madrid y por la Secretaría General del Presupuesto, pero Hacienda se convirtió para siempre en el mayor florón de su carrera profesional. Si en toda España fueron muy conocidas las inspecciones fiscales impulsadas contra popularísimas figuras de la farándula como Lola Flores o Pedro Ruiz, que por alguna razón se consideraban libres de impuestos, en Cataluña plantó el estandarte del peinado fiscal Ciudades como Manresa pasaron bajo el rastrillo de la inspección, dirigida y jaleada por dos hombres justos e incorruptibles llamados Josep Maria Huguet y Ernesto de Aguiar.
Borrell había conocido vagamente a Huguet en el colegio de Lleida, y ahora le reencontraba como inspector fiscal en Barcelona. Ernesto de Aguiar, nombrado jefe de los inspectores en Cataluña por el antecesor de Borrell, José Victor Sevilla, era un antiguo militante comunista lanzado a una campaña contra el fraude y la corrupción. El secretario de Estado simpatizó rápidamente con sus dos hombres en Barcelona. Y acabó siendo muy amigo de ambos.
Los peinados fiscales, que afectaron sustancialmente a sectores nacionalistas, y una fuerte antipatía mutua, que ha resistido al paso de los años, con Jordi Pujol, no facilitaron a Borrell la tarea de negociar la financiación de la Generalitat desde el sistema transitorio al definitivo. Pero consiguió un pacto sobre lo que finalmente se llamó "sistema definitivo transitorio". José Borrell y el entonces consejero de Economía catalán, Josep Maria Cullell, mantuvieron discusiones muy tensas. Pese a todo, Cullell recuerda su relación como "franca y leal" y considera que Borrell fue un buen secretario de Hacienda, mucho más permeable a las tesis de la Generalitat, además, de lo que jamás le reconoció Pujol.
Tanto Cullell como antiguos colaboradores de Borrell consideran, sin embargo, que los peinados fiscales, calle a calle, comercio a comercio, casa a casa, fueron excesivos. "El objetivo era noble, pero demasiado virtuoso, exageradamente puritano. Políticamente, aquellas operaciones fueron un error muy propio de Borrell, que, con todas sus virtudes, suele pecar de inflexible y carece de instinto para el consenso", dice uno de los colaboradores del ex candidato socialista a la presidencia del Gobierno. Algo parecido ocurrió con el catastrazo, una actualización de valores catastrales teóricamente muy razonable, pero catastrófica en la práctica, que, finalmente, hubo que desestimar.
Su batalla contra La Caixa con motivo de las primas únicas, un producto financiero que aprovechaba las zonas grises de la reglamentación fiscal, se convirtió también en una cuestión de principio en la que acabó por dejarse algunas plumas. Pero los duros Huguet y Aguiar no cejaban y siempre le empujaron a continuar. Desde el formidable poder que confiere el mando sobre la inspección fiscal, con capacidad para investigar, embargar cuentas y abrumar a cualquier contribuyente, grande o pequeño, los incorruptibles de la plaza del Doctor Letamendi , Huguet y Aguiar, quisieron llevar hasta el final su campaña ejemplificadora.
En 1991, José Borrell se convirtió en ministro de Obras Públicas y Transportes. Se llevó a dos colaboradores en la etapa de Hacienda, el director de gabinete, Antonio Herrero, y el secretario de Estado de Planificación, José Zaragoza, y buscó a un técnico políticamente afín, Antoni Llardén, para el puesto de subsecretario. El equipo funcionó a la perfección. Pero Borrell, enarbolando la Verdad y la Razón con mayúsculas y contra los consejos de sus propios asesores, encontró una nueva misión quijotesca. El trazado de una autovía le enfrentó, en términos durísimos, con el presidente de Castilla-La Mancha, José Bono, un barón del PSOE con una influencia nada despreciable dentro del partido.
La batalla de las Hoces del Cabriel se convirtió, otra vez, en un a cuestión personal. Para ser alguien que reconocía desde siempre que aspiraba a presidir el Gobierno algún día, Borrell era capaz de cometer errores políticos incomprensibles. El choque con Bono se saldó en fracaso para Borrell, y le granjeó la enemistad del barón manchego. "Es muy cerebral, pero cuando cree tener la razón de su lado se lanza al combate de forma instintiva, sin atender a razones", recuerda una persona que siguió muy de cerca aquel enfrentamiento. En aquel momento ya influía bastante en sus opiniones la diputada Cristina Narbona, su actual compañera sentimental, a la que colocó en una secretaría de Estado de su ministerio, la de Medio Ambiente.
Su puntillosidad, o vanidad, o necesidad de decir la última palabra, afloraban también ocasionalmente en los consejos de ministros. Cuando la comisión de subsecretarios llegaba a un acuerdo sobre un asunto y lo colocaba en el llamado índice verde, la aprobación en consejo se suponía automática. Pero Borrell necesitó, en más de una ocasión, hacer alguna precisión sobre el asunto. Cuando Borrell pronunciaba las palabras "pero que conste en acta que..." o "quisiera hacer constar que...", para sacar a colación algún detalle de un acuerdo ya cerrado con el que no estaba totalmente satisfecho, Felipe González fruncía levemente el ceño y los demás ministros suspiraban para sus adentros. Con aquellas interrupciones jamás ganó amigos.
La derrota electoral de 1996 no le desalentó. Tampoco se abrió el suelo bajo sus pies cuando Felipe González abandonó, por sorpresa, la secretaría general del PSOE. Su opinión sobre González era ambivalente desde hacía tiempo: le tenía por un gran político, pero consideraba que había transigido demasiado, que había buscado con demasiada avidez la cooperación con los grandes grupos económicos, que había sido poco vigilante con la corrupción a su alrededor. González, por su parte, tampoco tenía en gran estima a aquel talibán del intelecto, tan desprovisto de matices y de cintura.
Cuando Joaquín Almunia, nuevo secretario general, convocó unas elecciones primarias dentro del partido para reforzar su propia legitimidad, Borrell no dudó demasiados días. Tenía muy buenos amigos en el PSOE, algunos tan influyentes como Javier Solana, pero permanecía en los márgenes de la estructura. No encajaba en el aparato, ni en Madrid ni en Barcelona. Nunca le faltó valor, y decidió intentar una nueva quijotada. Estaba seguro de perder, pero pensaba que una derrota digna había de proporcionarle un nuevo impulso dentro del PSOE. "Me llevaré un revolcón", vaticinó muy pocos días antes de que los militantes socialistas depositaran su voto.
Pero su gran capacidad para conectar con la gente de a pie al margen de las estructuras del partido -una virtud típica en los políticos estadounidenses-, unida a la prepotencia del aparato que envolvía a Joaquín Almunia y a las ansias de renovación de la militancia, obraron el milagro. El 24 de abril de 1998, el día en que cumplía 51 años, Borrell amaneció como un sosegado outsider y se acostó como un eufórico candidato a la presidencia del Gobierno.
El resto fue una historia de desencuentros. El aparato no le abrió los brazos, pero él tampoco cejó en su orgullosa individualidad. Se rodeó poco a poco de un limitado equipo de fieles, pero prefirió seguir actuando solo en los momentos cruciales. Su gran reválida, el debate sobre el estado de la nación, la prepararon entre su hijo y él mismo: el asunto se coció en la cocina de casa. Sobrevino el fracaso, no tanto por el discurso -cuya parte central era un fárrago de tecnicismos y pedantería- como por el barullo montado por los diputados de la derecha. Borrell, un hombre acostumbrado a seducir con la palabra, quedó bloqueado. Cuando volvió a su escaño estaba hundido. No comprendía la situación. Alguno de sus colaboradores lloró.
Pero el candidato no tardó en autoconvencerse de que había ganado el debate. O que, cuando menos, había hecho buen papel. Y siguió adelante: puro Borrell.
La hoguera de un Savonarola ingenuo
Ernesto de Aguiar llamó por teléfono a José Borrell para ofrecerle explicaciones. Sus cuentas suizas, como las de su compañero Josep Maria Huguet, habían sido reveladas ante un tribunal londinense por Juan José Folchi, el escudero de Javier de la Rosa, el gran corruptor. Y Aguiar quiso insistir ante Borrell en que había defraudado a Hacienda, sí, pero no había aceptado sobornos. Fraude fiscal sí, cohecho no.
Aguiar, en quien muchos veían la honestidad personificada, le hizo saber que lamentaba haber arruinado su carrera política.
La magnitud del desastre es obvia. Pero sólo Borrell sabe, política al margen, hasta qué punto le ha dañado íntimamente la traición de sus dos amigos. Ha condenado públicamente su actuación, pero sin ensañarse. Por orgullo, por respeto a una vieja amistad o por simple anonadamiento, José Borrell ha preferido no ahondar en el asunto.
El ex candidato socialista a la presidencia del Gobierno tuvo noticia del inmenso fraude fiscal -por ahora, sólo eso- cometido por Huguet y Aguiar leyendo este periódico. Y supo de inmediato que su línea de flotación estaba perforada. ¿Cuál podía ser su credibilidad cuando criticara al entorno de José María Aznar? Su propio entorno estaba podrido. La gente con la que compartía vacaciones en la estación pirenaica de Taüll, los amigos con los que en 1988 había comprado su apartamento, le habían engañado durante años.
Y había más. Él mismo había invertido, en 1987, un millón de pesetas a nombre de su esposa en el fondo que manejaba Huguet. Le llegaban rumores que le involucraban personalmente en un caso de corrupción especialmente hiriente. Supo que debía dimitir. El qué estaba claro. Todo el análisis debía apuntar a resolver el cuándo. El jueves se dio una respuesta: cuanto antes mejor.
Borrell no se deprimió. No sufrió, al menos, el "visible abatimiento" descrito por los cronistas. Estaba nervioso, disgustado, triste, pero no abatido. Reflexionó con su frialdad habitual y decidió. Optó probablemente por centrarse en el problema político y la solución a ese problema. El desengaño personal queda al margen.
"Este caso demuestra hasta qué punto es ingenuo", explica un buen amigo suyo. Sabía perfectamente que Aguiar y Huguet jugaban en bolsa porque él mismo había participado en esas inversiones. Sabía que ambos habían hecho fortuna y que Huguet la lucía sin el menor recato. Pero Borrell suponía simplemente que la consultoría abierta por la pareja de inspectores en la Rambla de Catalunya barcelonesa funcionaba muy bien.
"Había criticado a Felipe González por tolerar demasiado a sus amigos. Él, sin embargo, tendía a lo mismo. Alguna vez le habíamos alertado sobre alguien con quien se relacionaba, y Borrell reaccionaba visceralmente. Descartaba de un manotazo cualquier sospecha", explica el amigo antes citado. Dicha fuente añade que "lo de Huguet y Aguiar era impensable". "Esos dos", admite, "nos han engañado a todos".
La desgracia suele suscitar simpatías. Y el gesto de la dimisión ha sido, aparentemente, bien valorado por la opinión pública. Pero muchos contribuyentes han sentido una chispa de alegría en su interior al contemplar la caída del que fue gran inquisidor fiscal. Borrell tuvo algo de Girolamo Savonarola, el monje florentino del siglo XV que trató de quemar en las "hogueras de las vanidades" la corrupción de sus contemporáneos y acabó, sin culpa, en el cadalso.
En Barcelona, no pocos empresarios "creen que le está bien empleado" y que su actitud durante la época al frente de Hacienda le ha costado cara, según comenta el directivo de una empresa. En su propio partido hay quien recuerda sus críticas feroces a los "entornos corruptos". Mientras Borrell clamaba por la pureza, Huguet y Aguiar, los falsos Savonarolas de la inspección fiscal barcelonesa, levantaban la pira para el que fue su jefe y su amigo.
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Brigantinus-Quora
Hace 7 años
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II. JUICIO A LA CORRUPCIÓN EN LA DELEGACIÓN DE HACIENDA DE BARCELONA.
A POR LAS PRESCRIPCIONES.
Rafael del Barco Carreras.
Primera jornada 15-09-09. Cuarenta periodistas, poco público, una dotación de GUARDIA CIVIL ( hasta de paisano) y los “habituales” abogados en estos casos. El estrellato repartido entre Núñez y De la Rosa, aunque Folchi y los ex inspectores de Hacienda también a su pesar chuparan cámara.
Actas del 88, sumario del 99, juicio 2009. 21 años de GRAN CORRUPCIÓN en Hacienda, en la Justicia, y en la Política, pues si por desgracia para los significativos acusados no se cruza en su camino las PRIMERAS Y ÚNICAS PRIMARIAS para elegir el candidato a la Presidencia de la Nación por el PSOE, las prescripciones hubieran acabado con ese ramillete de inspecciones de Hacienda al igual que con cientos o miles de ellas. Y para rematar corrupciones, prueba que la GRAN CORRUPCIÓN SIGUE VIVA Y ACTIVA, podríamos añadir las actuales de los TERCEROS GRADOS a De la Rosa y Folchi, permitiéndoles no acudir esposados desde la cárcel, como sería normal.
Así diría yo que la mayor de las corrupciones, los ausentes por PRESCRIPCIONES, sistema utilizado para que las actas jamás se cobraran, y que RAJOY en la oposición por los 90 clamó en el Congreso cifrando en unos 200.000 millones de pesetas, aunque casi toda la documentación había desaparecido. El mayor ausente LA CAIXA y sus “primas únicas”, un sistema generalizado con diferentes títulos en la banca y cajas para blanquear capitales, y que condenó a algún banquero, caso BANKPIME, sentó en el banquillo a Botín, exculpado, y los demás gozaron de la PRESCRIPCIÓN.
Pero para que las actas prescriban se ha de pagar, por EXTORSIÓN o SOBORNO. Este juicio se basa en el SOBORNO, en el de JUAN PIQUÉ VIDAL Y LUIS PASCUAL ESTEVILL, socios e íntimos del Clan de Hacienda, la figura jurídica era la EXTORSIÓN.
Sin maliciar demasiado es fácil suponer el porqué a esos acusados y no otros. Hace DIEZ AÑOS De la Rosa era ya un vencido en “olor de multitudes”, y Núñez, una de las grandes fortunas de Barcelona y ¡Presidente del BARSA!. Recordar a LOLA FLORES, precisamente embestida por BORELL, la víctima política en este caso. Excelentes banderas mediáticas, aunque tuvieran a Juan Piqué Vidal y Juan José Folchi de abogados, o precisamente por eso. Pasaron años, y mucha cárcel, para concienciarme que mi peor enemigo... mis abogados.
Saludé a Francesc Jufresa, el abogado defensor de De la Rosa. Le conocí cuando se iniciaba en la carrera (clicar en google) por los 82. Compañero de despacho de Gonzalo Quintero Olivares, a quien contraté, tras dos años de cárcel, una vez despedido Luis Pascual Estevill. Ni que decir tiene que se convirtió en gran amigo de Pascual. Jufresa a lo largo de la vida me defendería en dos casos. Poco a añadir más que el sabor agrio, muy agrio, por la evidencia de las buenas e íntimas relaciones que mis abogados adquirían con De la Rosa, y entorno, después de que yo les contratara.
Para situarse jurídicamente leer en www.lagrancorrupcion.blogspot.com las CONCLUSIONES PROVISIONALES DE LA FISCALÍA, y otras curiosidades de “BARCELONA, 30 AÑOS DE CORRUPCIÓN”.
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