lunes, 14 de abril de 2008

Biografía de Wittgenstein.3

Monk, Ray.

"Ludwig Wittgenstein".

Traducción: Damián Alou.

Editorial Anagrama.

Barcelona, marzo 1997, 2da.edición

Tit.Orig.: Ludwig Wittgenstein. The Duty of Genius.

Jonathan Cape. London 1990

547 pp

1ra. edición febrero 1994.

(continúa)

Cap.13. LA NIEBLA SE DISIPA

Cuando regresó a Cambridge, en el otoño de 1930, Wittgenstein había disfrutado de ese «verdadero descanso» que le menciona a Drury. Es decir, había llegado a una clara concepción del método correcto en filosofía. Sus clases del primer trimestre comenzaron, con una nota apocalíptica: «El nimbo de la filosofía ha desaparecido», anunció:

"pues ahora tenemos un método para hacer filosofía, y podemos hablar de filósofos experimentados. Comparadlo con la diferencia entre la alquimia y la química: la química posee un método, y podemos hablar de químicos experimentados."

La analogía con la transición de la alquimia a la química en parte lleva a engaño. No es que el pensamiento de Wittgenstein hubiera reemplazado una pseudo ciencia mística por una ciencia verdadera, sino que había penetrado más allá de la nebulosidad y mística de la filosofía (su «nimbo») y descubierto que ahí detrás no había nada. La filosofía no puede transformarse en una ciencia, porque no tiene nada que descubrir. Sus problemas son consecuencia de un mal uso, de una mala comprensión de la gramática, y requieren no una solución, sino una disolución. Y el método para disolver estos problemas no consiste en elaborar nuevas teorías, sino en reunir recordatorios de cosas que ya conocemos.

Lo que descubrimos en la filosofía es trivial, no nos enseña nuevos hechos, sólo la ciencia lo hace. Pero la sinopsis adecuada de estas trivialidades es enormemente difícil, y tiene una inmensa importancia. La filosofía es, de hecho, una sinopsis de trivialidades.

En filosofía no estamos, como los científicos, construyendo una casa. Tampoco estamos colocando los cimientos de una casa. Simplemente estamos «limpiando una habitación». Esta humillación de la «Reina de las Ciencias» es una ocasión tanto de triunfo como de desesperación; señala la pérdida de la inocencia, que es un síntoma de una decadencia cultural más general.

Una vez se ha encontrado un método, las oportunidades para expresar la personalidad se ven a su vez restringidas. La tendencia de nuestra época es la de restringir tales oportunidades; ésta es la característica de una época de declive cultural o de ausencia de cultura. Un gran hombre no tiene por qué ser menos grande en tales períodos, pero ahora la filosofía se ve reducida a una cuestión de destreza, y el nimbo del filósofo está desapareciendo.

Esta observación, al igual que gran parte de todo lo que Wittgenstein escribió y dijo en esa época, muestra la influencia de "La decadencia de Occidente" de Oswald Spengler (1918; edición inglesa de 1926). Spengler creía que una civilización era una cultura atrofiada. Cuando una cultura entra en decadencia, lo que antes era un organismo viviente se convierte en una estructura rígida, mecánica, muerta. De este modo, a un período en el que las artes florecen le sucede otro en el que dominan la física, las matemáticas y la mecánica. Esta opinión general, especialmente al aplicarla al declive de la cultura europea occidental de finales del siglo xix y principios del xx, armonizaba perfectamente con el propio pesimismo cultural de Wittgenstein. Un día que apareció en las habitaciones de Drury con un aspecto de terrible aflicción, le explicó que había visto una representación gráfica de la teoría de Spengler.

Iba caminando por Cambridge y pasé junto a una librería, y en el escaparate estaban los retratos de Russell, Freud y Einstein. Un poco más adelante, en una tienda de música, vi los retratos de Beethoven, Schubert y Chopin. Al comparar esos retratos sentí con toda intensidad la terrible degeneración que había invadido el espíritu humano en el curso de los últimos cien años.

En una época en que los científicos se convierten en grandes figuras, la gran personalidad el «genio» de Weininger carece de lugar en el flujo principal de la vida; se le fuerza a la soledad. Sólo puede ocuparse de fruslerías, como limpiar su habitación, y distanciarse de todas las casas que se construyen a su alrededor.

Durante el primer trimestre de 1930, Wittgenstein escribió varios borradores del prefacio de un libro: no el libro en el que estaba trabajando con Waismann, sino el mecanoscrito que le había enseñado a Russell a principio de año. En cada borrador intentaba dejar explícito el espíritu que le inspiraba, distanciando su obra de la de los científicos y los filósofos de la ciencia: para dejar claro, como si dijéramos, que estaba trabajando dentro de los confines de su propia, pequeña y limpia habitación. Pero de nuevo se enfrenta a un dilema familiar: de este modo, ¿a quién pretendía explicar su actitud? Aquellos que la comprendían, seguramente la verían reflejada en su obra, mientras que aquellos que no le comprendían tampoco entenderían su explicación. Era un dilema que discutía consigo mismo en sus cuadernos: «No tiene sentido decirle algo a alguien que no lo entiende, aun cuando añadas que no lo entenderá. (Eso sucede con mucha frecuencia con alguien a quien amas)»:

Si tienes una habitación en la que no quieres que entren ciertas personas, pones una cerradura cuya llave no posean. Pero no tiene sentido hablarles de la habitación, ¡a menos que quieras que la admiren desde el exterior! Lo más honrado sería poner una cerradura en la puerta que sólo sea vista por aquellos que pueden abrirla, y no por el resto.

«Pero», añadía, «resulta oportuno decir que creo que el libro no tiene nada que ver con la civilización centrada en el progreso característica de Europa y Estados Unidos. Y que mientras que puede que su espíritu se encuentre posiblemente sólo en las inmediaciones de esta civilización, sus objetivos son distintos.» En un primer borrador del prefacio habla explícitamente acerca de su obra en relación con la de los científicos occidentales:

"A mí me da lo mismo que el típico científico occidental aprecie o no mi obra, ya que en cualquier caso no comprenderá el espíritu con que se ha escrito. Nuestra civilización se caracteriza por la palabra «progreso». El progreso consiste en su forma, y no en hacer progresar uno de sus rasgos. Es típico de ella construir. Está ocupada por un edificio de estructura cada vez más complicada. E incluso la claridad se persigue sólo como un medio para este fin, no como un fin en sí mismo. Para mí, por el contrario, la claridad, la transparencia, son valores en sí mismos. No estoy interesado en construir un edificio, sino entender una perspectiva transparente de los cimientos de posibles edificios. De modo que mi objetivo no es el mismo que el de los científicos, y mi manera de pensar es distinta de la suya."

En el borrador final no se menciona a la ciencia ni a los científicos. En lugar de eso, Wittgenstein habla del espíritu «que informa la vasta corriente de la civilización europea y norteamericana en que nos encontramos», e insiste en que el espíritu de su obra es diferente. Pero alcanza el mismo efecto al pulsar una nota religiosa.

Me gustaría decir «Este libro se ha escrito para la gloria de Dios», pero hoy en día eso sería un embuste, es decir, no sería correctamente entendido. Tal cosa quiere decir que el libro se ha escrito con buena voluntad, y en la medida en que no se haya escrito de este modo, sino producto de la vanidad, etc., el autor desearía verlo condenado. No puede librarlo de estas impurezas mas de lo que él mismo está libre de ellas.

Una y otra vez, en sus clases, Wittgenstein intentaba explicar que él no ofrecía una teoría filosófica, él ofrecía la manera de escapar a cualquier necesidad de tal teoría. La sintaxis, la gramática de nuestro pensamiento no podía ser, como había pensado anteriormente, delineada ni revelada mediante el análisis: fenomenológico o de otro tipo. «El análisis filosófico», dijo, «no nos dice nada nuevo del pensamiento (y si lo hiciera no nos interesaría).» Las reglas de la gramática no pueden justificarse ni describirse mediante la filosofía. La filosofía no puede consistir, por ejemplo, en una lista de reglas «fundamentales» que determinen la «estructura profunda» (por utilizar los términos de Chomsky) de nuestro lenguaje.

En el curso de nuestra investigación jamás llegamos a ninguna proposición fundamental; llegamos a los límites del lenguaje, que nos impiden hacer más preguntas. No llegamos al fondo de las cosas, sino que alcanzamos un punto a partir del cual ya no podemos llegar más lejos, ya no podemos hacer más preguntas.

Las «relaciones internas» que se establecen mediante la gramática no pueden someterse a examen ni justificación; sólo podemos poner ejemplos de cuándo las reglas se utilizan correctamente y cuando no, y decir: «Mira.... ¿no ves la regla?» Por ejemplo, la relación entre una partitura musical y su interpretación no puede comprenderse de manera fortuita (como si encontráramos, de manera misteriosa, que una cierta partitura nos hace tocar de determinada manera), ni tampoco las reglas que relacionan partitura e interpretación pueden describirse de manera exhaustiva, pues, dada una cierta interpretación, podemos tocar de cualquier manera que concuerde con una partitura. Con el tiempo, sólo tendremos que «ver la regla que hay en las relaciones entre interpretación y partitura». Si somos incapaces de verlas, ninguna explicación nos la hará comprensible; si la vemos, entonces llega un punto en que las explicaciones son superfluas: no precisamos de ningún tipo de explicación fundamental. La insistencia de Wittgenstein en este asunto marca el punto de inflexión entre su fase «de transición» y su madura filosofía posterior. El posterior desarrollo de este método, como por ejemplo, su utilización de los «juegos de lenguaje», es de una importancia menos decisiva. Estos desarrollos son de naturaleza heurística: reflejan las distintas maneras en que Wittgenstein intentaba hacer que la gente viera ciertas relaciones y diferencias: viera la manera de salir de los dilemas filosóficos. Pero el momento realmente decisivo llegó cuando tomó al pie de la letra la idea del Tractatus de que el filósofo no tiene nada que decir, sino sólo algo que mostrar, y aplicó esa idea con un completo rigor, abandonando completamente cualquier intento de decir algo con «pseudo proposiciones». El énfasis en ver relaciones enlaza la posterior filosofía de Wittgenstein con "La decadencia de Occidente" de Spengler, y al mismo tiempo proporciona la clave para comprender la conexión entre su pesimismo cultural y los temas de su trabajo posterior. En "La decadencia de Occidente", Spengler distingue entre el Principio de Forma (Gestalt) y el Principio de Ley: al primero se ajustan la historia, la poesía, la vida; al segundo la física, las matemáticas y la muerte. Y en la base de esta distinción anuncia un principio general metodológico: «El medio por el que se identifican las formas muertas es la ley matemática. La manera por la que se comprenden las formas vivas es la analogía.» De este modo, Spengler estaba interesado en comprender la historia no basándose en una serie de leyes, sino viendo analogías entre distintas épocas culturales. Lo que más le interesaba combatir era una concepción de la historia como «ciencia natural disfrazada»: el «quedarse sólo con el significado literal de los acontecimientos político espirituales tal como surgen a la superficie día tras día, y disponerlos en un esquema de "causas" y "efectos". Abogaba en favor de una concepción de la historia que viera la labor del historiador no como un simple reunir hechos y proporcionar explicaciones, sino como una percepción de la significación de los hechos observando las relaciones morfológicas (o, como Spengler prefería decir, fisonómicas) entre ellos. La noción del método fisonómico en la historia fue, tal como reconoce el mismo Spengler, inspirada por la idea de Goethe de un estudio morfológico de la naturaleza, como se ejemplifica en el poema "Die Metamorphose der Planze", que sigue el desarrollo de la forma de la planta desde la hoja a través de una serie de formas intermedias. Al igual que Goethe estudió «el Destino en la Naturaleza, y no la Causalidad», dice Spengler, «aquí desarrollaremos el lenguaje de la forma de la historia humana». La morfología de Goethe tenía como motivación el disgusto que éste sentía respecto al mecanismo de la ciencia newtoniana; quería reemplazar ese estudio muerto y mecánico con una disciplina que buscara «reconocer las formas vivas como tales, ver en su contexto sus partes visibles y tangibles, percibirlas como manifestaciones de algo interior». El método filosófico de Wittgenstein, que reemplaza la teoría con la "sinopsis de trivialidades», se halla en esta misma tradición. «Lo que yo doy», dijo una vez en una clase, «es la morfología del uso de una expresión.» En "Logik, Sprache, Philosophie", la obra en la que colaboró con Waismann, la relación se hace explícita:

"Nuestro pensamiento en este punto corre parejo a ciertas opiniones expresadas por Goethe en la Metamorfosis de las plantas. Tenemos la costumbre, siempre que percibimos semejanzas, de buscarles algún origen común. El impulso de rastrear el fenómeno hasta su origen en el pasado expresa en sí mismo un cierto modo de pensar. Reconoce, por así decir, un solo esquema para tales similitudes, a saber: el ordenamiento de una serie en el tiempo. (Y esto probablemente va ligado a la unicidad del esquema causal.) Pero la visión de Goethe muestra que ésta no es la única manera posible de concebirlo. Su concepción de la planta original no implica ninguna hipótesis acerca del desarrollo temporal del reino vegetal, tal como hace Darwin. ¿Cuál es entonces el problema que soluciona su idea? Es el problema de la presentación sinóptica. El aforismo de Goethe «Todos los órganos de la planta son hojas transformadas» nos ofrece un sistema en el que podemos agrupar los órganos de las plantas según sus similitudes, como si se dispusieran alrededor de algún centro natural. Vemos la forma original de la hoja metamorfoseándose en formas similares y afines, en las hojas del cáliz, las hojas del pétalo, en órganos que son medios pétalos, medio estambres, etcétera. Seguimos esta transformación sensorial del espécimen enlazando la hoja con los demás órganos de la planta a través de las formas intermedias. Esto es precisamente lo que hacemos aquí. Cotejamos una manifestación del lenguaje con su entorno, o la transformamos en imaginación a fin de obtener una perspectiva de la totalidad del espacio en que existe la estructura de nuestro lenguaje."

Las afirmaciones explícitas de lo que Wittgenstein estaba intentando llevar a cabo en su obra filosófica son escasas y quizás no resulta sorprendente, tal como lo expresó Drury, que «comentaristas bienintencionados» hayan dado la impresión de que los textos de Wittgenstein «eran ahora fácilmente asimilables para el medio intelectual contra el cual eran precisamente una advertencia». Pero, después de todo, cuando vemos a alguien limpiar una habitación, no le oímos hablar continuamente, explicando qué está haciendo y por qué lo está haciendo: simplemente sigue con su trabajo. Y, en general, era con esa actitud estrictamente «de hombre de negocios» como Wittgenstein pretendía hacer su trabajo.

Al final del primer trimestre de 1930, a Wittgenstein se le contrató como profesor del Trinity por un período de cinco años, y el texto mecanografiado que le había mostrado a Russell el año anterior (publicado después de su muerte como "Observaciones filosóficas") fue aceptado como tesis, siendo Russell y Hardy los examinadores. Este hecho puso momentáneamente fin al problema de encontrar fondos para que siguiera con su trabajo filosófico, y le dio la oportunidad de desarrollar las consecuencias de su nuevo método, con la certeza absoluta de que existía una demanda para los «bienes» que él intentaba ofrecer. Al responder a las felicitaciones enviadas por Keynes, escribió: «Sí, es muy gratificante esto de que me hayan contratado como profesor. Esperemos que mi cerebro siga siendo fértil por algún tiempo. ¡Sólo Dios sabe si será así!»

El ataque de Wittgenstein a la teoría domina sus discusiones con Schlick y Waismann durante las vacaciones de Navidad de 1930. «Para mi, les dijo, «una teoría no tiene valor. Una teoría no me da nada.» Las teorías no servían para comprender la ética, la estética, la religión, las matemáticas y la filosofía. Ese año, Schlick había publicado un libro sobre ética en el que, al abordar la ética teológica, había distinguido entre dos concepciones de la esencia de lo bueno: según la primera, lo bueno es bueno porque Dios lo quiere; según la otra, Dios quiere lo bueno porque es bueno. La segunda, dijo Schlick, era la más profunda. Wittgenstein insistía en que lo era la primera: «Pues cierra el camino a cualquier explicación de "por qué" es bueno, mientras que la segunda es la superficial y racionalista, que actúa "como si" pudieras dar razones de por qué algo es bueno»:

La primera concepción dice claramente que la esencia de lo bueno no tiene nada que ver con los hechos, y que por tanto no puede ser explicada mediante ninguna proposición. Si existe una proposición que pueda expresar precisamente lo que yo pienso, es la proposición «Lo que Dios ordena, eso es lo bueno».

De manera parecida, hay que cerrar cualquier camino que conduzca a una explicación del valor estético. ¿Qué tiene valor en una sonata de Beethoven? ¿La secuencia de las notas? ¿Los sentimientos de Beethoven cuando la compuso? ¿El estado de ánimo que provoca al escucharla? «Yo contestaría», decía Wittgenstein, «que, me digan lo que me digan, lo rechazo, y no porque la explicación sea falsa, sino por ser una explicación.»

"Si se me dijera algo que fuera una teoría, yo diría, ¡No, no! Eso no me interesa: no sería exactamente lo que estaba buscando."

De manera parecida, la verdad, los valores, la religión, no pueden tener nada que ver con las palabras utilizadas. De hecho, no necesitan palabras en absoluto. « ¿Es el hecho de hablar esencial a la religión?», preguntaba:

"Bien puedo imaginarme una religión sin proposiciones doctrinales, en la que de este modo no hay palabras. Obviamente, la esencia de la religión no puede tener nada que ver con el hecho de que haya palabras o no, o mejor dicho: cuando la gente habla, entonces las palabras son parte de un acto religioso y no de una teoría. De este modo no importa en absoluto el que las palabras utilizadas sean verdaderas o falsas o absurdas. Lo que se dice en religión no es tampoco metafórico; pues de otro modo habría sido posible decir lo mismo en prosa."

«Si tú o yo vamos a llevar una vida religiosa, no se trata de que hablemos mucho de religión», le había dicho anteriormente a Drury, «sino de que nuestra manera de vivir sea diferente.» Tras haber abandonado cualquier posibilidad de construir una teoría filosófica, este comentario apunta al tema central de su obra posterior. La frase del Fausto de Goethe, «Am Anfang war die Tat» («En el principio fue la acción»), podría servir, como él sugiere, de lema para la totalidad de toda su filosofía posterior. La acción, la actividad, es primordial, y no recibe su fundamento o justificación de ninguna teoría que podamos tener. Esto es cierto tanto por lo que se refiere al lenguaje y a las matemáticas como por lo que respecta a la ética, la estética y la religión. «Mientras pueda jugar a ese juego, puedo jugarlo, y todo está bien», les dijo a Waismann y Schlick,

"La siguiente es una cuestión que constantemente discuto con Moore: ¿Puede el análisis lógico, por sí solo, explicar lo que quiero decir mediante las proposiciones del lenguaje corriente? Moore se inclina a creer que sí. ¿Acaso la gente, según esa opinión, ignora lo que quiere decir al afirmar «Hoy el cielo está más claro que ayer»? En este caso, ¿tenemos alguna necesidad del análisis lógico? ¡Qué idea tan horrible!"

Por supuesto, no tenemos ninguna necesidad de él: «Naturalmente debo ser capaz de comprender una proposición sin conocer su análisis.» Durante esas vacaciones, casi todas sus discusiones con Waismann y Schlick trataban de buscar una explicación de cómo este principio se aplica a la filosofía de las matemáticas. Mientras podamos utilizar los símbolos matemáticos correctamente mientras podamos aplicar las reglas no es necesaria ninguna «teoría» de las matemáticas; una justificación fundamental y definitiva de estas reglas no es posible ni deseable. Esto quiere decir que todo el debate acerca de los «fundamentos» de las matemáticas descansa sobre una concepción falsa. Podríamos preguntarnos, dada su spengleriana convicción de la superioridad de la música y las artes sobre las matemáticas y las ciencias, por qué Wittgenstein se preocupaba tanto por esa rama de la filosofía en particular. Pero debería recordarse que fue precisamente esa niebla filosófica la que le atrajo por primera vez hacia la filosofía, y disipar esa niebla fue, durante gran parte de su vida, el objetivo primordial de su obra filosófica. Fueron las contradicciones en la lógica de Frege descubiertas por Russell lo que por primera vez excitó el entusiasmo filosófico de Wittgenstein, y el resolver estas contradicciones le había parecido, en 1911, la tarea fundamental de la filosofía. Ahora quería declarar triviales estas contradicciones, declarar que, una vez se había aclarado la niebla y estos problemas habían perdido su nimbo, podía verse que el problema fundamental no eran las contradicciones en sí mismas, sino esa imperfecta visión que las hacía parecer dilemas interesantes e importantes. Inventas un juego y descubres que dos reglas, en ciertos casos, pueden contradecirse mutuamente. ¿Y qué? «¿Qué hacemos en un caso como éste? Muy sencillo: introducimos una nueva regla y el conflicto queda resuelto.» Habían parecido interesantes e importantes porque se había dado por sentado que Frege y Russell no estaban inventando un juego, sino desvelando los fundamentos de las matemáticas; si sus sistemas de lógica eran contradictorios, entonces daba la impresión de que todas las matemáticas descansaban sobre una base insegura y había que afirmar su base. Pero Wittgenstein insiste en que esto es una visión errónea del asunto. No necesitamos la lógica de Russell ni la de Frege para utilizar las matemáticas con confianza más de lo que necesitamos el análisis de Moore para ser capaces de utilizar el lenguaje de una manera corriente.

De este modo, las «metamatemáticas» desarrolladas por el matemático formalista David Hilbert son innecesarias. Hilbert pretendía construir una «metateoría» de las matemáticas, buscando establecer unos fundamentos coherentes para la aritmética. Pero la teoría que ha construido, dijo Wittgenstein, no es una metamatemática, sino simplemente matemáticas: «Es otro cálculo, al igual que las demás.» Ofrece una serie de reglas y comprobaciones, cuando lo que se necesita es una visión clara. «Una prueba no puede disipar la niebla.»

Si no tengo clara la naturaleza de las matemáticas, ninguna prueba puede ayudarme. Y si no tengo clara la naturaleza de las matemáticas, entonces la cuestión acerca de su coherencia no puede suscitarse en absoluto.

La moraleja aquí, como siempre, es: «No puedes comprender los fundamentos de las matemáticas si te quedas esperando una teoría.» La comprensión de un juego no puede depender de la construcción de otro. La analogía con los juegos, con tanta frecuencia invocada en estas discusiones, prefigura el desarrollo posterior de la técnica de los «juegos de lenguaje», y reemplaza todo lo dicho anteriormente en los «sistemas de proposiciones». El meollo de la analogía es que resulta obvio que no puede plantearse la cuestión de justificar un juego: si uno juega, lo comprende. Y lo mismo ocurre con la gramática o la sintaxis: «Una regla de sintaxis corresponde a la configuración de un juego... La sintaxis no puede justificarse.» Pero, preguntaba Waismann, ¿no podría existir la teoría de un juego? Existe, por ejemplo, una teoría del ajedrez, que nos dice si unos movimientos son posibles o no: si, por ejemplo, uno puede hacer jaque mate en ocho movimientos a partir de una posición determinada. «Entonces, si hay una teoría del ajedrez», añadía, «no veo por qué no tendría que haber una teoría del juego de la aritmética, o por qué no deberíamos utilizar las proposiciones de esta teoría para aprender algo sustancial acerca de las posibilidades de este juego. Esta teoría es la metamatemática de Hilbert.» No, replica Wittgenstein, la así llamada «teoría del ajedrez» es en sí misma un cálculo, un juego. El hecho de que utilice palabras y símbolos en lugar de piezas de ajedrez reales no debe llevarnos a error: «La demostración de que puedo llegar allí en ocho movimientos consiste en que de hecho llegue allí en el simbolismo, de aquí el hacer con signos lo que, sobre un tablero de ajedrez, hago con trebejos... y estamos de acuerdo, ¿o no?, en que empujar pequeñas piezas de madera sobre un tablero de madera no es algo esencial.»

[Nota l. La visión formalista de Hilbert respecto de los fundamentos de las matemáticas fue expuesta en una conferencia titulada «De los fundamentos de la lógica y la aritmética», pronunciada en el Tercer Congreso Internacional de Matemáticos de Heidelberg de 1904, y desarrollada en una serie de ensayos publicados en la década de los veinte. Dos de los más importantes se han reeditado en las traducciones inglesas de Jean von Heijenoort, ed., From Frege to Gódel: A Source Book in Mathematical Logic (Harvard, 1967). fin de la nota]

El hecho de que en álgebra utilicemos letras y no números a la hora de calcular no convierte el álgebra en una teoría de la aritmética; es simplemente otro cálculo. Para Wittgenstein, una vez disipada la niebla, las metateorías y las teorías de juegos no tenían ningún interés. Había sólo juegos y jugadores, reglas y sus aplicaciones: «Sólo podemos establecer una regla para aplicar otra regla.» Para relacionar dos cosas, no siempre necesitamos una tercera: «Las cosas deben relacionarse directamente, sin un cable, por ejemplo, ya deben estar en relación la una con la otra como los eslabones de una cadena.» La relación entre una palabra y su significado puede encontrarse no en una teoría, sino en la práctica, en el uso de la palabra. Y la relación directa entre una regla y su aplicación, entre la palabra y el hecho, no puede dilucidarse con otra regla; debe verse: «Ver las cosas resulta aquí esencial: hasta que no ves el nuevo sistema, no lo comprendes.» El abandono de Wittgenstein de la teoría no era, como pensaba Russell, un rechazo del pensamiento serio, del intento de comprender, sino la adopción de una idea diferente de lo que hay que comprender, una idea que, al igual que en los casos de Spengler y de Goethe, acentúa la importancia y necesidad de «esa comprensión que consiste en ver relaciones entre las cosas».

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