Monk, Ray.
"Ludwig Wittgenstein".
Traducción: Damián Alou.
Editorial Anagrama.
Barcelona, marzo 1997, 2da.edición
Tit.Orig.: Ludwig Wittgenstein. The Duty of Genius.
Jonathan Cape. London 1990
547 pp
1ra. edición febrero 1994.
(continúa)
Cap.14. UN NUEVO PRINCIPIO
Para Wittgenstein, todo dependía del espíritu. Esto es tan cierto para su filosofía como para sus relaciones personales. Lo que distinguía su rechazo de la metafísica del de los positivistas lógicos era, sobre todo, el espíritu con que se daba tal rechazo. En el prefacio que había escrito durante el primer trimestre académico de 1930 había intentado dejar explícito el espíritu de su obra. En 1931 consideró otra posibilidad, una manera de mostrar lo que anteriormente había intentado decir. «Ahora creo», escribió, «que lo correcto sería comenzar mi libro con observaciones acerca de metafísica como si fueran algo mágico.»
Pero al hacer tal cosa no debo hablar en defensa de la magia ni ridiculizarla. Hay que mantener lo profundo que hay en la magia. En este contexto, de hecho, evitar la magia tiene en sí mismo un carácter mágico. Pues cuando en mi libro anterior comencé a hablar del «mundo» (y no de este árbol o esta mesa), ¿intentaba hacer otra cosa que no fuera conjurar con mis palabras algo de un orden más elevado?
No estaba satisfecho con estas observaciones, y escribió «S» (de schlecht = malo) al lado. Pero sin embargo revelan sus intenciones. Dado que ahora no podía, como había hecho en el Tractatus, intentar «conjurar» con palabras algo de un orden más elevado, lo que pretendía hacer con la teoría era, como si dijéramos, señalarlo. Al igual que las palabras no son esenciales a la religión, del mismo modo las palabras no pueden ser esenciales a la hora de revelar lo que es verdadero o profundo en la metafísica. De hecho, lo que es profundo en la metafísica, al igual que en la magia, es su expresión de un sentimiento fundamentalmente religioso: el deseo de arremeter contra los límites de nuestro lenguaje, deseo del que Wittgenstein había hablado en relación con la ética, el deseo de trascender los confines de la razón y dar el «salto por la fe» de Kierkegaard. Este deseo, en todas sus manifestaciones, era algo por lo que Wittgenstein sentía el más profundo respeto, ya fuera en la filosofía de Kierkegaard o Heidegger, en las Confesiones de San Agustín, las oraciones del doctor Johnson o la devoción de las órdenes monásticas. Su respeto tampoco se limitaba a las formas cristianas. Todas las religiones son maravillosas, le dijo a Drury: «Incluso las de las tribus más primitivas. La manera en que la gente expresa sus sentimientos religiosos difiere enormemente.» Lo que Wittgenstein consideraba «profundo» en la magia era precisamente que se trataba de la expresión primitiva de un sentimiento religioso. En relación con esto, durante mucho tiempo quiso leer "La Rama Dorada", la monumental narración de Sir James Frazer de la magia y los rituales primitivos y en 1931 Drury tomó en préstamo el primer volumen de la biblioteca de la Cambridge Union. Hay trece volúmenes en total, pero Wittgenstein y Drury, aunque lo leyeron juntos durante algunas semanas, nunca avanzaron mucho en el primer tomo, tan frecuentes eran las interrupciones de Wittgenstein para explicar sus desacuerdos con la óptica de Frazer. No podía existir nada más adecuado para despertar su ira que la manera en que Frazer abordaba los rituales mágicos, como si se tratara de ciencia en un estado precoz. El salvaje que clava una aguja en la efigie de su enemigo lo hace, según Frazer, porque se ha formado la equívoca hipótesis científica de que su voluntad dañará a su oponente. Esto, en opinión de Wittgenstein, era «explicar» algo profundo reduciéndolo a algo incomparablemente más superficial. « ¡Qué estrechez de miras encontramos en Frazer!», exclamaba. «Y como resultado: ¡cuán imposible le es comprender una manera de vivir diferente a la de la 1nglaterra de su época!»
"Frazer es incapaz de imaginar un sacerdote que no sea básicamente un párroco inglés de nuestro tiempo, con toda su estupidez y debilidad... Frazer es mucho más salvaje que la mayoría de salvajes, pues estos salvajes no estarían tan lejos de comprender temas espirituales como lo está un inglés del siglo XX. Sus explicaciones de las costumbres son mucho más crudas que las propias costumbres."
Wittgenstein opinaba que la riqueza de hechos que Frazer había recogido en relación a esos rituales habría sido más instructiva de haber sido presentados sin ningún tipo de comentario teórico y dispuestos de manera que pudieran mostrarse las relaciones de unos con otros y con nuestros propios rituales. Podríamos decir entonces, tal como Goethe había dicho de las formas de las plantas que había descrito en Die Metamorphose der Planze: «Und so deutet das Chor auf ein geheimnes Gesetz» («Y todo esto apunta a alguna ley desconocida»).
Puedo establecer esta ley mediante una hipótesis de evolución, o, de nuevo, mediante una analogía con el esquema de una planta, puedo aplicarle el esquema de una ceremonia religiosa, pero también puedo hacer lo mismo disponiendo los hechos de manera que puedan pasar fácilmente de una parte a otra, y tener así una visión clara: mostrándolos de una manera transparente. Para nosotros, la idea de una presentación transparente es fundamental. Indica nuestra forma de escribir acerca de las cosas, la manera en que vemos las cosas. (Una especie de Weltanschauung que parece ser típico de nuestro tiempo. Spengler.) La presentación transparente hace posible esa comprensión, que consiste justamente en el hecho de que «vemos las relaciones».
Una morfología de rituales mágicos, por tanto, preservaría lo que hay de profundo en ellos, sin ridiculizarlos ni defenderlos. De este modo tendría «un carácter mágico». De manera parecida, esperaba Wittgenstein, su nuevo método filosófico preservaría lo que tenía que ser respetado en las viejas teorías metafísicas, y tendría en sí mismo un carácter metafísico, sin intentar los trucos con juratorios del Tractatus. Existe aquí también una analogía con la proyectada autobiografía de Wittgenstein. Su intención era que ésta revelara su naturaleza esencial sin ningún tipo de explicación, justificación o defensa. Daba por sentado que lo que se revelaría sería una naturaleza «no heroica», quizá incluso «fea». Pero lo que le preocupaba por encima de todo, al dejar al descubierto su verdadero carácter, era no renegar de él, ni quitarle importancia ni, de un modo perverso, envanecerse de él.
Si puedo explicarlo mediante un símil: Si un vago callejero fuera a escribir su biografía, el peligro sería que a) negara que su naturaleza era lo que era, • b) encontrara alguna razón para envanecerse de ella, • c) presentara el asunto como si eso el que él tuviera esa naturaleza no tuviera consecuencia alguna. En el primer caso miente, en el segundo imita un rasgo de la aristocracia natural, ese orgullo que es un vitium splendidum, y que realmente no puede poseer más de lo que un cojo posee una gracia natural. En el tercer caso se comporta, como si dijéramos, de manera parecida a la socialdemocracia, colocando la cultura por encima de las cualidades propias; pero esto también es un engaño. Él es lo que es, y eso es importante y significa algo, pero no hay razón para envanecerse, y por otro lado es siempre el objeto de su autorrespeto. Y yo puedo aceptar el orgullo aristocrático del otro y su desprecio hacia mi naturaleza, pues en eso sólo tengo en cuenta lo que es mi naturaleza y la del otro hombre como parte del entorno de mi naturaleza: el mundo con ese objeto quizá feo, mi persona, en su centro.
Tal como Rush Rhees ha señalado, hay algo weiningeriano en la concepción que tenía Wittgenstein de lo que era escribir una autobiografía, una concepción que parece casi un deber espiritual. «Componer una autobiografía completa», escribe Weininger en Sexo y carácter, «cuando la necesidad de hacerlo se origina en el propio hombre, es siempre señal de un ser humano superior», pues la raíz de la piedad reside en una memoria realmente fiel. Un hombre de verdadero carácter, enfrentado a la propuesta o a la exigencia de que abandone su pasado por algún beneficio material o por su salud, rechazaría tal cosa, incluso ante la perspectiva de los más grandes tesoros del mundo o de la propia felicidad.
Es en 1931, el año en que su planeada autobiografía recibió la mayor atención, cuando abundan las referencias a Weininger y a las reflexiones weiningerianas en los cuadernos y conversaciones de Wittgenstein. Recomendaba Sexo y carácter a sus amigos estudiantes, Lee y Drury, y a Moore. La respuesta de éstos fue, de manera comprensible, fría. La obra que había excitado la imaginación de la Viena de preguerra parecía, a la fría luz de la posguerra de Cambridge, simplemente extravagante. Wittgenstein se veía obligado a explicarlo. «Puedo imaginarme perfectamente que no admires demasiado a Weininger», le escribió a Moore el 28 de agosto, «a causa de esa horrible traducción y del hecho de que W. debe parecerte muy ajeno.»
"Es cierto que es fantasioso, pero es que es grande y fantasioso. No es necesario, o mejor dicho, no es posible estar de acuerdo con él, sino que su grandeza reside en que no estemos de acuerdo con él. Por ejemplo, hablando grosso modo, si añades un a todo el libro, éste dice una importante verdad."
Lo que quería decir mediante este elíptico comentario es algo oscuro. Sobre el tema central de Weininger, el hecho de que las mujeres y la feminidad sean las fuentes de todo mal, Wittgenstein admitía ante Drury: «Qué equivocado estaba, qué equivocado, Dios mío.» Pero esto apenas revela la importante verdad obtenida al negar la totalidad del libro. La negación de un absurdo no es una importante verdad, sino una perogrullada «Las mujeres no son la fuente de todo mal». Quizá quería decir que Weininger había captado las características esenciales del Hombre y la Mujer, y que se había equivocado al presentar cargos solamente contra la mujer. En su sueño acerca de «Vertsagt», después de todo, la víctima es la mujer, mientras que quien perpetra el crimen es un hombre cuyo nombre posee una cualidad desagradablemente «masculina». Ciertamente, en sus notas autobiográficas no hay nada que sugiera que su naturaleza «no heroica» y «fea» pudiera ser atribuible a ninguno de sus supuestos rasgos femeninos. Sin embargo, hay varios comentarios que indican que se inclinaba a aceptar una concepción weiningeriana de lo que significa ser judío, y que al menos consideraba que algunas de sus características menos heroicas tenían que ver con sus antepasados judíos. Al igual que Weininger, Wittgenstein estaba dispuesto a extender el concepto de lo judío más allá de los confines de tal ascendencia. Por ejemplo, creía que el carácter de Rousseau «tenía algo de judío». Y, al igual que Weininger, veía cierta afinidad entre las características de un judío y las de un inglés. De este modo: «Mendelssohn no es una cumbre, sino una planicie. Lo inglés que hay en él»; «La tragedia es algo no judío. Mendelssohn es, supongo, el menos trágico de los compositores.» Pero y en esto también sigue a Weininger está claro que casi siempre que habla de «judíos» está pensando en un grupo racial concreto. De hecho, lo más asombroso de los comentarios de Wittgenstein es que utilice el lenguaje en concreto, los eslóganes del antisemitismo racial. El eco que realmente molesta no es el de Sexo y carácter, sino el del Mein Kampf. Muchas de las sugerencias más atroces de Hitler, su caracterización del judío como un parásito «que al igual que un bacilo nocivo se extiende tan pronto como encuentra un medio favorable», su afirmación de que la aportación de los judíos a la cultura carece de la menor originalidad, que «los judíos carecen de las cualidades que distinguen a las razas que son creativas, y por tanto culturalmente bienaventuradas», y, además, que su aportación se ha restringido al refinamiento cultural de una cultura distinta («ya que el judío... nunca estuvo en posesión de una cultura propia, las bases de su obra intelectual siempre fueron aportadas por otros»): toda esta letanía de lamentables sandeces encuentra su paralelo en las observaciones de Wittgenstein de 1931. De no haber sido escritas por Wittgenstein, muchas de sus afirmaciones acerca de la naturaleza de los judíos serían vistas como poco más que el vocerío de un fascista antisemita. «Se ha dicho», comienza una, «que la naturaleza reservada y astuta de los judíos es resultado de haber sido perseguidos durante mucho tiempo.»
Esto es ciertamente falso; por otro lado es cierto que siguen existiendo a pesar de su persecución, sólo porque tienen una inclinación hacia tal reserva. Al igual que podríamos decir que este o ese animal han escapado a la extinción sólo a causa de su capacidad o habilidad para ocultarse. Naturalmente, esto no me parece un motivo para elogiar esa capacidad, de ninguna manera.
Huyen «ellos» de la extinción sólo porque evitan ser detectados? ¿Y por tanto son, producto de la necesidad, reservados y astutos? Se trata de la paranoia antisemita en su forma más concentrada: el miedo al disgusto hacia el taimado «judío que vive entre nosotros». Al igual que cuando Wittgenstein adopta la metáfora de la enfermedad. «¡Contempla este tumor como una parte perfectamente normal de tu cuerpo!», se imagina que alguien sugiere, y contraataca con la pregunta: «¿Puede uno hacer eso, ordenarlo? ¿Tengo el poder de decidir a mi antojo el tener o no tener una concepción ideal de mi cuerpo?» Prosigue relatando esta hitleriana metáfora acerca de la posición de los judíos europeos:
Dentro de la historia de los pueblos de Europa, a la historia de los judíos no se le concede la importancia que se merece, y que es debida a su influencia en los asuntos europeos, pues dentro de esta historia se les ve como una especie de enfermedad, una anomalía, y nadie quiere poner la enfermedad al mismo nivel que la vida normal (y nadie quiere hablar de una enfermedad como si tuviera los mismos derechos que los procesos de un cuerpo saludable [incluso los dolorosos]). Podemos decir: la gente sólo ve este tumor como una parte natural de su cuerpo si cambia toda su manera de percibir el cuerpo (si cambia la manera en que toda la nación percibe su cuerpo). De otro modo, lo mejor que pueden hacer es aguantarse. Se puede esperar que un individuo muestre este tipo de tolerancia, o no hacer caso de estas cosas; pero no se puede esperar esto de una nación, pues lo que precisamente le da su carácter de nación es el no hacer caso omiso de tales cosas. Por ejemplo, existe una contradicción en esperar que alguien, de manera simultánea, conserve su antigua percepción estética del cuerpo y también dé la bienvenida al tumor.
Aquellos que buscan expulsar el «bacilo nocivo» de su entorno, parece a punto de sugerir, tienen derecho a hacerlo. 0, al menos, uno no puede esperar que como nación hagan otra cosa. Ni que decir tiene que esta metáfora no tiene sentido sin una concepción racial de lo judío. El judío, aunque «integrado», nunca será un alemán o un austriaco, porque no pertenece al mismo «cuerpo»: ese cuerpo lo percibe como un tumor, una enfermedad. La metáfora es particularmente adecuada para describir los miedos de los antisemitas austriacos, porque implica que cuanto más se integren los judíos, más peligrosa es la enfermedad que representan para la, de otro modo, saludable nación aria. De este modo, es bastante erróneo equiparar el antisemitismo implícito en los comentarios de Wittgenstein con el «auto odio judío» de Karl Kraus. Los rasgos que desagradaban a Kraus, y que él asumía como judíos (la codicia, etc.), los atribuía no a una herencia racial, sino al aislamiento social y religioso de los judíos. Lo que él atacaba principalmente era la «mentalidad de gueto» de los judíos; lejos de querer mantener separados a judíos y no judíos y de ver lo judío como un «tumor» en el cuerpo del pueblo alemán, mantenía una incansable campaña en pro de la completa asimilación de los judíos: «¡A la salvación a través de la disolución!» Desde esta perspectiva, Kraus estaba en una situación mucho mejor que Wittgenstein para comprender el horror de la propaganda nazi, y, podríamos añadir, era más perspicaz a la hora de reconocer sus precedentes intelectuales. Wittgenstein, naturalmente, podía darse cuenta de que los nazis eran un bárbaro «grupo de gánsters», tal como se los describió a Drury, pero mientras que él recomendaba "La decadencia de Occidente" de Spengler como libro que podía enseñar algo acerca de la época en la que vivían, Kraus llamaba la atención hacia las afinidades entre Spengler y los nazis, comentando que Spengler comprendía a los Untergangsters del oeste... y que ellos le comprendían a él. Aunque alarmante, la utilización de los eslóganes racistas antisemitas por parte de Wittgenstein no establece ninguna afinidad entre él y los nazis. Sus comentarios acerca de lo judío eran fundamentalmente introspectivos. Representan el momento en que su sensación de decadencia cultural y su deseo de un Orden Nuevo (que es el sendero que conduce de Spengler a Hitler) se utilizan para describir su propia situación interior. Es como si, durante un breve tiempo (después de 1931, gracias a Dios, no hay más comentarios acerca de lo judío en sus cuadernos), se sintiera tentado a utilizar el lenguaje del antisemitismo, por entonces algo bastante corriente, como una especie de metáfora para sí mismo (al igual que, en el sueño de Vertsagt, la imagen del judío que propagaban los nazis la de sinvergüenza astuto y engañoso que se oculta tras una capa de respetabilidad mientras comete los crímenes más terribles encontraba una pronta respuesta en sus miedos acerca de su «verdadera» naturaleza). Del mismo modo que muchos europeos y más que nadie, muchos alemanes sentían la necesidad de un Orden Nuevo que reemplazara a su «cultura podrida», Wittgenstein se afanaba en encontrar un nuevo principio para su vida. Sus notas autobiográficas son esencialmente confesionales, y «una confesión», escribió en 1931, «tiene que formar parte de tu nueva vida». Antes de poder comenzar de nuevo, tenía que hacer inventario de la anterior. Lo que quizá resulta más irónico es que al tiempo que Wittgenstein comenzaba a desarrollar un método totalmente nuevo para abordar los problemas filosóficos un método sin precedentes en la tradición de la filosofía occidental (a menos que se encuentre lugar para Spengler y Goethe en esa tradición), tenía que sentirse inclinado a juzgar su propia aportación filosófica dentro del marco en que se lanzaba la absurda afirmación de que el judío era incapaz de un pensamiento original. «Es típico de una mente judía», escribió, «comprender la obra de cualquier otra persona mejor de lo que (esa persona) la comprende.» Su propia obra, por ejemplo, era esencialmente una clarificación de las ideas de otros.
Entre los judíos, el «genio» se encuentra sólo en el hombre bendito. Incluso los más grandes pensadores judíos sólo tienen talento. (Yo mismo, por ejemplo.) Creo que hay cierta verdad en mi idea de que sólo pienso de manera reproductora. No creo haber inventado ni una línea de pensamiento. Siempre me he apoderado de lo de los demás. Simplemente me he valido de ello para mi trabajo de clarificación. Así es
Este minimizar sus propios logros puede que fuera una manera de protegerse de su propio orgullo, de creer que realmente era, tal como se había descrito él mismo a la ligera en una carta a Pattisson, «el mayor filósofo que ha existido». Tenía clara conciencia de los peligros del falso orgullo. «Con frecuencia, cuando tengo un cuadro bien enmarcado o lo he colgado en el lugar adecuado», escribió, «me cojo in fraganti, sintiéndome tan orgulloso como si lo hubiera pintado yo mismo.» Y estaba tan en contra de ese orgullo que se sentía obligado a permanecer dentro de las limitaciones de su condición «judía».
El judío, en un sentido literal, debe procurar que «todas las cosas le sean indiferentes». Pero esto le resulta particularmente duro, ya que en cierto sentido no posee nada que sea realmente suyo. Es mucho más duro aceptar la pobreza con buena disposición cuando tienes que ser pobre que cuando también podrías ser rico. Podría decirse (de manera errónea o acertada) que la mente judía no posee la capacidad de producir ni una menuda flor ni una diminuta brizna de hierba de las que han fructificado en el suelo de otra mente, pero sí de mostrarlas dentro de un contexto más amplio. No estamos señalando ningún defecto cuando decimos esto, y no hay nada malo en ello, siempre y cuando lo que se haga no se preste a malentendidos. El peligro sólo existe cuando la naturaleza de una obra judía se confunde con la de una no judía, especialmente cuando el autor de la obra judía cae él mismo dentro de esa confusión, cosa que puede ocurrir fácilmente. (¿Acaso no parece tan orgulloso como si hubiera producido la leche él mismo?)
Durante toda su vida, Wittgenstein no dejó de luchar contra su propio orgullo, ni de expresar dudas acerca de sus logros filosóficos y su decencia moral. Después de 1931, sin embargo, abandonó el lenguaje del antisemitismo como medio de expresar estas dudas.
Los comentarios de Wittgenstein de lo judío, al igual que su proyectada autobiografía, eran esencialmente confesionales, y ambos parecen, en cierto modo, vinculados a la «sagrada» unión que había planeado entre él y Marguerite. Coinciden con el año en que su intención de casarse con ella fue un objetivo perseguido con la mayor seriedad. A principios de verano invitó a Marguerite a Noruega, para prepararla, creía él, para su futura vida juntos. Su intención, sin embargo, era que pasaran las vacaciones por separado, cada uno aprovechando el aislamiento para dedicarse a la seria contemplación, de manera que estuvieran espiritualmente preparados para la nueva vida que les esperaba. Según esto, mientras él se alojaría en su propia casa, dispondría para Marguerite unas habitaciones en la granja de Anna Rebni, una robusta mujer de sesenta años que vivía con una madre ya centenaria. Durante las dos semanas que pasó allí, Marguerite vio muy poco a Wittgenstein. Cuando ella llegó a la granja, desempaquetó sus cosas para encontrarse con que Wittgenstein había colocado una Biblia entre ellas, junto con una carta, de manera significativa adosada a Corintios 1, 13: el discurso de San Pablo acerca de la naturaleza y virtud del amor. Era una indirecta muy clara de la que ella haría caso omiso. En lugar de meditar, rezar y leer la Biblia actividades a las que Wittgenstein dedicaba casi todo su tiempo, hizo lo que Pinsent había hecho en 1913, y aprovechó lo mejor que pudo los escasos entretenimientos que Skjolden tenía que ofrecerle. Paseaba por los alrededor de la granja, iba a nadar al fiordo, entablaba conocimiento con los aldeanos y aprendía un poco de noruego. Después de dos semanas se marchó a Roma para asistir a la boda de su hermana, con el convencimiento de que Ludwig Wittgenstein era el hombre con quien no iba a casarse. No sólo tenía la impresión de que ella jamás podría cumplir los requisitos que exigía una vida con Wittgenstein; además, e igualmente importante, sabía que Wittgenstein jamás sería capaz de ofrecerle la vida que ella deseaba. Él le había dejado claro, por ejemplo, que no abrigaba la menor intención de tener hijos, en la creencia de que hacer tal cosa sería traer a otra persona a una vida de desgracia. Wittgenstein compartió con Gilbert Pattisson parte de ese verano. La visita de éste coincidió durante una semana con la de Marguerite, y sin duda fue Pattisson quien más contribuyó a alegrar el estado de ánimo de Wittgenstein durante las tres semanas que allí permaneció, aunque, como siempre, a Pattisson le era necesario alejarse de Wittgenstein de vez en cuando, yendo a Oslo a pasar una noche y «correrse una juerga de bar en bar». Puede que la visita a Noruega pusiera fin a cualquier idea que Wittgenstein pudiera haber albergado de casarse con Marguerite, aunque tal cosa no desembocó (o no inmediatamente) en una ruptura de su amistad. A finales del verano de 1931, y durante tres semanas, se vieron casi cada día en el Hochreit, donde Wittgenstein se alojó, como antes, en la cabaña del leñador, en los aledaños de la finca, mientras Marguerite era huésped de la residencia familiar. En un volumen de remembranzas escrito por sus nietos, ella comenta, en una frase que recuerda el papel jugado por David Pinsent: «Mi presencia le trajo la paz que necesitaba para nutrir sus ideas.»
{298} En el Hochreit, Wittgenstein trabajó para completar su libro, que en esa época tenía el título provisional de "Gramática filosófica", un título que, admitía, podía sonar a libro de texto, «pero eso no importa, porque detrás está el libro».
Wittgenstein tenía un método peculiarmente laborioso de componer sus libros. Comenzaba escribiendo observaciones en pequeñas libretas. Entonces seleccionaba las observaciones que consideraba mejores y las anotaba, quizá en un orden distinto, en grandes volúmenes manuscritos. A partir de éstos hacía una selección posterior, que dictaba a un mecanógrafo. El texto resultante era utilizado como base para otra selección, a veces recortando las observaciones y reordenándolas, y entonces todo el proceso comenzaba de nuevo. Aunque este proceso durara más de veinte años, jamás culminaba en una ordenación de la que Wittgenstein se sintiera totalmente satisfecho, y de este modo, sus albaceas literarios han tenido que publicar bien lo que consideraban la versión más satisfactoria de los diversos manuscritos y mecanoscritos ("Observaciones filosóficas", "Investigaciones Filosóficas", "Observaciones sobre la filosofía de la psicología"), bien una selección (o reordenación) hecha por los propios albaceas ("Gramática filosófica", "Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas", "Observaciones", "Zettel"). Es lo que ahora conocemos como las obras de Wittgenstein, aunque la verdad es que ninguna de ellas puede contemplarse como una obra acabada.
Esta frustrante circunstancia hemos de achacarla a su quisquillosidad a la hora de publicar, que tanto había enfurecido a Russell en 1913 y que pronto iba a exasperar aún más al infortunado Friedrich Waismann. Pues en 1931, mientras Wittgenstein comenzaba a formular una especie de presentación satisfactoria de su nuevo pensamiento, Waismann tenía la impresión de que su propia presentación de las ideas de Wittgenstein, el libro que en 1929 había sido anunciado con el título de "Logik, Sprache, Philosophie", estaba casi acabado. El 10 de septiembre Schlick escribió a Waismann desde California, comentándole que daba por sentado que el libro aparecería impreso cuando regresara a Viena, en la Semana Santa del año siguiente.
Waismann, sin embargo, no había visto mucho a Wittgenstein ese verano. Poco antes del final de las vacaciones, Wittgenstein fue a verle a Viena para presentarle los últimos textos mecanografiados que había entresacado de entre su más reciente producción. Discutieron los cambios en el libro propuesto, que deberían hacerse a la luz de su nueva obra, y, basándose en esas discusiones, Waismann rescribió sus «Tesis» y le envió la nueva versión a Schlick. Wittgenstein, mientras tanto, estaba cada vez más preocupado porque Waismann pudiera transmitir equivocadamente su nuevo pensamiento. En noviembre le escribió a Schlick a propósito de «esa cosa que ha hecho Waismann», y se excusaba por tenerlo esperando una edición definitiva. Puso énfasis en que deseaba respetar sus compromisos con Schlick, pero: «No siento entusiasmo por la cosa en sí. Estoy convencido de que Waismann presentará muchas cosas de una manera completamente distinta de lo que yo considero correcto.»
El problema central era que el libro originalmente concebido era ahora superfluo. Las ideas de Wittgenstein habían cambiado de manera tan fundamental que ya no podía presentarlas en una forma que era en esencia una versión actualizada del Tractatus. «¡Hay!», le dijo a Schlick, «muchas, muchas afirmaciones en el libro con las que ahora no estoy de acuerdo!» Dijo que se había demostrado que todas las referencias del Tractatus a las «proposiciones elementales» y los «objetos» eran erróneas, y que no tenía objeto publicar una obra que simplemente repetía viejos errores. El análisis de la proposición del Tractatus debía reemplazarse por una «representación transparente» de la gramática que arrojara por la borda «todas esas cosas dogmáticas que dije acerca de los "objetos", las "proposiciones elementales?", etc.»
Wittgenstein volvió a reunirse con Waismann en las vacaciones de Navidad de 1931, y fue entonces cuando le dijo claramente que había que cambiar la concepción global del libro. Le explicó las implicaciones de su nuevo pensamiento con respecto de las tesis filosóficas.
"Si en la filosofía hubiera tesis, tendrían que ser tales que no dieran origen a disputas. Pues tendrían que expresarse de tal manera que todos dijeran, Oh, sí, naturalmente esto es obvio. Mientras exista la posibilidad de tener opiniones distintas y discutir acerca de esta cuestión, tal cosa indica que las cosas no se han expresado con la suficiente claridad. Una vez se haya alcanzado una formulación perfectamente clara la claridad definitiva, ya no será posible ver las cosas con renuencia ni pensárselas dos veces, pues esto siempre surge de la sensación de que, al haberse afirmado algo, no estoy seguro de si admitirlo o no. Sin embargo, si consigues que la gramática sea perfectamente clara, si se procede a pasos muy cortos de manera que cada paso sea perfectamente obvio y natural, no puede originarse ninguna disputa. La controversia siempre surge cuando se dejan de lado o no se afirman claramente ciertos pasos, dando la impresión de haber hecho una afirmación que puede discutirse."
Acerca del Tractatus, le dijo a Waismann que en él actué de manera dogmática... Vi algo de lejos y de una manera indefinida, y quise aclararlo tanto como me fue posible». «Pero», añadía con firmeza, «una refundición de estas tesis ya no está justificada.» Insistía en que las notas tomadas por Waismann en estas discusiones deberían enviarse a Schlick, a California, y en que Waismann debía informar a Shlick del cambio en el plan, y explicarle sus razones.
Cuando Wittgenstein regresó a Cambridge, en el año nuevo de 1932, le escribió a Schlick preguntándole si había recibido las notas de Waismann, y si les «encontraba pies y cabeza». Schlick evidentemente creía que sí, pues siguió animando a Waismann para que siguiera con el proyecto. Al igual que Wittgenstein, Waismann así lo hizo en consideración a Schlick. Pues para "la cosa" en si misma podemos suponer que ya no tenía más interés que Wittgenstein. A la Semana Santa siguiente, su ya poco envidiable posición se hizo aún más difícil cuando Wittgenstein propuso un nuevo procedimiento: en lugar de que Waismann recibiera el material para el libro directamente de Wittgenstein, iba a depender de Schlick a la hora de recibir los textos mecanografiados que Wittgenstein le enviara. En otras palabras, Wittgenstein había perdido completamente la fe en Waismann como transmisor de sus ideas, y, por ejemplo, dejó de ser el responsable de presentar las nuevas ideas de Wittgenstein a los miembros del Círculo de Viena.
Casi todas las energías de Wittgenstein se dedicaban ahora a dar a la luz su propia presentación de sus nuevos pensamientos. Experimentaba con muchas formulaciones distintas: observaciones numeradas, párrafos numerados, un índice anotado, etc. En sus clases, como si se orientara dentro de la tradición occidental, estudiaba la taxonomía de estilos y teorías filosóficas de Broad, presentada en una serie de conferencias que Broad había pronunciado antes de graduarse con el título de «Elementos de filosofía». Rechazó el método de Hume y Descartes, pero dijo del método crítico de Kant: «Es una manera adecuada de abordar el problema.» Con respecto a la distinción entre los métodos deductivo y dialéctico de la filosofía especulativa el primero representado por Descartes, el segundo por Hegel se inclinaba, con reservas, del lado de Hegel:
"... el método dialéctico es muy sólido y una manera de trabajar. Pero no debería intentar encontrar, a partir de dos proposiciones, a y b, una proposición más compleja, tal como queda implícito en la descripción de Broad. Su objeto debería ser descubrir dónde residen las ambigüedades de nuestro lenguaje."
Rechazaba las tres «teorías de la verdad» de Broad la teoría de la correspondencia, la teoría de la coherencia y la teoría pragmática: «La filosofía no es una elección entre "teorías" diferentes.»
"Podemos decir que la palabra [«verdad»] tiene al menos tres significados distintos; pero es erróneo suponer que una de estas teorías puede darnos la totalidad de la gramática a la hora de utilizar la palabra, o esforzarse para que los casos que no están de acuerdo con ella encajen dentro de la teoría."
Lo que reemplaza a la teoría es la gramática. Durante esta serie de clases, Moore llevó a cabo un valiente intento de insistir en que Wittgenstein estaba utilizando la palabra «gramática» de una manera bastante extraña. Presentó un ensayo en la clase de Wittgenstein, en el que distinguía el sentido corriente de la palabra del uso que Wittgenstein hacía de ellas. De este modo, argüía, la frase: «Tres hombres está trabajando» es, de manera incontrovertible, un mal uso de la gramática, pero no está claro que: «Diferentes colores no pueden estar en el mismo lugar al mismo tiempo» sea una trasgresión similar. Si a esto último también se le puede llamar un uso erróneo de la gramática, entonces «gramática» debe significar algo distinto en cada caso. No, replicó Wittgenstein. «La expresión correcta es "No tiene sentido decir..."» Ambos tipos de reglas eran reglas en el mismo sentido. «Sólo que algunas han sido objeto de discusión filosófica y otras no.»
"Las reglas gramaticales son todas del mismo tipo, pero no se trata del mismo error si un hombre rompe una o si rompe otra. Si utiliza «está» en lugar de «están» no provoca confusión; pero en el otro ejemplo la analogía con el espacio físico (cf. dos personas en la misma silla) provoca confusión. Cuando decimos que no podemos pensar en dos colores en el mismo lugar cometemos el error de creer que esto es una proposición, aunque no lo es; y nunca intentaríamos decirlo si no fuésemos engañados por una analogía. Resulta engañoso utilizar la expresión «no puede» porque sugiere una analogía errónea. Deberíamos decir: «No tiene sentido decir ... »
Los errores gramaticales de los filósofos, por tanto, difieren de los errores normales mencionados por Moore sólo en que son más perniciosos. Por tanto, estudiar estos errores no tenía objeto, de hecho era peor que eso: podía ser dañino; el asunto no era estudiarlos, sino librarse de ellos. De este modo, a uno de sus estudiantes, Karl Britton, Wittgenstein le insistió en que no podía tomarse en serio la filosofía mientras estudiara para obtener un título en esa materia. Le instó a que dejara la carrera e hiciera otra cosa. Cuando Britton se negó, Wittgenstein sólo mantuvo la esperanza de que eso no matara su interés por la filosofía.
De manera parecida instó a Britton y a otros estudiantes para que evitaran convertirse en profesores de filosofía. Sólo había algo peor, y era ser periodista. Britton debería tener un empleo de verdad, y trabajar con gente corriente. La vida académica era detestable. Le dijo a Britton que cada vez que volvía de Londres y oía a un estudiante exclamar, «¡Oh, desde luego!» (Oh, really!), no le cabía la menor duda de que estaba de nuevo en Cambridge. El chismorreo de la persona que le hacía la cama en sus habitaciones de Cambridge era preferible a la engañosa inteligencia de profesores y catedráticos.
Maurice Drury ya había seguido el consejo de Wittgenstein, y trabajaba en Newcastle, con un grupo de constructores de buques en paro. A medida que el proyecto llegaba a su fin, sin embargo, se sintió tentado a solicitar un puesto de profesor de filosofía en el Armstrong College de Newcastle. Finalmente el puesto se concedió a Dorothy Emmett, y Drury se fue al sur de Gales para ayudar a gestionar un huerto comunal para los mineros en paro. «Tienes una gran deuda contraída con Miss Emmett», le insistía Wittgenstein; «ella te salvó de convertirte en filósofo profesional.»
A pesar de su desprecio por la profesión, mantuvo un ojo celoso y vigilante sobre el uso que los filósofos académicos hacían de su filosofía, y en el verano de 1932 se vio envuelto en lo que equivale a una Prioritäst con Rudolf Carnap. Fue ocasionada por un artículo de Carnap titulado «Die physikalische Sprache als Universalsprache der Wissenschaft», editado en Erkenntnis, una publicación del Círculo de Viena (posteriormente publicado en inglés como «La unidad de la ciencia»). El artículo es una argumentación a favor del «fisicalismo»: la opinión de que todas las afirmaciones, en la medida en que merezcan incluirse en un estudio científico, se pueden reducir en última instancia al lenguaje de la física, siempre que el estudio científico en cuestión trate de física, biología, psicología o de los fenómenos sociales. Tal teoría está en deuda, tal como reconoce Carnap, con las opiniones de Otto Neurath, el positivista más riguroso de los filósofos del Círculo de Viena.
Wittgenstein, sin embargo, estaba convencido de que Carnap había utilizado las ideas que él mismo había expresado en conversaciones con el Círculo de Viena, y lo había hecho sin el reconocimiento adecuado. En agosto de 1932, en dos cartas a Schlick y de nuevo en una carta al propio Carnap, Wittgenstein insiste en que su enojo con el artículo de Carnap es una cuestión puramente ética y personal, y que de ningún modo tiene que ver con la autoría de los pensamientos dados a conocer por Carnap, o con su inquietud respecto a su reputación dentro de la comunidad académica. El 8 de agosto le escribió a Schlick:
"... desde el fondo de mi corazón, me da lo mismo lo que los filósofos profesionales piensen hoy de mí; pues no es para ellos para quienes escribo."
Y aun así el meollo del asunto era que las ideas publicadas bajo el nombre de Carnap acerca de, por ejemplo, la definición ostensiva y la naturaleza de la hipótesis eran, en sentido estricto, sus ideas. Alegó que Carnap las había tomado de anotaciones realizadas durante sus conversaciones con Waismann. Cuando Carnap replicó que su argumento central se refería al fisicalismo, del que Wittgenstein no había dicho nada, éste objetó que la idea básica podía encontrarse en el Tractatus: «Que no haya tratado la cuestión del "fiscalismo" es falso (sólo que no bajo ese horrible nombre), y [lo hice] con la brevedad con la que está escrito todo el Tractatus.»
Con la publicación del artículo de Carnap, las conversaciones filosóficas de Wittgenstein con Waismann llegaron a su definitivo final. La última conversación de que hay constancia, de hecho, gira enteramente sobre el intento por parte de Wittgenstein de refutar la sugerencia, hecha por Carnap, de que la concepción que éste tiene de la hipótesis la había tomado de Poincaré y no del propio Wittgenstein. Después de esto, a Waismann no se le volvió a confiar el acceso privilegiado a las nuevas ideas de Wittgenstein. La creciente desconfianza de Wittgenstein hacia Waismann, y su resentimiento hacia lo que consideraba una impertinencia por parte de Carnap, coincidieron con sus renovados esfuerzos por elaborar una presentación publicable de su trabajo.
Durante su estancia en el Hochreit del verano de 1932, le dictó a un mecanógrafo una extensa selección de observaciones entresacadas de los ocho volúmenes manuscritos que había escrito en los dos años anteriores. (En la carta a Schlick del 8 de agosto menciona que pasa hasta siete horas al día dictando.) El resultado fue lo que los estudiosos de Wittgenstein conocen como «el Gran Mecanoscrito». Este, más que cualquier otro texto mecanografiado dejado por Wittgenstein, tiene el aspecto de un libro acabado, con encabezamientos en los capítulos y un índice, y constituye la base de lo que se ha publicado como Gramática filosófica. Sin embargo, de ningún modo resulta idéntico al texto publicado.
En concreto, en la versión publicada se ha omitido un interesante capítulo titulado «Filosofía». «Todo lo que puede hacer la filosofía», dice en él, «es destruir ídolos.» «Y», añade, en una estocada al Círculo de Viena, «eso no significa erigir otros nuevos... a partir de la "ausencia de ídolos".» Pone énfasis en que no es en la vida práctica donde encontramos los problemas filosóficos, sino cuando somos llevados a conclusiones erróneas por ciertas analogías del lenguaje al preguntar cosas como «¿Qué es el tiempo?» «¿Qué es un número?», etc. Estas preguntas son insolubles, no a causa de su profundidad, sino porque son absurdas: un mal uso del lenguaje. De este modo:
"El verdadero descubrimiento es el que me hace capaz de dejar de hacer filosofía cuando yo quiero, el que da paz a la filosofía, de manera que ya no esté martirizada por preguntas que la ponen a ella misma en duda. En lugar de eso, ahora daremos a conocer un método que funcionará por medio de ejemplos; y la serie de ejemplos podrá interrumpirse en cualquier momento. Se solucionan los problemas (se eliminan las dificultades), no un solo problema... «¡Pero entonces jamás llegaremos al final de nuestro trabajo!» Naturalmente que no, porque no tiene fin."
Esta concepción de la filosofía como una tarea de clarificación que no tiene fin, y cuyo principio es arbitrario, hace casi imposible imaginar que pueda escribirse un libro satisfactorio de filosofía. No hay que extrañarse pues de que Wittgenstein acostumbrara a citar con aprobación la sentencia de Schopenhauer de que un libro de filosofía, con principio y fin, es una especie de contradicción. Y no nos ha de sorprender que, tan pronto como hubo acabado el Gran Mecanoscrito, comenzara una dilatada revisión. La sección que menos revisó, sin embargo, era la que trataba de la filosofía de las matemáticas (de aquí la reproducción completa de esos capítulos en Gramática filosófica). Por desgracia, su trabajo en este campo no ha recibido la misma atención que sus observaciones sobre el lenguaje.
No sólo el propio Wittgenstein veía su trabajo en matemáticas como su aportación más importante a la filosofía; en su obra es también notoria la manera en que su perspectiva filosófica difiere radicalmente de la de los filósofos profesionales del siglo xx. Es aquí donde podemos ver con más claridad la certeza de su convicción de estar trabajando contra la corriente principal que guía a la civilización moderna. Pues el objetivo hacia el que se dirigen sus observaciones no es una visión particular de las matemáticas defendida por este o aquel filósofo; se trata, por contra, de demoler una concepción de esa disciplina asumida casi universalmente por todos los matemáticos, y que, además, ha sido dominante a lo largo de toda nuestra cultura durante más de un siglo: la idea de que las matemáticas son una ciencia.
«Las confusiones en estos asuntos», escribe en el Gran Mecanoscrito, «son, enteramente, el resultado de tratar a las matemáticas como una especie de ciencia natural."
"Y tal cosa se relaciona con el hecho de que las matemáticas se han separado de la ciencia natural; pues, mientras se estudien en relación inmediata con la física, está claro que eso no es una ciencia natural. (De manera parecida, no te equivocas al considerar una escoba como parte del mobiliario de una habitación, siempre y cuando la uses para barrer el suelo.)"
La filosofía de las matemáticas de Wittgenstein no es una aportación al debate sobre los fundamentos del tema, en el que durante la primera mitad del siglo se enfrentaron los logicistas (conducidos por Frege y Russell), los formalistas (acaudillados por Hilbert) y los intuicionistas (encabezados por Brouwer y Weyl). Es, por contra, un intento de socavar toda la base de ese debate; de socavar la idea de que las matemáticas necesitan unos fundamentos. Todas las ramas de las matemáticas que estaban inspiradas por la búsqueda de esos «fundamentos» teoría de grupos, teoría de pruebas, lógica cuantificadora, teoría de la función recursiva, etc. las veía basadas en una confusión filosófica. De este modo:
"La claridad filosófica tendrá el mismo efecto en el desarrollo de las matemáticas que la luz del sol en el crecimiento de los brotes de patata. (En un sótano oscuro tienen metros de longitud.)"
Naturalmente, Wittgenstein sabía que, por lo que se refería a las matemáticas, y también por lo que se refería a la totalidad de su empresa filosófica, estaba arremetiendo contra molinos de viento. «Nada me parece menos probable», escribió, «que el hecho de que un científico o un matemático que me lea pueda verse seriamente influido por mi obra.» Si, como repetía con énfasis, no estaba escribiendo para filósofos profesionales, todavía menos escribía para matemáticos profesionales.
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