Monk, Ray.
"Ludwig Wittgenstein".
Traducción: Damián Alou.
Editorial Anagrama.
Barcelona, marzo 1997, 2da.edición
Tit.Orig.: Ludwig Wittgenstein. The Duty of Genius.
Jonathan Cape. London 1990
547 pp
1ra. edición febrero 1994.
(continúa)
Cap 17. CON LA TROPA
En su carta a Schlick del 31 de julio de 1935, Wittgenstein escribió que probablemente no iría a Austria ese verano:
"A principios de septiembre quiero viajar a Rusia y quedarme allí, o, transcurridas más o menos dos semanas, regresar a Inglaterra. En este último caso, todavía no sé qué haré en Inglaterra, pero probablemente no seguiré con la filosofía."
A lo largo de todo el verano de 1935 ultimó los preparativos para su inminente viaje a Rusia. Se veía regularmente con aquellos de sus amigos, muchos de ellos miembros del Partido Comunista, que habían estado en Rusia o podían informarle de las condiciones de vida allí existentes, probablemente con la esperanza de que pudieran ponerle en contacto con alguien que, una vez allí, le ayudara a encontrar trabajo para él y para Skinner. Entre estos amigos encontramos a Maurice Dobb, Nicholas Bachtin, Piero Sraffa y George Thomson. La impresión que éstos tenían era que Wittgenstein deseaba establecerse en Rusia como trabajador manual, o quizá iniciar estudios de medicina, pero, en cualquier caso, abandonaría la filosofía. Una vez, hablando con George Thomson en el jardín de los fellows del Trinity, le explicó a éste que, puesto que había decidido abandonar el trabajo filosófico, tenía que decidir qué hacer con sus cuadernos. ¿Debía dejárselos a alguien o destruirlos? Habló largo y tendido con Thomson acerca de su filosofía, expresando algunas dudas acerca del valor de ésta. Sólo tras perentorias súplicas por parte de Thomson consintió en no destruir sus cuadernos, sino depositarlos en la biblioteca del college.
Wittgenstein no era la única persona en Cambridge que en esa época buscaba en la Rusia soviética una alternativa a los países de Europa occidental, amenazados como estaban por la aparición del fascismo y los problemas originados por el abundante desempleo. En el verano de 1935, y para los estudiantes de Cambridge, el marxismo se convirtió en la fuerza intelectual más importante de la universidad, y muchos estudiantes y catedráticos visitaron la Unión Soviética con el espíritu de una peregrinación. Fue entonces cuando Anthony Blunt y Michael Straight hicieron su famoso viaje a Rusia, que condujo a la formación de la así denominada «Camarilla de Espías de Cambridge», y la Célula Comunista de Cambridge, fundada unos pocos años antes por Maurice Dobb, David Hayden Guest y John Comford, se amplió para acoger a la mayor parte de la élite intelectual de Cambridge, incluyendo a muchos de los miembros más jóvenes de los Apóstoles. A pesar del hecho de que Wittgenstein jamás fue marxista, se le consideraba una figura simpatizante por parte de los estudiantes que formaban el núcleo del Partido Comunista de Cambridge, muchos de los cuales (Hayden Guest, Comford, Maurice Comfort, etc.) asistían a sus clases. Pero las razones que tenía Wittgenstein para querer ir a Rusia eran muy distintas. Su visión de la decadencia de los países de Europa occidental era más spengleriana que marxista, y, como hemos señalado anteriormente, es probable que se sintiera muy atraído por el retrato de la vida en la Unión Soviética dibujado por Keynes en su A Short View of Russia, un retrato que, al tiempo que desaprobaba el marxismo como teoría económica, aplaudía su puesta en práctica en Rusia como una nueva religión que carecía de creencias sobrenaturales y a la vez mantenía actitudes profundamente religiosas. Quizá por esta causa Wittgenstein creyó que Keynes le comprendería. «Estoy seguro de que en parte comprendes las razones por las que quiero ir a Rusia», le escribió el 6 de julio, «y admito que en parte son razones malas e incluso infantiles, pero también es cierto que detrás de todo eso hay razones buenas y profundas.»
Keynes, de hecho, desaprobaba el plan de Wittgenstein, pero a pesar de ello hizo todo lo que pudo para que éste superara las suspicacias de las autoridades soviéticas. Wittgenstein tuvo una reunión en la embajada rusa con un funcionario llamado Vinogradoff, el cual, le dijo a Keynes, estuvo «excesivamente cauteloso en nuestra conversación... Naturalmente, sabía perfectamente que las recomendaciones podrían ayudarme, pero quedó claro que no iba a ayudarme a conseguir ninguna.» Como era típico de él, Keynes acudió directamente a los de arriba, y le proporcionó a Wittgenstein una carta de presentación para Iván Maiski, el embajador ruso en Londres: «Permítame que me atreva a presentarle al doctor Ludwig Wittgenstein... un distinguido filósofo [y] un viejo e íntimo amigo. Le agradecería enormemente cualquier cosa que hiciera por él.» Añadía: «Dejo que sea él quien le explique las razones por las que quiere ir a Rusia. No es miembro del Partido Comunista, pero siente una fuerte simpatía con el modo de vida que cree representado por el nuevo régimen que hay en Rusia.» Durante su encuentro con Maiski, Wittgenstein tuvo mucho cuidado en adoptar una apariencia respetable y respetuosa. Keynes le advirtió que, aunque Maiski era comunista, eso no significaba que no le gustara que se dirigieran a él como «Excelencia», ni que se le tuviera menos respeto que a cualquier otro funcionario burgués por lo que se refería a la formalidad y a la cortesía. Wittgenstein se tomó la advertencia muy en serio. El encuentro fue una de las pocas ocasiones en que se puso corbata, y utilizó el «Excelencia» tantas veces como le fue posible. De hecho, como le diría posteriormente a Gilbert Pattisson, estaba tan ansioso de mostrarse respetuoso con el embajador que se limpió a conciencia los zapatos con el felpudo, al salir de la habitación. Tras la reunión, Wittgenstein le informó a Keynes de que Maiski era: «sin duda amable, y al final me prometió enviarme algunas direcciones de personas que viven en Rusia y de las que podría obtener alguna información de utilidad. Le pareció que podía albergar alguna esperanza de poder obtener un permiso para establecerme en Rusia, aunque tampoco lo veía probable». Además de estas reuniones no demasiado alentadoras en la embajada rusa, Wittgenstein también intentó establecer algunos contactos a través de la Sociedad de Relaciones Culturales con la Unión Soviética (SCR). La SCR fue fundada en 1924, y era (y de hecho es) una organización dedicada a mejorar los lazos culturales entre Gran Bretaña y la Unión Soviética. Organizaba conferencias, debates y exposiciones, y publicaba su propia revista, el Anglo Soviet Journal, que en cada número de los aparecidos durante los años treinta llevaba un anuncio de viajes a Rusia organizados por Intourist, una agencia de viajes soviética («Si desea una experiencia única en su vida visite la URSS», etc.). Debido a que (contrariamente a su organización paralela, la Sociedad de Amigos de la Unión Soviética) sus objetivos eran más culturales que políticos, la SCR contaba entre sus miembros con muchos personajes no comunistas, como Charles Trevelyan, y, de hecho, con el propio Keynes. En 1935, sin embargo, la SCR estaba dominada por casi las mismas personas (Hayden Guest, Pat Sloan, etc.) que la Sociedad de Amigos. El 19 de agosto, Wittgenstein acudió a las oficinas de la SCR para reunirse con Miss Hilda Browning, su vicepresidenta. Al día siguiente, informaba a Gilbert Pattisson:
Mi entrevista con Miss B. fue mejor de lo que esperaba. Al menos me enteré de algo útil: de que mi única oportunidad de obtener un permiso para establecerme en Rusia es ir allí como turista y hablar con los funcionarios; y que todo lo que puedo intentar es obtener cartas de presentación. Miss B. también me dijo que me daría dos cartas de presentación para dos sitios distintos. Esto, en suma, es mejor que nada. Sin embargo, tampoco arregla nada y estoy tan a oscuras como antes, no sólo respecto de lo que me permitirán hacer, sino también en cuanto a lo que quiero hacer. Es vergonzoso, pero cambio de opinión cada dos horas. Me doy cuenta de que en el fondo soy un perfecto asno y me siento bastante despreciable.
Los dos sitios para los que Miss Browning le proporcionó carta de presentación fueron el Instituto del Norte y el Instituto de las Minorías Nacionales. En ambos casos se trataba de institutos de educación dedicados a mejorar el nivel de alfabetización entre las minorías étnicas de la Unión Soviética. Aunque considerara que esto era «mejor que nada», Wittgenstein no deseaba un empleo de profesor. Pero, tal como le había dicho a Keynes, era probable que sólo obtuviera permiso para establecerse en la Unión Soviética si recibía una invitación de alguna organización soviética: «Si fueras un técnico cualificado probablemente les serías de utilidad», le escribió Keynes, «eso no sería difícil. Pero sin ninguna cualificación, que bien podría ser una cualificación como médico, será difícil.» Wittgenstein, quien durante toda su vida cobijó el deseo de ser médico, consideró la posibilidad de estudiar medicina en Inglaterra con la intención de ejercer en Rusia, e incluso recibió de Keynes la promesa de financiar sus estudios de esa especialidad. Sin embargo, lo que deseaba era que le permitieran quedarse en Rusia como trabajador manual. Pero, como le resultaba cada vez más claro, era en extremo improbable que alguna organización soviética le invitara a ello. Lo que no faltaban en la Unión Soviética eran trabajadores no cualificados.
Para cuando puso rumbo a Leningrado, el 7 de septiembre, todo lo que había conseguido eran las cartas de presentación de Hilda Browning y unos pocos nombres y direcciones de personas que vivían en Moscú. Le fueron a despedir al muelle de Hay, en Londres, Gilbert Pattisson y Francis, que estaba demasiado enfermo como para hacer el viaje. Sin embargo, quedaba entendido que, una vez allí, Wittgenstein buscaría trabajo tanto para él como para Francis. En el mismo barco viajaba el doctor George Sacks, quien recuerda que él y su mujer se sentaban delante de Wittgenstein durante las comidas. junto a este último se sentaba un sacerdote griego ortodoxo. Wittgenstein, que parecía deprimido y preocupado, se sentaba mirando al vacío, sin hablar con nadie, hasta que un día se presentó él mismo al sacerdote levantando la mano y exclamando: « ¡Wittgenstein!», a lo que el sacerdote replicó diciendo su propio nombre. No dijo más nada durante el resto del viaje. Llegó a Leningrado el 12 de septiembre, y durante las dos semanas siguientes su agenda está llena de los nombres y direcciones de las muchas personas con las que contactó en su esfuerzo por conseguir una oferta de empleo. Una vez en Leningrado visitó el Instituto del Norte y a la profesora universitaria de filosofía Mrs. Tatiana Gorristein, quien le propuso dar un curso de filosofía en Leningrado. En Moscú conoció a Sofía Janovskaia, profesora de lógica matemática, con la que estableció una amistad que, de forma epistolar, se mantuvo hasta mucho después de su regreso a Inglaterra. De ella le atraía su enérgica manera de hablar. La primera vez que se vieron, tras conocerse, ella exclamó: « ¿Qué, no será el gran Wittgenstein?», y durante una conversación acerca de filosofía ella le dijo sin ambages: «Debería leer más a Hegel.» A partir de sus discusiones filosóficas, la profesora Janovskaia creyó (una creencia seguramente falsa) que Wittgenstein estaba interesado en el materialismo dialéctico y en el desarrollo del pensamiento filosófico soviético. Parece ser que a Wittgenstein se le ofreció una cátedra de filosofía en la Universidad de Kazan, y luego un puesto docente en la Universidad de Moscú.
En Moscú, Wittgenstein también se encontró dos o tres veces con Pat Sloan, un comunista inglés que por entonces trabajaba como organizador del sindicato de trabajadores soviético (un período de su vida evocado en el libro Russia Without Illusions, 1938). Es probable que estos encuentros se centraran en las esperanzas que aún albergaba Wittgenstein de encontrar un empleo manual. Si es así, parece que no fueron fructíferos. George Sacks recuerda que en Moscú: «Nosotros [él y su mujer] oímos decir que Wittgenstein deseaba trabajar en una granja colectivizada, pero que los rusos le dijeron que su propio trabajo resultaba una útil contribución, y que debía regresar a Cambridge.» El 17 de septiembre, mientras estaba todavía en Moscú, Wittgenstein recibió una carta de Francis instándole a que se quedara cuanto tiempo hiciera falta hasta encontrar trabajo. «Ojala pudiera estar contigo y ver cosas contigo», escribió. «Pero tengo la sensación de estar contigo.» De esta carta parece seguirse también que Wittgenstein y Skinner planeaban pasar el siguiente año académico preparando el Cuaderno Marrón para su publicación, hecho que habría de ocurrir con anterioridad, parece ser, a su establecimiento definitivo en la Unión Soviética. Esa intención resulta verosímil, pues el siguiente año académico, el año de 1935-1936, sería el último en que Skinner disfrutaría de su beca de postgrado, y el último de los cinco años que Wittgenstein pasaría como fellow en Cambridge. «Pienso mucho en el trabajo que vamos a hacer el año que viene», le dijo Francis. «Creo que el espíritu del método que utilizaste el año pasado es muy bueno»:
Creo que todo es absolutamente simple y aun así lleno de luz. Sería muy bueno seguir con eso y dejarlo a punto para la publicación. Creo que el método es muy valioso. Tengo muchas esperanzas de que podamos seguir con ello. Haremos todo lo que podamos.
«Me gustaría repetir», añadía, «que espero que te quedes en Moscú más tiempo del que habías previsto si crees que existe alguna oportunidad de que puedas aprender más. Sería de gran valor para los dos.» Evidentemente, Wittgenstein no veía razón alguna para prolongar su estancia. Su visita sólo había servido para confirmar lo que le habían dicho antes de abandonar Inglaterra: que se le daba la bienvenida a la Unión Soviética si iba allí como profesor, pero no como obrero. El domingo antes de partir le escribió una postal a Pattisson pidiéndole que se vieran en Londres:
¡Querido Gilbert!: Dejo Moscú mañana por la tarde (me alojo en las mismas habitaciones que Napoleón en 1812). Pasado mañana mi barco zarpa de Leningrado y sólo espero que Neptuno se apiade de mí al verme. Lo previsto es que mi barco llegue a Londres el domingo 29 [de septiembre]. ¿Podrías venir a esperarme al muelle o dejar un mensaje para mí en mi Palacio [generalmente conocido como «Strand Palace»)? Desde luego tengo muchas ganas de volver a ver tu vieja y maldita cara. Siempre maldito. Ludwig P.D.: ¡Si el censor lee esto lo tiene bien merecido!
Tras su regreso a Inglaterra, Wittgenstein rara vez hablaba de su viaje a Rusia. Envió a Francis para que informara a Fania Pascal, a quien habló de su encuentro con Mrs. Janovskaia y de la oferta de ésta para que diera clases en Kazan, y concluyó con la afirmación de que: «No había tomado ninguna decisión con respecto a su futuro.» Pero estos relatos nada dicen de las impresiones que Wittgenstein tuvo de la Rusia Soviética, ningún indicio de si le gustó o no lo que había visto. Acerca de este tema, y dejando aparte algunos comentarios aislados, jamás dijo nada. La razón que dio a sus amigos de ese silencio fue que no deseaba que su nombre se utilizara, tal como había ocurrido anteriormente con el de Russell (tras la publicación de Teoría y práctica del bolchevismo) para apoyar la propaganda antisoviética. Todo esto sugiere que, de haber hablado abiertamente de la impresión que le había producido la Unión Soviética, el cuadro hubiera sido poco lisonjero. Un claro indicio de esta actitud lo encontramos quizá en el comentario que le hizo a Gilbert Pattisson, en el sentido de que vivir en Rusia era como ser un soldado en el ejército. Le dijo que a las «personas que tiene una educación como la nuestra» les resultaba difícil vivir allí, debido al grado de mezquina deshonestidad que era necesario para procurarse la supervivencia. Si Wittgenstein consideraba la vida en Rusia comparable a su experiencia en el Goplana durante la Primera Guerra Mundial, quizá no resulte sorprendente que mostrara tan escasa inclinación a establecerse allí tras regresar de su breve visita. Sin embargo, repetidamente expresó su simpatía por el régimen soviético, y su creencia de que, puesto que las condiciones materiales del ciudadano medio soviético iban mejorando, el régimen era fuerte y resultaba improbable que se derrumbara. Hablaba con admiración del sistema educativo en Rusia, señalando que nunca había visto personas tan ansiosas de aprender y tan atentas a lo que les decían. Pero, probablemente, la razón más importante de que simpatizara con el régimen de Stalin era el casi nulo desempleo que había en Rusia. «Lo importante», le dijo una vez a Rush Rhees, «es que la gente tenga trabajo.» Cuando se le mencionaba lo excesivamente reglamentada que era la vida en Rusia, cuando se le señalaba que, aunque tuvieran empleo, los obreros no tenían libertad para abandonar o cambiar de trabajo, Wittgenstein no se inmutaba. «La tiranía», le dijo a Rhees encogiéndose de hombros, «es algo que no me indigna.» La sugerencia de que «gobernar mediante la burocracia» iba a acarrear distinciones de clase, sin embargo, sí despertaba su indignación: «Si algo puede destruir mis simpatías hacia el régimen soviético es el hecho de que surjan distinciones de clase.» Durante los dos años que siguieron a su regreso de Rusia, Wittgenstein acarició la idea de aceptar el puesto docente que le habían ofrecido en Moscú. Durante esa época siguió manteniendo correspondencia con Sofía Janovskaia, y cuando se marchó a Noruega lo dispuso todo para que Fania Pascal enviara insulina a Janovskaia para su diabetes. En junio de 1937 comentaba en una carta a Engelmann: «Quizá vaya a Rusia.» Poco después, sin embargo, también el ofrecimiento de que diera clases en Rusia fue retirado, pues (según Piero Sraffa) por entonces, todos los alemanes (y austriacos) que había en Rusia se habían convertido en sospechosos. Sin embargo, incluso después de los aparatosos procesos de 1936, del empeoramiento de las relaciones entre Rusia y Occidente y del pacto nazi soviético, Wittgenstein siguió expresando sus simpatías hacia el régimen soviético, hasta el punto de que algunos estudiantes de Cambridge le tomaban por un «estalinista». Sin embargo, esta etiqueta es absurda. En una época en que casi todo el mundo veía solamente la tiranía del gobierno de Stalin, Wittgenstein ponía énfasis en los problemas con que Stalin tenía que enfrentarse, y la magnitud de sus logros al afrontarlos. La víspera de la Segunda Guerra Mundial le había dicho a Drury que Inglaterra y Francia, ni aun aliándose, podrían derrotar a la Alemania de Hitler; necesitarían el apoyo de Rusia. Le dijo a Drury: «La gente ha acusado a Stalin de traicionar la Revolución Rusa. Pero no tienen ni idea de los problemas que ha de afrontar; ni de los peligros que amenazan a Rusia.» Inmediatamente añadió, como si tuviera que ver con lo dicho: «Estaba mirando una foto del gabinete británico y me dije: "un montón de viejos ricachones".» Este comentario evoca las palabras de Keynes al caracterizar a Rusia como «el hermoso y necio benjamín de la familia europea, con pelo en la cabeza, más cerca del cielo y la tierra que sus hermanos calvos de Occidente». Las razones de Wittgenstein para querer vivir en Rusia, tanto las «malas e incluso infantiles» como las «buenas y profundas», tenían mucho que ver, creo, con su deseo de desembarazarse de los viejos de Occidente y de la desintegración y decadencia de la cultura occidental. También, naturalmente, era una manifestación más de su perenne deseo de estar con la tropa. Las autoridades soviéticas sabían, al igual que las autoridades austríacas en 1915, que les sería de más utilidad como oficial que como soldado; y el propio Wittgenstein se daba cuenta de que realmente no podría tolerar la vida entre la «mezquina deshonestidad» de los soldados vulgares. Pero aun así seguía deseando que las cosas fueran de otro modo.
Cuando, en el otoño de 1935, Wittgenstein comenzó su último año como fellow en el Trinity, todavía no sabía muy bien qué haría cuando abandonara ese puesto. Quizá fuera a Rusia; quizá, al igual que Rowland Hutt, consiguiera un trabajo entre «personas normales»; o quizá, tal como quería Skinner, se concentrara en preparar el Cuaderno Marrón para su (...)
Durante ese último año [1935], sus clases se centraron sobre el tema de «Los datos sensoriales y la experiencia personal». En esas clases intentaba combatir la tentación del filósofo de creer que, cuando percibimos algo (cuando vemos algo, sentimos dolor, etc.), existe alguna cosa, un dato sensorial, que es el contenido primario de nuestra experiencia. Sin embargo, entresacaba sus ejemplos no de entre las palabras de los filósofos, sino del habla normal. Y cuando mencionaba citas literarias, no eran de grandes obras maestras ni de la publicación filosófica Mind, sino del Detective Story Magazine de Street & Smith.
Comenzó una de sus clases leyendo un pasaje de Street & Smith en el que el narrador, un detective, está solo en la cubierta de un barco en plena noche, sin oír nada más que el tictac del reloj de la embarcación. El detective reflexiona: «En el mejor de los casos, un reloj es un instrumento bastante desconcertante: mide un fragmento de infinito: mide algo que quizá no existe.» Wittgenstein les dijo a sus alumnos que es mucho más importante y relevante encontrar este tipo de confusión expresada «en una estúpida historia de detectives» que expresada «por un estúpido filósofo»:
"Aquí se podría decir «obviamente un reloj no es un instrumento en absoluto desconcertante». Si en alguna situación os parece un instrumento desconcertante, podéis quitaros esa idea de la cabeza diciendo que naturalmente no es desconcertante: ésta es la manera de resolver un problema filosófico.
El reloj es aquí un instrumento desconcertante porque el hombre dice que «mide un fragmento de infinito, mide algo que quizá no existe». Lo que hace desconcertante al reloj es que introduce un tipo de entidad que el hombre no puede ver, y le parece un fantasma.
La relación entre esto y lo que decimos de los datos sensoriales: lo que resulta desconcertante es la introducción de algo que podríamos llamar «intangible». Parece ser que no hay nada intangible en una mesa o una silla, pero sí en la efímera experiencia personal."
Un tema recurrente en las clases de Wittgenstein durante ese año fue su preocupación por defender, en contra de los filósofos, nuestra percepción ordinaria del mundo. Cuando un filósofo plantea dudas, acerca del tiempo o acerca de los estados mentales, que no se le ocurren al hombre corriente, no es porque el filósofo tenga más perspicacia que el hombre corriente, sino porque, en cierto modo, tiene menos; está sujeto a la tentación de malinterpretar algo, cosa que no le ocurre al no filósofo:
"Tenemos la idea de que el hombre corriente, cuando habla del «bien», del «número», etc., realmente no sabe de qué está hablando. Yo veo algo raro en la percepción, y él habla como si no hubiera nada raro. ¿Debemos decir que sabe de qué está hablando o no?
Se pueden decir las dos cosas. Imaginemos unas personas que juegan al ajedrez. Yo percibo extraños problemas cuando observo las reglas y las examino. Pero Smith y Brown juegan al ajedrez sin dificultad. ¿Comprenden el juego? Bueno, lo juegan."
El pasaje nos hace pensar en las propias dudas de Wittgenstein acerca de su condición de filósofo, su cansancio de tanto «ver problemas raros» y su deseo de comenzar a jugar ese juego en lugar de examinar sus reglas. Volvió a pensar en estudios de medicina. En esa época Drury estaba preparando su primer examen para la obtención del título de medicina en Dublín, y Wittgenstein le escribió preguntándole sobre la posibilidad de entrar en la escuela médica, y hemos de suponer que Keynes financiaría sus estudios. Le sugirió a Drury que los dos podrían practicar juntos la psiquiatría. Wittgenstein creía poseer algún talento para esa rama de la medicina, y estaba particularmente interesado en el psicoanálisis freudiano. Ese año envió a Drury, como regalo de cumpleaños, La interpretación de los sueños, de Freud, diciéndole que la primera vez que lo leyó se dijo: «He aquí por fin un psicólogo que tiene algo que decir.»
El que Wittgenstein creyera que sería un buen psiquiatra parece basarse en la opinión de que su estilo filosófico y el psicoanálisis freudiano exigían un talento similar. Y no, naturalmente, en que se tratara de la misma técnica. Wittgenstein reaccionó airadamente cuando su método filosófico fue calificado de «positivismo terapéutico» y comparado con el psicoanálisis. Cuando, por ejemplo, A.J.Ayer realizó esa comparación en un artículo publicado en el Listener, recibió de Wittgenstein una contundente carta rechazando sus argumentos. Sin embargo, Wittgenstein creía ver cierta relación entre su obra y la de Freud. Una vez ante Rhees se denominó a sí mismo discípulo de Freud, y en varias ocasiones resumió sus propios logros y los de Freud en frases asombrosamente parecidas. «Todo consiste en símiles excelentes», dijo en una clase sobre la obra de Freud; y de su propia contribución a la filosofía: «Lo que yo invento son nuevos símiles.» Esta capacidad de conformar una visión sinóptica elaborando símiles reveladores era, según parece, lo que él deseaba aportar a la medicina psiquiátrica.
Sin embargo, a medida que el año transcurría, el interés de Wittgenstein por iniciar estudios de medicina o por conseguir cualquier otro empleo declinaba en favor de la idea de acabar su libro. A finales de ese año, a medida que se acercaba el fin de su contrato como fellow, Wittgenstein discutió con algunos de sus estudiantes favoritos las posibilidades que se le abrían. El último en llegar había sido el estudiante de postgrado Rush Rhees. Rhees había llegado a Cambridge en septiembre de 1935 para estudiar con G. E. Moore, tras haber estudiado anteriormente filosofía en Edimburgo, Góttingen e Innsbruck. Al principio había dejado de asistir a [fin pag. 331]
las clases de Wittgenstein debido a las peculiaridades de los estudiantes de éste, pero en febrero de 1936 superó tales recelos y asistió a todas las restantes clases de ese curso. Se convirtió en uno de los más íntimos amigos de Wittgenstein, y siguió siéndolo hasta la muerte de éste. En junio de 1936 Wittgenstein invitó a Rhees a tomar el té y trató con él la cuestión de si debería intentar conseguir algún empleo o irse solo a alguna parte y seguir trabajando en su libro. Le dijo a Rhees: «Aún me queda un poco de dinero. Mientras me dure, podría vivir y trabajar en el libro.» Esta última idea era la que más le atraía, y cuando Wittgenstein y Skinner visitaron a Drury en Dublín durante el mes de junio, el tema de estudiar medicina no salió a relucir. Lo que quizá afianzó su decisión fueron las noticias de la muerte de Moritz Schlick. Wittgenstein estaba en Dublín cuando se enteró de que Schlik había sido asesinado: un estudiante mentalmente perturbado le había disparado en las escaleras de la Universidad de Viena. El hecho de que ese estudiante posteriormente se convirtiera en miembro del partido nazi dio pie a rumores de que el asesinato había tenido motivos políticos, aunque las pruebas indican que el estudiante tenía una razón de índole más personal para matarle, pues Schlick había rechazado su tesis doctoral. Al enterarse de las noticias, Wittgenstein escribió inmediatamente a Friedrich Waismann:
Querido Mr. Waismann: La muerte de Schlick es ciertamente una gran desgracia. Usted y yo hemos sufrido una gran pérdida. No sé cómo expresarle mis condolencias, que, como usted sabe, son realmente sentidas, a su esposa e hijos. Si le es posible, me haría un gran favor si se pusiera en contacto con Mrs. Schlick o con algunos de sus hijos y les expresara que pienso en ellos con afectuosa simpatía, pero que no sé qué decirles. Si le resultara imposible (externa o internamente) transmitir este mensaje, por favor hágamelo saber. Con mis mejores deseos y mis respetos, suyo, Ludwig Wittgenstein
La muerte de Schlick puso fin de manera definitiva a cualquier idea que pudiera haber existido de llevar a término los planes acordados en 1929 de que Wittgenstein y Waismann colaboraran en un libro. Entre la exasperación de Waismann ante los constantes cambios de opinión por parte de Wittgenstein, y la poca confianza de éste en que Waismann comprendiera sus ideas, sólo su mutuo respeto por Schlick y el estímulo de éste para que siguieran con el proyecto había proporcionado una remota esperanza de que se llevara a cabo. Tras la muerte de Schlick, Waismann decidió trabajar sin Wittgenstein, y firmó un contrato para acabar el libro y publicarlo con su propio nombre. El libro alcanzó la fase de galeradas en 1939, pero entonces fue abandonado.
Wittgenstein, mientras tanto, decidió hacer lo que había hecho en 1913: ir a Noruega, donde podría vivir solo, sin distracciones, y finalizar su obra. Es posible que tal decisión la tomara como consecuencia de la muerte de Schlick, pero también impulsado por la razón más personal de que necesitaba alejarse de la «distracción» de su relación con Francis, cuya beca de tres años finalizaba al mismo tiempo que el contrato de Wittgenstein como fellow. Hasta el verano de 1936, parece ser que quedaba entendido que, fuera lo que fuera lo que Wittgenstein y Francis hicieran estudiar medicina, ir a Rusia, trabajar con personas «normales» o en el libro de Wittgenstein, lo harían juntos. Eso, al menos, era lo que creía Francis. Sin embargo, resulta dudoso que Wittgenstein llegara a considerar a Francis un serio colaborador filosófico; resultaba útil para dictarle ideas, especialmente cuando, como en el caso de los Cuadernos Azul y Marrón, el dictado se hacía en inglés. Pero a la hora de discutir ideas, de clarificar pensamientos, Francis no servía; su respeto reverencial hacia Wittgenstein le paralizaba y se interponía a la hora de hacer cualquier aportación útil. «Hay veces», le dijo Wittgenstein a Drury, «en que su silencio me enfurece y le grito: "¡Di algo, Francis!"» «Pero», añadía, «Francis no es un pensador. Conoces esa estatua de Rodin que se llama El pensador; el otro día me sorprendí pensando que jamás podría imaginarme a Francis en esa actitud.» Por razones similares, Wittgenstein no alentó a Francis para que siguiera con su labor académica. «Nunca sería feliz en la vida académica», decidió, y Francis, como siempre, aceptó su decisión. Sin embargo, ésa no era la opinión de la familia de Francis, ni la de muchos de sus amigos. Louis Goodstein, por ejemplo, que fue contemporáneo de Francis tanto en St. EAU como en Cambridge, y que posteriormente se convertiría en profesor de lógica matemática en la Universidad de Leicester, opinaba que Francis podía haber tenido por delante una prometedora carrera como matemático profesional. Fue una de las primeras personas a quienes Francis comunicó su decisión de abandonar las matemáticas, y la desaprobó rotundamente, viendo en la decisión tan sólo la desafortunada influencia de la aversión que el propio Wittgenstein sentía hacia la vida académica. Igual pensaba la familia de Francis. Su madre, en particular, veía con profundo desagrado la influencia que Wittgenstein ejercía en su hijo. Reaccionó con gran consternación tanto hacia el plan de establecerse en Rusia como ante la idea de que Francis abandonara una carrera académica de brillantes posibilidades. Su hermana, Priscilla Truscott, se mostraba igualmente incrédula. « ¿Por qué?», se preguntaba. « ¿Por qué?,» Para Francis, sin embargo, la única persona cuya opinión contaba era Wittgenstein, y se adhirió resueltamente a la decisión de éste, incluso cuando eso significara vivir lejos del propio Wittgenstein y trabajar en un empleo en el que haría poco uso de sus talentos y en el que se sentiría explotado. No fue para estudiar medicina sino mecánica por lo que Skinner abandonó la universidad, y no fue en compañía de Wittgenstein, sino solo. La idea de que estudiara medicina era poco práctica: sus padres no podían permitirse el lujo de pagarle la carrera, y la promesa de Keynes de financiar los estudios de Wittgenstein no abarcaba a Francis. Francis se presentó voluntario para luchar con las Brigadas Internacionales en la guerra civil española, pero fue rechazado por motivos físicos. (Francis, cuya salud era siempre precaria, era cojo de una pierna como resultado de una osteomielitis que había sufrido de joven, y siempre estaba sujeto a que la enfermedad se reprodujera.) La segunda carrera que Wittgenstein (y por tanto Skinner) había elegido después de la medicina era la mecánica. De modo que en el verano de 1936 Francis fue aceptado como aprendiz por un plazo de dos años en la Cambridge Instrument Company. Durante casi todo el tiempo estuvo empleado en la fabricación de tornillos, una tarea agotadora y repetitiva que no encontraba interesante ni de la que disfrutaba; era simplemente una labor de esclavo que soportaba para complacer a Wittgenstein. Fania Pascal, sin embargo, cree que Skinner era más feliz entre los obreros que entre personas de su propia clase. Los obreros, dice ella, eran más amables y menos engreídos. Esto quizá sea cierto, aunque durante los primeros anos que paso en la fábrica Francis no dedicó mucho tiempo a relacionarse con sus compañeros. Pasaba las veladas o bien solo o con amigos de la universidad: los Baclitin, Rowland Hutt y la propia Pascal. Lo que deseaba más que cualquier otra cosa era vivir y trabajar con Wittgenstein, y esto le era negado por el propio Wittgenstein. Francis no poseía una concepción weiningeriana del amor; no creía que el amor necesitara una separación, una cierta distancia, para conservarse. Wittgenstein, por su parte, probablemente compartía la opinión de Weininger. Mientras estaba en Noruega anotó en su diario que se daba cuenta de lo especial que era Francis de que realmente le apreciaba sólo cuando estaba lejos de él. Y quizá precisamente por ello decidió alejarse de él e ir a Noruega. Antes de marcharse, Wittgenstein se tomó unas vacaciones en Francia en compañía de Gilbert Pattisson, y los dos recorrieron en coche la región de Burdeos. Pattisson era una de las pocas personas con las que Wittgenstein podía relajarse y pasárselo bien. Por lo que a Pattisson se refiere, sin embargo, la compañía de Wittgenstein era un poco demasiado aburrida. Según esto, y al igual que había hecho en 1931, insistió en pasar al menos unas cuantas noches lejos de Wittgenstein en un lugar elegante, donde pudiera entregarse al lujo desmedido: comer, beber y jugar. En una ocasión en que Wittgenstein le acompañó en los placeres del juego, demostró ser un novicio en el arte de tirar el dinero. Fueron juntos al Casino Royan, donde jugaron a la ruleta, un juego obviamente nuevo para Wittgenstein. Estudió el juego cuidadosamente antes de comentarle incrédulamente a Pattisson: « ¡No veo cómo puede ganar!» Parece ser que a veces más vale examinar las reglas que jugar.
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