PENAS DE MUERTE
Manuel Ignacio Feliu Rey
(Prof.de Derecho Civil. Univ.Carlos III de Madrid)
Cuadernos Jurídicos. N§28.Marzo 1995
A finales de los años 70, explicar al alumnado universitario la vigente pena de muerte (en adelante PM) paraba en discusiones sobre su moralidad y eficacia. Hoy, mediando los 9, suscita extrañeza y repulsión, cual si la Constitución de 1978, al abolirla, excomulgara a quienes, en su más interno e íntimo fuero, piensan que alguna razón, para conservarla y ejecutarla con liberalidad, puedan tener naciones tan poderosos y cultas como los EE.UU, Rusia y China, entre otras. La moda de los dogmas, y el temor a éstos, hace que penalistas de mi generación -algunos intervinieron en solicitar la PM y en decidirla- silencian el recuerdo que, parece, han borrado de sus mentes.
A diario se ve en TV, y se lee en los otros medios, cómo testigos de un crimen y/o allegados de las víctimas, gritan de inmediato, en su lógico pánico y/o dolor, sobre la falta de justicia y la necesidad de exterminar a los criminales; mas, transcurrida la indigación y restablecida la reflexión sobre aquel dogma de repudio, suelen manifestar: "Bueno, yo no admito la PM, pero que los asesinos se pudran en la cárcel! Que nunca puedan volver a matar", etc. Extraña aquí la ignorancia popular sobre el fin rehabilitador de la prisión y, de ahí, el corto tiempo de reclusión que a los criminales toca. "Constitutio dixit".
Naturalmente, estas reacciones -visceral la primera y cortical la segunda-ya existían en los siglos V y IV de nuestra era. En el 441 (a.C.) Sófocles estrena su Antígona donde, sublevado el pueblo por el delito de la hijo de Edipo, clama su muerte y cuando Creón la sentencia el mismo pueblo se conduele. El célebre penalista Lisias en su Contra Andócides (399 a.C.), al pedir la PM critica a quienes aullaban por el linchamiento: "Pero, ahora, os ruego y suplico no le compadezcais, oh, atenienses!, pues es digno de piedad quien fue muerte contra lo prohibido en la Ley, pero no quien muere conforme a la Justicia".
De una parte, opinar sobre la PM no creo sea un problema cuya solución esté en lo religioso, en lo ético o en lo intelectual, sino que se halla en lo instintivo, que muda según la seguridad que cada uno siente en su estar en el mundo. Como escribió Abbagnano, quien rechaza pensar en la muerte pierde sus posibilidades y se dispersa en la angustia.
Vivimos tiempos de los que es difícil rehuir la idea de inseguridad y de murte. Hoy (30-XII-1994) escribe Jean Daniel en El País "Annus terribilis": Bosnia, Argelia, Ruanda, Chechenia. ya son lejanas las carnicerías de Irak, Etiopía y Palestina, pues hoy el tiempo es muy veloz. Aún quedan más atrás los 107 millones de muertos violentos en las guerras del siglo XX, y no se pueden contabilizar los otros millones, muertos ante la imparable, lenta y cruelísima tortura del hambre, epidemias y envenenamientos por drogas.
No comprendo en absoluto cómo puede rechazarse la pena de muerte, e informarse, al mismo tiempo, quizá morbosamente, y en noticias visuales y escritas, sobre millares de crímenes, individuales y colectivos. Hemos de precavernos contra estas palomas con corazón de verdugo.
El problema más actual, cuando esto escribo, es la confusión política y ciudadana ante la noticia siguiente: algunos servidores del Estado, utilizando fondos públicos, han podido ejecutar, o decidir, penas de muerte, privadas y clandestinas, al parecer interpretando o asumiendo órdenes o deseos superiores. Tal sospecha, que goza de la presunción de inocencia, no es, en absoluto un acontecimiento nuevo en la historia reciente. Los llamados justicieros han merecido filmografía, literatura y crónicas judiciales: en los EE.UU e Italia, al parecer, han aplicado muerte sobre delincuentes comunes y/o políticos. En Francia contra la OAS, en Alemania contra la Baader-Meinhoff, en Gran Bretaña contgra el IRA, en Marruecos contra rebeldes polítocs (y cito el caso Ben Barka) y, en ibeoramérica, la ejecución de Marighella en un parque. La llamada lucha antimaquis de la España de los años 19044 a 1955 se halla sembrada de ajusticiados sin proceso. La bibliografía es tan numerosa que extraña la escandalera sobre los delincuentes del llamado GAL.
Hasta el 31 de diciembre de 1993 el terrorismo actual español ha reconocido el haber asesinado a 838 personas, mas 86 no asumidas. Amén de 1.924 heridos, muchos inválidos y mutilados, y del irreversible daño psíquico de la mayoría. Sobre esta triste objetividad, las vícitimas supervivientes tienen poca aptitud para rehabilitarse, económica, social y moralmente. Paradójico resulta que, por el contrario, los asesinos gocen de una formidable aptitud para su reintegración a la vida normal: en septiembre de 1994, 127 de tales asesinos, condenados a penas centenarias, se hallaban en libertad.
Tal carisma es, sin duda, debido de una parte, a nuestra Constitución, que señala aquella rehabilitación y, de otra, a la extraordinaria eficacia reinsertante de nuestro sistema penitenciario. Pero esto es efecto de complejísimas técnicas-jurídicas y de tratamiento- que el ciudadano no alcanza.
De ahí podría producirse un fenómeno de empatía: ciudadanos que, en conciencia, no admiten la PM como castigo jurídico y judicial, podrían, en su fuero más íntimo, comprender o hasta aplaudir, el sistema de los justicieros.
El problema puede rebasar el marco del terrorismo y extenderse a los crímenes restantes. Hay datos que comprueban lo antes escrito, a saber: el momentáneo impulso visceral de la plebe para aniquilar físicamente a determinados delincuentes comunes. Ningún criminólogo discute que tal impulso obede a la inseguridad y alarma que acongoja a la ciudadanía ante crímenes escabrosos.
En este país, y en el trienio 1991-1993, se han incoado 5.015.918 actuaciones judiciales por delitos.
Mentaremos los que acarrean mayor penalidad:
- Parricidios: 327 - Asesinatos: 1.039 - Homicidios: 2.679 - Violaciones: 3.683 - Robos con homicidio: 115 - Robos con violación: 319
De no haberse suprimido la pena de muerte, ésta era previsible, en dicho trienio, en 1.481 ocasiones, esto es 493 anuales.
Por desgracia, la indignación popular no traduce el injusto normativo, pues se extiende, tumultuosa y entre otros supuestos, a los robos donde suceden lesiones y al dichoso narcotráfico. Pues bien, en el trienio aludido hubo 14.946 de tales robos. Y fueron detenidos narcotraficantes en 86.455 ocasiones. Su actividad supuso 2.279 muertos por intoxicación.
A la indignación es posible sumar la confusion. El pueblo adivina que ni todos los delitos pueden esclarecerse ni todos los detenidos deben encarcelarse, de donde hay criminales que repiten impunemente sus depredaciones. Pero el tópico de los pasados años sobre las dos puertas de los jueces empieza ya a disiparse ante la comprobación de las diversas puertas de las cárceles de condenados por gravísimos delitos: el "eufemismo", "mito" o "utopía" de la reinserción (Muñoz Conde, García de Pablos, etcétera) es capaz de obrar milagros.
Aún no sé, por lo que luego escribo, si la PM era, también, mito o utopía. El problema está en que mataba. Pero no menos siguen matando los que la reinserción ha rehabilitado.
Es un contexto típico de Sciascia. Y es insoluble. La abolición de la pena de muerte judicial no equivale a su inexistencia extrajudicial. Opinar, en cualquier sentido, es absurdo, pues los razonamientos y justificaciones forman una espiral dialéctica sin fin.
Tras madurar lo pertinente, Cuadernos Jurídicos ha decidido publicar, como Casos Judiciales Célebres algunos de PM en los que intervino quien escribe.
He procurado ahorrar al máximo citas eruditas, tanto jurídicas como culturales. Existe un material inapreciable: la encuesta sobre asistentes a penas de muerte, reunido por el profesor Bueno Arús. Sería deseable que, algún día, lo publicase la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, pues creo que es único en el mundo y del mismo cabría deducir mucho más que cuanto hasta ahora se ha escrito.
Los casos que resumimos no fueron, propiamente, célebres. Pero fueron de PM.
En éstos, aún más que en los anteriores publicados y que en los proyectados, he situado, en lo posible, el entorno ambiental de aquellos días. He elegido, naturalmente, casos en los lque la pena no se cumplió.
En atención a la trascendencia pública, presentamos hoy uno del año 1967 y otro de 1977. Ambos gozaron de muy escasa atención. Las razones se hallan, como intentaré explicar, en aquel mudable entorno social. Pensamos ofrecer, en un próximo número otro caso, visto en el año 1975, el de la llamada transición. Este sí tuvo una máxima y desaforada publicidad, también debido a la oportunidad del entorno. Ignoro si es acertado restar dramatismo con circunstancias, ajenas a los casos en sí, y fruto de mis propias observaciones. El que algunas parezcan frívolas no debería merecer crítica. Quienes intervienen en las PM son humanos, y ante ellas, precisan más que en cualquier otro proceso judicial, una mínima distensión.
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