Neil Postman
Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del "show business"
Tít.Orig.: Amusing Ourselves to Death. Public Discourse in the Age of Show
Business.
Edic.Orig.: 1985
Ediciones de la Tempestad. Colec. Ideas, 1 Barcelona, 1991Capítulo 1: EL MEDIO ES LA METÁFORA. Pág. 10
(...) He prestado cuidadosa atención a estas explicaciones y no digo que no haya nada que aprender de ellas. No podemos tomar a la ligera a marxistas, freudianos, levi-straussianos ni a los científicos creacionistas. Y, en todo caso, yo sería el primer sorprendido si lo que explicase estuviera cerca de la verdad total. Todos somos, como Huxley dice en alguna parte, "grandes abreviadores"; es decir, que ninguno de nosotros tiene el entendimiento suficiente para conocer toda la verdad, la oportunidad para explicarla, aún si creyéramos que la poseíamos, o una audiencia tan crédula cómo para aceptarla. Pero el lector encontrará aquí un argumento que supone una comprensión más clara de la cuestión que muchos de los anteriores. Sin embargo, su valor reside en la franqueza de su perspectiva, que tiene sus orígenes en las observaciones hechas por Platón hace 2300 años. Es un argumento que centra su atención en los tipos de conversación humana y señala que la forma en que estamos obligados a conducir tales conversaciones influye de manera decisiva en las ideas que podamos expresar convenientemente. Y las ideas que sea conveniente expresar se convertirán, inevitablemente, en el contenido importante de la cultura.
Utilizo metafóricamente la palabra "conversación" para referirme, no sólo al discurso, sino a todas las técnicas y tecnologías que permiten intercambiar mensajes a la gente de una cultura particular. En este sentido, toda cultura es una conversación o, más precisamente, un conjunto de conversaciones, realizado mediante una variedad de modelos simbólicos. Nuestra atención aquí se centra en cómo las formas del discurso público regulan, y aún dictaminan, qué clase de contenido puede surgir de tales formas.
Tomemos un ejemplo simple de lo que esto significa: consideremos la primitiva tecnología de las señales de humo. Si bien no conozco con exactitud el contenido que transmitían esas señales de los primitivos habitantes autóctonos, puedo asegurar con certeza que no incluían argumentación filosófica alguna. Las humaredas son insuficientemente complejas para expresar ideas sobre la naturaleza de la existencia, y aún si no lo fueran, un filósofo de la tribu cherokee, antes de exponer su segundo axioma, se encontrará sin existencias suficientes de madera y de mantas. No se puede utilizar el humo para hacer filosofía. Su forma excluye el contenido.
Recurramos a un ejemplo más próximo: como he sugerido antes, es inverosímil imaginar que alguien como nuestro vigésimo séptimo presidente, William Howard Taft, con su papada y sus ciento cincuenta kilos de peso, pudiera ser presentado como candidato presidencial en nuestro mundo actual. La forma del cuerpo de un hombre es ciertamente irrelevante en cuanto a la formulación de sus ideas cuando se dirige a un público por escrito, o por radio, o en todo caso mediante señales de humo. Pero es totalmente relevante en la televisión. Una imagen tan voluminosa como la mencionada, aún hablando, puede abrumar fácilmente cualquier sutileza lógica o espiritual sugerida por el discurso. Porque en la televisión, el discurso se transmite fundamentalmente mediante la imagen visual, lo que significa que este medio nos brinda una conversación de imágenes y no de palabras. La aparición en la arena política del asesor de imagen y el simultáneo declive del redactor de discursos atestiguan el hecho de que la televisión demanda un contenido que difiere del exigido por los otros medios. No se puede hacer filosofía política en televisión porque su forma conspira contra el contenido.
Veamos otro ejemplo, aún más complejo: la información, el contenido, o, si se prefiere, el material que define lo que se llama "las noticias del día" no existían -no podían existir un mundo carente de los medios para expresarla. No quiero decir que cosas como incendios, guerras, asesinatos y amores no existiesen antes, de vez en cuando o siempre, alrededor del mundo. Lo que digo es que, sin la tecnología para anunciarlas, la gente no se enteraba y por lo tanto no las incluía en su quehacer cotidiano. Tal información simplemente no podía existir como parte del contenido de la cultura. Esta idea -que hay un contenido denominado "las noticias del día"- fue creada totalmente por el telégrafo (y desde entonces ampliados por nuevos medios), que posibilitaba la transmisión descontextualizada a vastos espacios y a una velocidad increíble. Las noticias del día constituyen una quimera de nuestra imaginación tecnológica. Es, ciertamente, un acontecimiento del medio.
Nosotros nos enteramos parcialmente de acontecimientos que ocurren en todo el mundo, porque disponemos de múltiples medios cuya forma está bien adaptada a una conversación fragmentada. Las culturas sin medios de divulgación rápida -es decir, culturas en las que las señales de humo representan la herramienta más eficiente de conquista del espacio- no tienen noticias del día. Sin un medio para darles forma, las noticias del día no existen.
Para decirlo con la mayor claridad posible,
este libro es una investigación y también un lamento sobre el hecho cultural estadounidense más significativo de la segunda mitad del siglo XX: la decadencia de la era de la tipografía y el ascenso de la era de la televisión. Esta transformación ha representado un cambio dramático e irreversible del contenido y significado del discurso público, puesto que dos medios tan diametralmente diferentes de ninguna manera pueden dar cabida a las mismas ideas. A medida que la influencia de la imprenta disminuye, el contenido de la política, la religión, la educación y todo aquello que comprenda las cuestiones publicas debe cambiar y ser refundida en los términos más apropiados a la televisión.Si todo esto hace sospechar que se piensa en el aforismo de Marshall McLuhan, de que el medio es el mensaje, yo no rechazaré la asociación (aunque esta de moda el hacerlo entre respetables eruditos que, si no fuera por McLuhan, hoy estarían mudos). Conocí a McLuhan hace treinta años, cuando yo era un recién licenciado y él un desconocido profesor de inglés. Entonces creí, como sigo creyendo, que el hablaba en la tradición de Orwell y Huxley, esto es como un profeta, y ha seguido firmemente adherido a su enseñanza: que la forma más clara de ver a través de una cultura es prestar atención a sus instrumentos de conversación. Podría agregar que mi interés en este punto de vista fue despertado por un profeta mucho más formidable que McLuhan y más antiguo que Platón. Cuando de joven estudiaba la Biblia, encontré indicios de la idea de que las formas de los medios favorecen ciertas especies de contenidos que, por tanto, son capaces de llegar a dominar una cultura. Me refiero específicamente al Decálogo, cuyo segundo mandamiento prohíbe a los judíos hacer imágenes concretas de nada. "No harás ningún ídolo ni figura de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en el mar debajo de la tierra.". Me pregunté entonces, como tantos otros, por qué el Dios de esta gente incluía instrucciones sobre cómo debían simbolizar, o no simbolizar su experiencia. Constituye un mandato extraño para incluirlo como parte de un sistema ético, a no ser que su autor suponga que existe relación entre formas humanas de comunicación y la calidad de una cultura. Podemos aventurar la conjetura de que un pueblo al que se pide su conversión a una deidad abstracta y universal, sería considerado indigno de hacerlo si tuviera el hábito de hacer dibujos o estatuas, o de representar sus ideas en cualquier forma concreta de iconografía. El Dios de los judíos tenía que existir en la palabra y a través de la palabra, una concepción sin precedentes que requería el más alto orden de pensamiento abstracto. De ahí que para que un nuevo tipo de dios pudiera entrar en una cultura, era necesario considerar la iconografía como una blasfemia. Personas como nosotros, que están en un proceso de convertir su cultura centrada en la palabra en otra centrada en la imagen, haríamos bien en reflexionar sobre este mandato mosaico. Pero aún si estuviera equivocado en estas conjeturas, creo que es una suposición sabia y particularmente relevante reconocer que los medios de comunicación disponibles en cada cultura constituyen una influencia dominante en la formación de las preocupaciones intelectuales y sociales de la cultura.
Obviamente, el discurso es el medio principal e indispensable. Nos hizo humanos, nos mantiene humanos y, de hecho, define lo que la palabra humano significa. Esto no quiere decir que si no existieran otros medios de comunicación todos los humanos llegaran a considerar igualmente conveniente hablar de las mismas cosas de la misma manera. Sabemos bastante sobre el lenguaje como para comprender que las variaciones en las estructuras de las lenguas darán como resultado variaciones en lo que podamos llamar "la visión del mundo". Las características gramaticales de la lengua influyen enormemente en la forma en que la gente piensa sobre el tiempo y el espacio, así como sobre cosas y procesos. Por consiguiente, no debemos atrevernos a suponer que todas las mentes humanas comprenden de manera unánime cómo se conforma el mundo. Pero cuando consideramos el gran número y la variedad de instrumentos para la conversación que van más allá del lenguaje podemos imaginar cuanta más divergencia hay en la visión del mundo dentro de las distintas culturas. Pues aunque la cultura es una creación de la lengua, es re-creada y renovada por cada medio de comunicación -desde la pintura a los jeroglíficos y del alfabeto a la televisión-. Cada uno de estos medios, como el lenguaje en sí mismo, posibilita una forma única de discurso, ya que proporciona una nueva orientación para el pensamiento, para la expresión y para la sensibilidad. Esto es lo que McLuhan quiso explicar cuando dijo que el medio es el mensaje. No obstante, su aforismo necesita una enmienda a fin de evitar que uno confunda el mensaje con una metáfora. Un mensaje denota una afirmación específica y concreta acerca del mundo; pero las formas de nuestros medios de comunicación, incluyendo los símbolos que hacen posible la conversación, no rubrican tales afirmaciones. Son más bien como metáforas que por implicaciones poderosas, pero discretas, imponen sus definiciones específicas de la realidad. Sea que experimentemos el mundo por medio de la lente de la lengua, de la palabra escrita, o de la cámara de televisión, nuestras metáforas de los medios de comunicación nos clasifican el mundo, lo ordenan, lo enmarcan, lo agrandan, lo reducen, lo colorean, planteando así los argumentos para explicar cómo es el mundo. Como ha dicho Ernst Cassirer:
La realidad física parece retroceder en proporción a los avances simbólicos de la actividad del ser humano En vez de tratar las cosas en si mismas, el hombre está, en cierto sentido, en constante conversación consigo mismo. Se ha (...)
(Pág. 18)
Pero nuestras metáforas-medios no son tan explícitas ni tan vívidas como éstas, y son mucho más complejas. Para comprender la función metafórica, debemos tener en cuenta las formas simbólicas de su información, la fuente de su información, la cantidad y velocidad de su información, y el contexto en el cual esta se experimenta. De ahí que para llegar a ellas se requiera cierta búsqueda; es decir, descubrir que un reloj recrea el tiempo como una secuencia precisa, independiente y matemática; que la escritura recrea la mente como un bloc de papel sobre el cual esta escrita la experiencia; que el telégrafo recrea las noticias como un artículo de consumo. Y así, esa investigación se hace más fácil si comenzamos suponiendo que en todo instrumento que produzcamos introducimos una idea que va más allá de la función de la cosa en sí. Por ejemplo, se ha señalado que el invento de las gafas en el siglo XII, no solo posibilita, la mejora de una visión defectuosa, sino que sugirió la idea de que los seres humanos no tenían por que aceptar como finales la herencia de la naturaleza ni los estragos del tiempo. Las gafas también refutaron la creencia de que la anatomía es definitiva, proponiendo la idea de que, tanto nuestros cuerpos como nuestras mentes, son mejorables. No creo que sea ir demasiado lejos afirmar que hay un vínculo entre la invención de las gafas en el siglo XII y la investigación sobre la división de los genes en el nuestro.
Hasta un instrumento como el microscopio, de escaso uso cotidiano, ocultaba una idea bastante sorprendente, no sobre biología sino sobre psicología. Al revelar un mundo que hasta entonces había permanecido escondido, el microscopio sugería una posibilidad sobre la estructura de la mente.
Si las cosas no son lo que parecen, si los microbios están al acecho, inadvertidos sobre o debajo de nuestra piel, si lo invisible controla lo visible, no sería entonces posible que la idea, el yo y el superyo también estuvieran escondidos en alguna parte sin ser vistos" "Qué es el psicoanálisis sino un microscopio de la mente" "De dónde proceden las nociones de nuestra mente, sino de las metáforas generadas por nuestros instrumentos" "Qué significa decir que alguien tiene un coeficiente intelectual de 126" No hay números en los cerebros de las personas. La inteligencia no tiene cantidad o magnitud excepto en la medida que nosotros creemos que la tiene. "Y por qué creemos que la tiene" Porque disponemos de herramientas que sugieren que la mente es así. Por cierto que nuestros instrumentos de pensamiento nos sugieren como son nuestros cuerpos, como cuando alguien se refiere a su "reloj biológico", o cuando hablamos de nuestros "códigos genéticos", o cuando leemos el rostro de una persona como en un libro abierto, o bien cuando nuestras expresiones faciales expresan de forma telegráfica nuestras intenciones.
Cuando Galileo comentó que el lenguaje de la naturaleza esta escrito en matemáticas, lo decía solamente como metáfora. La naturaleza de por sí no habla. Tampoco lo hacen nuestras mentes o nuestros cuerpos, o, de acuerdo con este libro, nuestros cuerpos políticos. Nuestras conversaciones acerca de la naturaleza y sobre nosotros mismos se realizan en cualquier "lenguaje" que consideremos posible y conveniente emplear. No vemos la naturaleza, o la inteligencia, o la motivación humana o ideológica como "es" sino como son nuestras lenguas; y éstas son nuestros medios de comunicación. Nuestros medios son nuestras metáforas, y estas crean el contenido de nuestra cultura.
Capítulo 2. LOS MEDIOS COMO EPISTEMOLOGÍA Pág. 21
Mi intención escribir este libro es demostrar que en Estados Unidos se ha producido un gran desplazamiento del medio-metáfora con el resultado de que el contenido de gran parte de nuestro discurso público se ha convertido en una peligrosa absurdidad. Teniendo en cuenta esto, mi tarea en los capítulos que siguen es sencilla. En primer lugar, debo demostrar cómo, bajo el dominio de la imprenta, el discurso en nuestro país era diferente de lo que es ahora: generalmente coherente, serio y racional; y después cómo, bajo el dominio de la televisión, se ha marchitado y vuelto absurdo. Pero, para evitar la posibilidad de que mi análisis se interprete como un lloriqueo académico estandarizado, algo así como una queja elitista contra la "basura" de la televisión, en primer lugar debo explicar que mi enfoque es sobre la epistemología, y no sobre la estética o la crítica literaria. Es más, aprecio la basura tanto como mi vecino, y sé perfectamente que la imprenta ha generado bastante como para llenar a rebosar el Gran Cañón del Colorado. La televisión no tiene aún edad suficiente como para igualar ese volumen.
Así que no hago objeción alguna a la basura de la televisión. Lo mejor de la televisión es su basura y nadie ni nada está seriamente amenazado por ella. Por otra parte, no medimos una cultura por su producción de trivialidades no encubiertas, sino por lo que se juzga significativo. Y he aquí nuestro problema, porque la televisión se halla en su punto exigiendo constantemente a la televisión. El problema con esa gente es que no consideran la televisión con suficiente seriedad. Porque, al igual que la imprenta, la televisión es nada menos que una filosofía de la retórica. Para hablar con seriedad de la televisión uno debe hablar, por lo tanto, de epistemología. Cualquier otro comentario es en sí mismo trivial.
La epistemología es una materia compleja y normalmente opaca que se preocupa por los orígenes y la naturaleza del conocimiento. La parte de su contenido que es relevante aquí es el interés que pone en las definiciones de la verdad y en la fuente de donde surgen dichas definiciones. En particular, quiero demostrar que las definiciones de la verdad se derivan, al menos en parte, del carácter de los medios de comunicación mediante los cuales se trasmite la información. Quiero discutir de que forma los medios están implicados en nuestra epistemología.
Con la esperanza de simplificar lo que quiero decir con el título de este capítulo -los medios como epistemología- encuentro que es útil recurrir a una palabra de Northrop Frye, que ha utilizado un principio que denomina resonancia. El ha dicho que "por medio de la resonancia, una declaración particular y en un contexto particular adquiere una significación universal". Frye ofrece un ejemplo inicial al mencionar la frase "las uvas de ira", que aparece por primera vez en el Libro de Isaías, y en el contexto de la celebración de una anticipada matanza de edomitas. Pero, continúa Frye, "la frase hace tiempo que se ha alejado de ese contexto hacia muchos contextos nuevos, que dan dignidad a la situación humana, en lugar de reflejar meramente su fanatismo". Una vez dicho esto, Frye extiende la idea de la resonancia de manera que va más allá de las frases y sentencias. Un personaje de una obra de teatro o cuento -por ejemplo Hamlet o la Alicia de Lewis Carroll- pueden tener resonancia. Los objetos pueden tener resonancia, como también los países: "Los detalles más ínfimos de la geografía de los pequeños países fragmentados, como Grecia e Israel, se han impuesto sobre nuestra conciencia hasta convertirse en parte del mapa de nuestro mundo imaginario, hayamos conocido o no esos países".
Al considerar la cuestión de la fuente de la resonancia, Frye llega a la conclusión de que la fuerza generativa es la metáfora; esto es, el poder de una frase, un libro, una personalidad, o un relato para unificar y dar sentido a una variedad de actitudes o experiencias. De ahí que, donde la encontremos, Atenas se convierte en una metáfora de excelencia intelectual; Hamlet, en una metáfora de indecisión melancólica; los viajes imaginarios de Alicia, en una metáfora de búsqueda del orden en un mundo de absurdos semánticos.
Ahora me alejo de Frye (que, con seguridad, no haría objeción a ello) pero me llevo su palabra conmigo y afirmo que cada medio de comunicación tiene resonancia, puesto que esta es Metáfora con mayúsculas. Cualquiera que haya sido el contexto original y limitado de su uso, un medio tiene el poder de volar mucho más allá de ese contexto hacia otros nuevos e inesperados. Debido a la forma en que nos dirige para organizar nuestras mentes e integrar nuestra experiencia del mundo, se impone sobre nuestras conciencias y nuestras instituciones sociales de mil maneras. A veces tiene el poder de implicarse en nuestros conceptos de piedad, bondad o belleza. Y además esta siempre implicado en las formas en que definimos y regulamos nuestras ideas sobre la verdad.
Para explicar como ocurre esto, es decir, cómo incide el medio, que se siente pero no se ve, sobre una cultura, ofrezco tres casos verídicos.
El primero se refiere a una tribu del África occidental que carece de sistema de escritura, pero cuya rica tradición oral ha dado forma a sus ideas sobre la ley civil. Cuando surge una disputa, los querellantes se presentan ante el jefe de la tribu y exponen sus quejas. Sin una ley escrita que lo guíe, la tarea del jefe es buscar a través de su vasto repertorio de proverbios y refranes uno que sirva para la situación y satisfaga a ambas partes. Logrado eso, todas las partes acuerdan que se ha hecho justicia y que la verdad ha sido salvaguardada. Obviamente, se reconocerá que éste era el principal método de Jesús y otros personajes bíblicos que, viviendo en una cultura esencialmente oral, recurrían a todos los recursos de la palabra, incluyendo dispositivos mnemotécnicos, frases hechas y parábolas como un medio para descubrir y revelar la verdad. Tal como señala Walter Ong, en las culturas orales los proverbios y refranes no constituyen un recurso ocasional: "Son incesantes y forman la sustancia misma del pensamiento. Es imposible desarrollar un pensamiento de forma extensa sin ellos, ya que en ellos consiste".
Para personas como nosotros, toda dependencia de proverbios y refranes está reservada principalmente para resolver altercados entre o con los pequeños. "El que pega primero, pega dos veces", "Quien de joven no trabaja, de viejo duerme en un pajar", "Cosecharás lo que siembres". Éstas son formas de expresarnos a las que recurrimos en casos de pequeñas crisis con nuestros hijos, pero suena ridículo utilizarlas en una Sala de Justicia, donde han de decidirse asuntos "serios". "Es posible imaginar un alguacil preguntando a un jurado si ha llegado a alguna decisión y que reciba por respuesta que "Errar es humano, pero perdonar es divino" "0 mejor aún, "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios"" Durante un momento el juez podría parecer encantado, pero si de inmediato no siguiera un lenguaje más formal, el jurado podría terminar emitiendo una sentencia más larga que para la mayoría de los acusados.
Jueces, abogados y acusados no consideran los proverbios o refranes una respuesta relevante en las disputas legales. En esto se encuentran separados del jefe tribal por una metáfora medio. Porque en una Sala de Justicia, basada en la palabra impresa, donde los libros de leyes, los escritos, las citaciones y otros materiales definen y organizan el método de descubrir la verdad, la tradición oral ha perdido mucho de su resonancia, aunque no toda. Se espera que los testimonios sean dados oralmente, en base al supuesto de que la palabra hablada, y no la escrita, refleja con mayor veracidad el estado anímico del testigo. En efecto, en muchas Salas de Justicia no se permite a los jurados tomar notas, ni se les da copias impresas de las explicaciones de la ley hechas por el juez. Se espera que los jurados escuchen la verdad, o lo opuesto, pero no que la lean. De ahí que podamos decir que hay un conflicto de resonancias en nuestro concepto de la verdad legal. Por un lado, hay una creencia residual en el poder de la palabra hablada y sólo de la palabra, para transmitir la verdad; por otra parte, hay una creencia mucho más fuerte en la autenticidad de la escritura, y en particular de la palabra impresa. Esta segunda creencia tiene poca tolerancia hacia la poesía, los proverbios, los refranes, las parábolas y cualquier otra expresión de sabiduría oral. La ley es lo que como epistemología los legisladores y los jueces han escrito. En nuestra cultura, los abogados no necesitan ser sabios; necesitan estar bien informados.
Una paradoja similar existe en las universidades, y en general con la misma distribución de resonancias; es decir, que hay unas pocas tradiciones remanentes basadas en la noción de que la palabra es la principal portadora de la verdad. Pero, en su mayor parte, la concepción universitaria de la verdad esta estrechamente ligada a la estructura y la lógica de la palabra impresa. Para ilustrar este punto, recurro aquí a una experiencia personal que tuvo lugar durante un ritual medieval, todavía practicado extensamente y conocido como "defensa oral del doctorado". Utilizo la palabra medieval literalmente, pues en la Edad Media los estudiantes siempre se examinaban oralmente y la tradición se mantiene en base a la asunción de que el candidato debe ser capaz de hablar competentemente sobre su trabajo escrito. Pero, claro este, el trabajo escrito es lo que tiene más peso.
En este caso, la cuestión de cual es una forma legítima de explicar la verdad fue elevada a un nivel de conciencia que raramente se alcanza. El candidato había incluido en su tesis una nota al pie, como certificación de una cita, que decía lo siguiente: "Manifestado al investigador en el Hotel Roosevelt el 18 de enero be 1981, en presencia de Arthur Lingeman y de Jerrold Gross". Esta cita llamó la atención de no menos de cuatro de los examinadores orales, los cuales observaron que la misma era difícilmente apropiada como forma de documentación y que debía ser reemplazada por una cita de algún libro o artículo. Uno de los profesores comento al candidato que no era un periodista, sino un estudiante. Quizá porque el candidato no conocía ninguna publicación en la que constara lo que le habían dicho en el Hotel Roosevelt, se defendió enérgicamente en base a que existían testigos que podían testificar sobre la exactitud de esas citas, y que la forma en que se transmite una idea es irrelevante respecto a su veracidad. Llevado por su elocuencia, el candidato arguyo que en su tesis había más de trescientas referencias de trabajos publicados y que era muy improbable que los examinadores comprobasen su veracidad, hecho que lo impulsaba a plantearles la siguiente pregunta: "Por qué aceptáis la veracidad de la referencia impresa y no la de la referencia oral"
La respuesta que recibió siguió este razonamiento: "Usted se equivoca si cree que la forma en que se transmite una idea es irrelevante respecto a su veracidad. En el mundo académico, la palabra impresa esta investida de más prestigio y autenticidad que la palabra hablada. Lo que la gente dice se considera que es más espontáneo que lo que escribe. La palabra impresa se supone que es producto de la reflexión del autor y que ha sido revisada por él, por autoridades y por editores. Es más fácil de verificar o refutar y está investida de un carácter impersonal y objetivo, que es la razón por la cual, sin duda, usted se ha referido a sí mismo en su tesis como "el investigador" en vez de por su nombre; es decir, que la palabra impresa, por su naturaleza, se dirige al mundo y no a un individuo. La palabra impresa perdura, la hablada desaparece; y por esta razón lo escrito está más cerca de la verdad que lo expresado oralmente. Más aún, estamos seguros de que usted preferiría que esta comisión hiciera una declaración escrita certificando que usted ha aprobado su examen (en caso de que así ocurra) en vez de que nos limitemos a expresar oralmente que así lo ha hecho. Nuestra declaración escrita representará la "verdad". "Nuestro acuerdo oral sería sólo un rumor".
Sabiamente, el candidato no dijo nada más sobre el asunto, excepto indicar que haría cualquier cambio que la comisión sugiriera y que anhelaba profundamente que, de aprobar el examen oral, se le extendiera un documento que lo certificara. Aprobó y con el tiempo se escribieron las palabras apropiadas.
Un tercer ejemplo de la influencia de los medios sobre nuestra epistemología puede obtenerse del juicio al gran Sócrates. Al iniciar Sócrates su defensa, dirigiéndose a un jurado integrado por quinientas personas, pide disculpas por no haber preparado debidamente su discurso. Les dice a sus hermanos atenienses que seguramente titubeará, pero pide que no lo interrumpan por ello y ruega que lo consideren como si fuera un extraño proveniente de otra ciudad, y promete que les dirá la verdad, sin adornos ni elocuencia. Comenzar de esta forma era, obviamente, característico de Sócrates, pero no era una característica de la época en la que vivía. En efecto, y Sócrates lo sabía bien, sus hermanos atenienses no consideraban que los principios de la retórica y la expresión de la verdad fueran independientes los unos de los otros. La gente como nosotros se siente muy atraída por la disculpa de Sócrates porque estamos acostumbrados a pensar en la retórica como un adorno del discurso -con frecuencia pretencioso, superficial e innecesario-. Pero, para la gente que la inventó, los sofistas del siglo v a. de C. y sus herederos, la retórica no era sólo una oportunidad para actuar dramáticamente, sino un medio casi indispensable para organizar la evidencia y las pruebas y, por lo tanto, de comunicar la verdad.
No era sólo un elemento clave en la educación de los atenienses (mucho más importante que la filosofía) sino una forma artística preeminente. Para los griegos, la retórica era una forma de escritura hablada. Si bien siempre implicaba una actuación oral, su poder para revelar la verdad residía en el poder de la palabra escrita para exponer argumentos en una progresión ordenada. Si bien Platón mismo cuestionó esta concepción de la verdad (como podemos adivinar por medio de la disculpa de Sócrates) sus contemporáneos creían que la retórica era el medio apropiado mediante el cual la "opinión correcta" podía descubrirse y articularse. Desdeñar las reglas de la retórica, expresar los pensamientos de cualquier manera sin el debido énfasis o la pasión apropiada, se considerara agraviante para la inteligencia del auditorio y sugería una cierta falsedad. De ahí que podemos asumir que muchos de los doscientos ochenta jueces que emitieron un voto de culpabilidad contra Sócrates lo hicieron porque su conducta no era coherente con la veracidad del caso según ellos lo entendían.
Lo que trato de demostrar con este ejemplo y los anteriores es que el concepto de verdad esta ligado íntimamente a los prejuicios de las formas de expresión. La verdad no viene, y nunca ha venido, sin condicionamientos. Debe aparecer con una vestimenta adecuada, pues de lo contrario se puede ignorar, lo que equivale a decir que la "verdad" es una especie de prejuicio cultural. Cada cultura considera que se expresa más auténticamente si lo hace con ciertas formas simbólicas que otra cultura puede considerar triviales e irrelevantes. Ciertamente, para los griegos en los tiempos de Aristóteles, y durante los dos mil años subsiguientes, la verdad científica se descubría y expresaba mejor deduciendo la naturaleza de las cosas a partir de un conjunto de premisas evidentes; de ahí que Aristóteles creyera que las mujeres tenían menos dientes que los hombres y que los niños eran más sanos si se concebían cuando soplaba el viento norte. Aristóteles se había casado dos veces, pero, hasta donde sabemos, nunca se le ocurrió preguntarles a sus esposas si le permitían contar sus dientes. En cuanto a sus opiniones obstétricas, podemos afirmar con seguridad que no utilizaba cuestionarios ni se ocultaba detrás de las cortinas. Tales actos le habían parecido tan vulgares como innecesarios, ya que esa no era la manera de indagar sobre la veracidad de las cosas. El lenguaje de la lógica deductiva proporcionaba un camino más seguro.
No debemos apresurarnos a burlarnos de los prejuicios de Aristóteles, ya que nosotros tenemos bastantes, como por ejemplo, la ecuación que los modernos hacemos de la verdad y de la cuantificación. En este prejuicio, nos acercamos increíblemente a las creencias místicas de Pitágoras y sus seguidores, que intentaban someter toda la vida a la soberanía de los números. Muchos de nuestros psicólogos, sociólogos, economistas y otros cabalistas recientes no pueden proclamar su verdad si no lo hacen basándose en los números. Por ejemplo, "es posible imaginar a un economista moderno articulando verdades sobre nuestro estándar de vida recitando un poema" "0 contando lo que le pasó durante un paseo nocturno por East St. Louis" "O tal vez una serie de proverbios y parábolas, comenzando por la historia del hombre rico, el camello y el ojo de una aguja" El primero sería considerado irrelevante, el segundo meramente anecdótico, y el ultimo infantil. Sin embargo, estas formas de lenguaje son ciertamente capaces de expresar verdades sobre las relaciones económicas, así como sobre cualquier otra relación y han sido utilizadas precisamente por varios pueblos. Pero para la mente moderna, que reacciona en base a diferentes medios-metáforas, la verdad económica se descubre y expresa mejor en números. Tal vez sea así; no voy a discutirlo. Sólo quiero llamar la atención sobre el hecho de que hay una cierta medida de arbitrariedades en las formas que puede adoptar la expresión de la verdad. Debemos recordar que Galileo sólo dijo que el lenguaje de la naturaleza está escrito en matemáticas. No dijo que todo lo esté. Y aún la verdad sobre la naturaleza no necesita expresarse de esta manera. Para la mayor parte de la historia humana, el lenguaje de la naturaleza ha sido el del mito y el ritual. Se puede agregar que estas formas tenían la virtud de dejar la naturaleza libre de amenazas y de alentar la creencia de que los seres humanos somos parte de ella; pero, difícilmente corresponde a gente que esta preparada para hacer volar el planeta el vanagloriarse vigorosamente por haber descubierto la manera correcta de referirse a la naturaleza.
Al afirmar esto, no estoy apoyando un relativismo epistemológico. Algunas formas de expresar la verdad son mejores que otras y por lo tanto tienen una influencia más saludable sobre las culturas que las adoptan. Ciertamente, confío persuadirlos de que el declive de una epistemología basada en la imprenta, y el consiguiente ascenso de una epistemología basada en la televisión, ha tenido graves consecuencias para la vida pública, puesto que nos estamos atontando por momentos. Por ello siento que es necesario insistir en que el peso asignado a cualquier forma de expresión de la verdad es una función de la influencia que ejercen los medios de comunicación. "Ver para creen" siempre ha tenido un status preeminente como axioma epistemológico; pero "decir para creer", "leer para creer", "contar para creer", "deducir para creer" y "sentir para creer" son otras formas que han ascendido o descendido en importancia a medida que las culturas han experimentado cambios en los medios. Cuando una cultura se desplaza de su condición oral a escrita, de impresa a televisiva, sus ideas sobre la verdad se desplazan con ella. Tal como destaco Nietzsche, toda filosofía es la filosofía de una etapa de la vida. A lo cual podemos añadir que toda epistemología es la epistemología de una etapa de desarrollo de los medios. La verdad, como el tiempo en sí, es el producto de una conversación del ser humano consigo mismo sobre y a través de las técnicas de comunicación que él mismo ha inventado.
Puesto que la inteligencia se define fundamentalmente como nuestra capacidad para captar la verdad de las cosas, se deduce que lo que una cultura quiere decir por inteligencia se deriva del carácter de sus importantes formas de comunicación. En una cultura puramente oral, la inteligencia se asocia con frecuencia a un ingenio aforístico; esto es, el poder de inventar dichos compactos de amplia aplicabilidad. El sabio Salomón, según se nos dice en el Primer Libro de los Reyes, sabía tres mil proverbios. En una cultura de la imprenta, personas con semejante talento son consideradas, en el mejor de los casos, como pintorescas, pero más bien como pedantes aburridores. En una cultura puramente oral se atribuye un alto valor a la capacidad de memorizar, puesto que donde no existen palabras impresas la mente humana tiene que actuar como una biblioteca ambulante. Olvidarse de cómo se dice algo o se hace una cosa es un peligro para la comunidad y una forma flagrante de estupidez. En una cultura de imprenta, la memorización de un poema, de un menú, de una ley o de cualquier otra cosa es algo sólo encantador; algo casi siempre funcionalmente irrelevante y ciertamente no se considera un signo de gran inteligencia.
Si bien aquellas personas que lean este libro tendrán una noción general de lo que es una inteligencia de imprenta, puede llegarse a una definición detallada y razonable de lo que es considerando simplemente lo que se espera del lector al leerlo. En primer lugar, se requiere permanecer más o menos inmóvil por un tiempo relativamente largo. Si el lector no puede hacer esto (con este o con cualquier otro libro), nuestra cultura podría clasificarlo desde hiperactivo hasta indisciplinado, o en todo caso, con algún tipo de insuficiencia intelectual. La imprenta produce, tanto sobre nuestros cuerpos como sobre nuestras mentes, demandas más bien severas. No obstante, controlar el cuerpo requiere sólo un esfuerzo mínimo. También se habrá aprendido a no prestar atención a la forma de las letras, sino a ver, a través de ellas, a fin de ir directamente al significado de las palabras que forman. Si está preocupado por las formas de las letras, resultará un lector intolerablemente ineficiente, al extremo de que se le considerará tonto. Si ha aprendido a captar el sentido sin distracciones estéticas, se le exigirá que asuma una actitud imparcial y objetiva. Esto incluye su aporte a la tarea de lo que Bertrand Russell denominó una ¿inmunidad a la elocuencia", que significa que el lector es capaz de distinguir entre el placer sensual, el encanto, o el tono insinuante (si lo hubiere) de las palabras y la lógica de su argumento. Pero al mismo tiempo debe ser capaz de decir, por el tono del lenguaje, cuál es la actitud del autor hacia el tema y el lector. En otras palabras, debe distinguir la diferencia entre una broma y un argumento. Y al juzgar la calidad de un argumento, también debe ser capaz de hacer varias cosas al mismo tiempo, incluso demorar un veredicto hasta que el argumento esté terminado, reteniendo en la cabeza preguntas hasta que haya determinado si el texto las responde para luego aportar al texto toda la experiencia relevante disponible como argumento contrario a lo que se propone. También debe ser capaz de retener aquellas partes del conocimiento y la experiencia que, en efecto, no influyen sobre el argumento. Y al prepararse para hacer todo esto, el lector debe dejar de lado la creencia de que las palabras son mágicas y, sobre todo, de que ha aprendido a captar el mundo de las abstracciones, pues hay muy pocas frases y cláusulas en este libro que requieran recurrir a imágenes concretas. En una cultura de imprenta, tendemos a decir que a la gente que no es inteligente debemos hacerle dibujos a fin de que nos entienda. La inteligencia implica que uno puede vivir cómodamente en un campo de conceptos y generalizaciones, sin recurrir a los dibujos.
Poder hacer todas estas cosas, y aún más, constituye una definición primaria de inteligencia en una cultura cuyas nociones de la verdad están organizadas en torno a la palabra impresa. En los dos capítulos siguientes quiero demostrar que en los siglos XVIII y XIX, nuestro país era un lugar así; es decir que quizá sea el más orientado hacia una cultura de imprenta que jamás haya existido. En capítulos subsiguientes, quiero explicar cómo han cambiado, en el siglo XX, nuestras nociones de la verdad y nuestras ideas sobre la inteligencia como resultado del desplazamiento de los viejos medios por los nuevos.
Pero no quiero simplificar la cuestión más de lo necesario. En particular, quiero terminar enfatizando tres puntos que pueden servir como una defensa contra ciertos argumentos que algunos lectores escrupulosos pudieran haberse formado.
El primero es que en ningún caso me preocupo por afirmar que los cambios en los medios producen cambios en las estructuras mentales de la gente o modificaciones en sus capacidades cognoscitivas. Hay algunas personas, como por ejemplo Jerome Bruner, Jack Goody, Walter Ong, Marshall McLuhan, Julia Janes y Eric Havelock, que afirman esto o están cerca de ello. Yo me inclino a creer que están en lo cierto, pero mi argumentación no lo requiere. Por consiguiente, no discutiré la posibilidad, por ejemplo, de que, de acuerdo con el pensamiento de Piaget, los pueblos de tradición oral son menos desarrollados intelectualmente que los que poseen esa criatura, o bien que los de la era de la televisión lo son menos que los integrantes de los otros dos grupos. Mi argumento es que un nuevo medio importante cambia la estructura del discurso y que lo hace alentando algunas funciones del intelecto al favorecer ciertas definiciones de la inteligencia y de la sabiduría y demandando un tipo específico de contenido; en pocas palabras, creando nuevas formas de explicar la verdad. Una vez más debo decir que no soy un relativista en esta cuestión y que creo que la epistemología creada por la televisión no sólo es inferior a la epistemología basada en la imprenta, sino que es peligrosa y absurda.
El segundo punto es que el desplazamiento de la epistemología que he indicado, y que describiré de forma detallada, todavía no incluye, y quizá nunca llegue a hacerlo, a todos y a todo. En efecto, mientras que algunos medios viejos desaparecen, tales como la escritura pictográfica y los manuscritos ilustrados, y con ellos las instituciones y los hábitos cognoscitivos que esos medios favorecían, otras formas de conversación permanecen, como por ejemplo el habla y la escritura. De ahí que la epistemología de nuevas formas como la televisión no posea una influencia totalmente incontestada.
Encuentro útil pensar en esta situación de la siguiente manera: los cambios en el entorno simbólico son similares a los cambios en el entorno natural; ambos son, al principio, graduales y se van acumulando hasta que, de repente, se logra una masa crítica, según dicen los físicos. Un río que ha sido contaminado lentamente, de golpe deviene tóxico, la mayoría de los peces mueren y nadar allí es peligroso para la salud. Pero aún entonces el río presenta el mismo aspecto y uno podría tomar un barco y navegar en el. En otras palabras, aún cuando el no ha sido privado de vida, no desaparece, ni tampoco todos sus usos, pero su valor ha disminuido seriamente y su condición degradada tendrá efectos perniciosos sobre todo el paisaje. Lo mismo ocurre con nuestro entorno simbólico. Creo que hemos alcanzado una masa crítica en la que el medio electrónico ha cambiado de manera decisiva e irreversible el carácter de nuestro entorno simbólico. Ahora somos una cultura en la que la información, las ideas y la epistemología están determinadas por la televisión y no por la palabra impresa. Ciertamente todavía hay lectores y son muchos los libros que se publican, pero la utilización de la imprenta y de la lectura ya no son lo que eran; ni siquiera en las escuelas, la última institución en la que creíamos que la imprenta era invencible. Se engañan aquéllos que creen que hay una coexistencia entre la televisión y la imprenta, ya que la misma implica paridad y aquí no hay paridad alguna. La imprenta ahora es una mera epistemología remanente y así ha de permanecer, asistida hasta cierto punto por el ordenador, la prensa diaria y las revistas que son hechas para que parezcan pantallas de televisión. Como los peces que sobreviven en un río contaminado y los boteros que en él navegan, todavía moran entre nosotros aquéllos cuyo sentido de las cosas está mayormente influido por aguas más antiguas y claras.
El tercer punto es que en la analogía que he descrito antes, el no se refiere principalmente a lo que denominamos discurso publico, es decir, nuestras formas de conversación política, religiosa, de información y comercial. Afirmo que una epistemología basada en la televisión contamina la comunicación pública y el paisaje que la rodea, pero no que lo contamina todo. En primer lugar, tengo siempre presentes los valores de la televisión como una fuente de comodidad y placer para los mayores, los enfermos y todas las personas que se encuentran solas en habitaciones y hoteles. Asimismo, soy consciente del potencial de la televisión para crear un teatro para las masas, aspecto este que, en mi opinión, no ha sido considerado con suficiente seriedad. También se pretende que, sea cual sea el poder de la televisión para socavar el discurso racional, su poder emocional es tan grande que pudo despertar sentimientos contra la guerra de Vietnam o contra formas más virulentas de racismo. Éstas y otras posibilidades beneficiosas no deben considerarse a la ligera.
Pero aún hay otra razón por la cual no quisiera que se crea que estoy atacando totalmente la televisión. Cualquiera que esté, aunque sea levemente, familiarizado con la historia de las comunicaciones, sabe que toda nueva tecnología relacionada con el pensamiento comprende concesiones mutuas. Da y quita, aunque no en la misma medida. Los cambios en los medios no implican necesariamente un resultado equilibrado. Algunas veces crea más de lo que destruye y en otras ocurre lo contrario. Debemos ser prudentes en nuestras alabanzas y en nuestras condenas, porque el futuro nos puede deparar sorpresas. La invención de la imprenta constituye un ejemplo paradigmático. La tipografía fomentó la idea moderna de la individualidad, pero destruyo el sentido medieval de la comunidad y la integración. La tipografía creó la prosa, pero convirtió la poesía en una forma de expresión exótica y elitista. La tipografía hizo posible la ciencia moderna, pero transformo la sensibilidad religiosa en una mera superstición. La tipografía favoreció el crecimiento de la nación-estado, pero por otra parte convirtió, el patriotismo en una emoción sórdida y hasta letal.
Evidentemente, mi punto de vista es que los cuatro siglos de dominación imperial de la tipografía han producido muchos más beneficios que perjuicios. La mayoría de nuestras ideas modernas sobre la utilización de la inteligencia fueron formadas por la palabra impresa, como lo fueron también nuestras ideas sobre la educación, el conocimiento, la verdad y la información. Trataré de demostrar que a medida que la tipografía se desplaza hacia la periferia de nuestra cultura y la televisión toma su lugar en el centro, la seriedad, la claridad, y, sobre todo el valor del discurso público, declinan peligrosamente. Uno debe mantener la mente alerta para poder percibir los beneficios que puedan venir de otras direcciones.
Capítulo 10: LA ENSEÑANZA COMO ACTIVIDAD DIVERTIDA Pág. 153
En primer lugar me refiero al hecho de que la contribución principal que la televisión hace a la filosofía de la educación es la idea de que la enseñanza y el entretenimiento son inseparables. Esta concepción totalmente original no se encuentra en ningún discurso sobre la educación, desde Confucio a John Dewey, pasando por Platón, Cicerón y Locke. Investigando la literatura educativa, encontraréis algunos que dicen que los niños aprenden mejor cuanto están interesados en lo que se les está enseñando, y que según lo enfatizaron Platón y Dewey, la raz6n se cultiva mejor cuando está enraizada en un campo emocional robusto. Hasta encontraréis que afirman que una maestra amable y dulce facilita el aprendizaje. Pero nadie ha dicho o insinuado nunca que se consiga un aprendizaje significativo, efectivo, duradero y verdadero, cuando la educación es entretenimiento. Los filósofos de la educación han supuesto que es difícil la aculturación, debido a que implica, necesariamente, la imposición de restricciones. Han argumentado que el aprendizaje debe ser una secuencia, que la perseverancia y cierta medida de transpiración son indispensables, que los placeres individuales con frecuencia deben quedar colgados en el interés de la cohesión grupal, y que el aprender a ser crítico y a pensar conceptual y rigurosamente no es algo que los jóvenes pueden adquirir fácilmente, sino que son victorias duramente logradas. Fue Cicerón quien, acertádamente, afirmó que el propósito de la educación es librar a los estudiantes de la tiranía del presente, cosa que no puede ser agradable para aquéllos que, como los jóvenes, están esforzándose por hacer lo contrario, acomodarse al presente.